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| Foto: Foto de David Estrada Larrañeta

CRÓNICA

“Esto es un problema que nos mandó EPM con sus túneles”: Desplazados en Valdivia

Los habitantes de este caserío tuvieron que abandonar todo lo que tenían porque era probable que una ola de 26 metro arrasara el caserío. Esta es la historia de las familias que aguas abajo se resguardaron por días en las montañas.

Daniel Rivera Marín, Enviado Especial Valdivia
19 de mayo de 2018

“Eso no fue una creciente”, dijo Rosalba Carvajal sentada en una tabla y recostada contra la pared de madera de su casa que está en pie, improbable, entre el río Cauca y la troncal que va de Puerto Valdivia a Tarazá, en el sector El Quince: “La creciente viene naturalmente, pero esto no fue natural, esto es un problema que nos mandó EPM con sus túneles y su represa”.

De sus ochenta años, Rosalba lleva cincuenta viviendo en el mismo punto donde las casas se mecen por el peso de las tractomulas que pueden alcanzar los setenta kilómetros por hora y nunca se le había metido el agua a la casa, pero el sábado doce de mayo el Cauca subió y le tarjó las bases de lo único que tiene: ocho metros cuadrados donde caben con precisión dos camas, un baño, una cocina.

A las siete de la mañana del miércoles —el miércoles cuando todo empezó: la huida, el correr— Rosalba llevaba una piyama rosada y se reía de todo con facilidad, como quien no habla de una tragedia sino de una vergüenza pasada que con los años dejó de importar. Mientras hablábamos en su casa de la avalancha de Armero, que no la hizo ni si quiera correr, Rosalba señaló una de las pruebas de su supervivencia tras vivir décadas a orillas del río, se trataba de Carlos Carvajal, Caliche, su nieto de treinta años y una barriga de cincuenta a quien levantó ahí mismo, correteando entre tractomulas, nadando en un río: un Tarzán en el trópico. Caliche es pescador de todo lo que baja por el río: media hora después de entrevistar a su abuela Rosalba, Carlos se subió al Johnson que tiene en compañía con otros pescadores, prendió el motor de quince caballos de fuerza y navegó aguas abajo porque vio pasar lo que parecía un tubo pero que podía ser, como otras veces, un marrano, una vaca, un kilo de cocaína. Pero el objeto navegador no identificado terminó siendo un tubo de unos cinco metros de largo y cincuenta de diámetro.

Duvián Sánchez, líder comunitario de El Quince y amigo de Caliche, desde la orilla dijo mientras lo pescaban: “Muchas veces bajan por el río esos tubos y nosotros se los vendemos a la gente del proyecto, nos pueden dar dos o tres millones por uno de esos”.

A orillas del río Cauca no hay otra tarea posible, se vive del río y se cultiva en las playas, en las riberas, en las escasas montañas circundantes. Acostumbrados al afluente, lo que esta gente vio el sábado fue poco menos que milagro bíblico, la multiplicación de las aguas: “Mire ese árbol que yo tengo allá marcado, ¿lo ve? Mire que hay unas marcas hechas con machete, son las señas de las últimas crecientes, un metro, dos metros, pero la de la avalancha del sábado fue esa, la de más arriba, ¿eso son unos cuatro metros? Yo lo último que estaba esperando era que se me llevara el baño”, dijo Carlos Carvajal señalando por último el baño, un cubículo levantado al pie del abismo y abajo el río. Vivir al lado del río es también el uso del máximo sentido común: tener un baño al borde del despeñadero, del desagüe. Después de que el agua bajó, Carlos y sus amigos vieron lo que parecía un prodigio: “Encontramos cachamas atascadas en árboles, una res muerta en un potrero y por allá abajó rescataron una marrana de cría y cobraron 400.000 pesos por el rescate”.

Aguas abajo nadie entiende con certeza qué es lo que sucede aguas arriba, en la represa, en las obras de Hidroituango y encuentran en los periodistas a alguien que quizá sepa, pero los periodistas tampoco sabemos muy bien, repetimos lo que dicen los comunicados, los funcionarios, los alcaldes. Lo único que saben los ribereños es que llegado el momento hay que huir a las montañas y para eso Carlos hizo lo propio, un rancho de plástico a doce metros de altura que está al frente de su casa y la de su familia. Abrió una trocha con machete, diseñó unos escalones terrosos con un azadón, despejó el monte con una guadaña y ahí estaba sentado debajo del plástico que caliente con la canícula y con su humor costeño preguntó, retórico: “¿Será que aquí si nos salvamos?”.

El periodista —este periodista que replica y repite— respondió que quizá no, porque si son ciertos lo cálculos de los expertos contratados por la Gobernación de Antioquia, en caso de que la presa se rompa, o de que en su cimiento se abra un boquete, se vendría una mega ola de veintiséis metros de altura, Carlos Carvajal y su familia y sus amigos tendrían pocas posibilidades. Horas después, en la noche del miércoles 16, cuando Puerto Valdivia era un caserío despojado de sus habitantes por la evacuación por alto riesgo, Duvián Sánchez me llamó para preguntar: “¿Cómo están las cosas, se va a venir el muro? Nosotros ya estamos en la parte alta, esperemos que nos podamos salvar”.

Ese mismo miércoles en la mañana, casi quinientos metros más abajo y en la otra orilla, en el caserío de Puerto Nerí recordaban que lo que vivieron el sábado en la noche se pareció a un mal sueño, el mal sueño de cualquiera que vive al lado de un río. El caserío está ubicado en las playas del Cauca y sí habían tenido crecientes en años pasados de las que se habían salvado con escobas y baldes, pero lo de esa vez fue una inundación. Milton Ortiz, un costeño de agua dulce y hablar cantarino, tuvo que escapar, braceando junto a su esposa, de la casa que por años tuvieron como negocio: bailadero, tomadero de aguardiente, puerto, malecón tan pobre.

Ese miércoles en la mañana, antes de que las alarmas alertaran a todas las comunidades aledañas al río, el mismo Milton ayudaba a desarmar su casa-malecón para no terminar de perder la madera y las tejas que habían resistido al embate del agua. “¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Será que si se viene el muro el agua sube mucho?”, preguntó Rosa Álvarez, que veía como deshuesaban la casa de Milton Ortiz, y veía en todo esto una oportunidad: “A mí que me reubiquen en un pueblo, yo ya no quiero vivir acá, que me lleven para Caucasia”. Caucasia, otro pueblo ribereño, no pensó en Yarumal que está tan alto, lejos de cualquier peligro fluvial, pero una vez se vive en el calor abrazador del trópico, es difícil renunciar.  

El caserío se veía arrasado: una Toyota de estacas estaba estancada en medio de la arena, varias casas quedaron arrasadas por la corriente. Adentro se veían los colchones arrumados, los escaparates tirados en el suelo, todo desperdigado después del sacudón que vino con el río. Y, más allá, unas bestias al cuidado de Félix Mármol, un hombre de 57 años y quien se despidió de su esposa el mismo domingo: “Ella se fue porque le dio mucho miedo que se volviera a repetir la subida del agua, yo no me fui porque yo no sé qué más hacer. Imagínese que cuando yo menos pensé vi que las mulitas tenían el agua a mitad del cuerpo y corrí a abrirles el corral, de una salieron corriendo para el monte”. Los campesinos tienen explicaciones naturales, espontáneas, y para Mármol se reduce todo a la reacción de las bestias, las mulas que cuida nunca sintieron la catástrofe que se avecinaba: “Cuando va a temblar o cuando viene una tormenta, ellas se desesperan, se inquietan, pero esta vez no sucedió nada, se mantuvieron así quieticas como las ves usted”. Después de pasar por las pesebreras fuimos directo a su casa: otro cuadrado de madera lleno de tierra hasta el techo con las marcas de agua a mitad de pared, se sentó ahí, con su gordura de harinas y pescado frito y se quedó mirando la cara, digno. No dijo más.  

El río a esa altura tiene unos cuatro metros de hondo, según el cálculo de los pescadores, pero durante los días de taponamiento del túnel, antes de que se inundara la casa de máquinas de Hidroituango, los habitantes pasaban al otro lado a comprar víveres caminando, con el agua apenas hasta la mitad del tronco y los peces se veían rayar en la superficie, como para alcanzarlos con la mano. Pero ese día, ese miércoles mientras se cruzaba en el Johnson, el río daba miedo, daba miedo su bravura escondida, que de pronto se viniera volcando lo que se encontrara por delante. Cruzamos el río dejando esperanzas repetidas: que ya vendrían los funcionarios a censar, a calcular la reparación. El periodista, que no tiene el don de la ubicuidad, repite lo que dicen los funcionarios, las autoridades y lleva consigo las pruebas del desastre.

Tres horas después empezaría la evacuación. En Puerto Valdivia sonó la alarma de todo caos: mujeres corriendo con niños envueltos en cobijas; niños corriendo y apenas llevando un morral en los hombros; hombres con colchones. Todos terminamos en el puente, creyendo que se venía automática la creciente, pero se dilataba. Se dilató, y gracias a Dios, dijeron muchos. Y otro desconfiado dijo ese río lo conocemos, no va a pasar nada. Ya escribí esto: los funcionarios de EPM fueron los primeros en dejar el pueblo; la evacuación corrió por cuenta del ejército, la policía, la Defensa Civil, el Dapard, el Ungrd y una mujer de años tomó un hueso con unas hilachas de carne y de tanta hambre le mandó un zarpazo porque primero había que comer. Arriba, en Hidroituango, 11.000 obreros trataban —tratan aún— de contener, de subir la presa. ¿Qué pasa por la cabeza de esos obreros? ¿Qué se piensa cuando se trata de armar un mastodonte de cemento y piedra que puede salvar la vida de más de cien mil personas? ¿Qué piensan 11.000 obreros que arriesgan la vida y ven debajo de esa gran presa que construyen una filtración de agua constante y furiosa?    

Cuatro días después de la evacuación preventiva, mientras más de 2.000 habitantes de Puerto Valdivia estaban en los albergues de Valdivia —un coliseo, una cancha sintética, un colegio, los problemas normales de todo albergue: las demoras en la comida, la estrechez para dormir, el olor que crece con los días entre carpa y carpa—, los de río abajo seguían en los filos de las montañas esperando a que bajara la gran avalancha prometida que por algunos momentos se volvió tan cierta como ese gran mastodonte de concreto que la impedía, y todo creyeron entonces lo que dijo el mimo gobernador de Antioquia, Luis Pérez, que esto sería peor que el diluvio universal, en una gran declaración de hipérbole de novelista. Mientras tanto desconocidos que pasaban por la carretera se metieron a la casas que pudieron y sacaron lo que encontraban: radios, televisores, estufas, “y ahora quién nos va a responder por eso”, me preguntó Duvián García en una llamada telefónica, “por qué tampoco podemos irnos para el albergue en Valdivia, eso está lejos y no podemos dejarlo todo, tampoco. ¿Y usted si va a abajar por aquí otra vez para que nos diga qué va a pasar?”. Hay algo peor para los damnificados que la avalancha, es estar ciegos, no saber nada, tener la mínima información. Todos los que hable dijeron en cada momento que fueron engañados, que nadie les dijo, que nadie les aviso, que ellos advirtieron que lo peor podía ocurrir, y por eso tanta rabia, como el profesor Adolfo que se dirigió a una cámara de SEMANA allá en el caos del puente y dijo que todo esto era culpa de EPM por no informar a tiempo, una conclusión del apresuramiento, rápida, a mano alzada, pero que cualquiera podía entender, mas no aquella funcionaria de EPM que la vio en video y echaba la parte baja del rostro hacia atrás, como si le oliera mal.

Mientras que todos tratan de mantener la calma, de huir a tiempo, y otros de terminar el muro de presa, no hay conclusiones, no se sabe qué fue exactamente lo que desencadenó el miedo: el derrumbe de un túnel, ¿pero qué falló? Si se puede conocer un río, si se puede adivinar su comportamiento, nadie mejor para advertirlo que los que viven de él, estas familias que llevan en Puerto Valdivia y aguas abajo, diez, veinte, cincuenta años, pescando lo que se pueda —cachamas, tubos, cocaína—, todos ellos coinciden en que siempre han estado ahí y nunca les había tocado una tragedia tal, nunca el agua se les había metido para arrancarles lo poco que habían conseguido, y como repetía la anciana Rosalba Carvajal con su boca desdentada: “A mí que no me digan que fue una creciente, porque las crecientes no las provoca un hombre”.