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¿Hombre de paz?

Uribe buscará una negociación con las Farc, pero en la guerrilla aún soplarán vientos de guerrra por mucho tiempo.

27 de mayo de 2006

En el último cuarto de siglo, cada Presidente elegido en Colombia ha hecho una promesa de paz. Excepto Álvaro Uribe, que hace cuatro años ganó las elecciones con una promesa de guerra. El sueño de Uribe era doblegar a las Farc en el campo de batalla y llevarlas, humilladas, a la mesa de diálogo. El sueño sólo se cumplió a medias. La política de seguridad democrática le ha devuelto al Estado buena parte de la soberanía que había perdido, y le dio a las Fuerzas Militares algo que tenían olvidado: la iniciativa. Al mismo tiempo, las Farc han tenido cuatro años de repliegue, con apariciones esporádicas y brutales, pero muy lejos de crear un clima de desestabilización y colapso como habían prometido. La guerra ha vuelto a su baja intensidad, a ser un asunto principalmente rural, y ser, de nuevo, un problema para los márgenes del país, no para el centro.

Uribe, aunque enarbola los logros de su política de seguridad, ha empezado a enviarle mensajes claros a la guerrilla de que en su segundo gobierno será central la búsqueda de un escenario de negociación política. En las últimas semanas habló de dos aspectos de procedimiento: dijo que estaría dispuesto a un despeje militar, tal como lo propusieron tres países amigos, para adelantar diálogos. También que la Ley de Justicia y Paz que se les aplicará a los paramilitares no servirá para una eventual desmovilización de las guerrillas. Antes, ya Uribe había hablado de que un proceso con las Farc podría terminar en el llamamiento a una asamblea constituyente. Ha hecho estas tímidas manifestaciones de voluntad política en un contexto que ya está maduro para un nuevo escenario de negociación. Tres aspectos son cruciales para Uribe: su legado, los límites de la estrategia militar y la globalización de la economía.

Uribe es el Presidente que, de lejos, ha tenido más gobernabilidad en las últimas décadas. Como todo gran líder, aspira a pasar a la historia como un hombre que cambió el rumbo de la Nación. Por eso, al Presidente no le bastará ser recordado por haber tocado las trompetas de la guerra, sino que aspira a ponerle punto final a un conflicto tremendamente doloroso y prolongado. Si en 2010 la guerra con las Farc sigue en donde está, la sensación de fracaso será demasiado pesada para su imagen. Esa motivación, y el gran capital político que tiene Uribe, después de su abrumadora reelección, son los dos factores más decisivos para que empeñe sus mejores esfuerzos en un proceso de paz. De cómo lo haga depende que se llegue a concretar.

Uribe apostará, seguramente, a mantener la iniciativa militar. Durante la campaña electoral, sin embargo, su oferta de seguridad fue más de lo mismo. Teniendo en cuenta que el Plan Patriota fue diseñado precisamente para llevar a las Farc a la mesa de negociación, y que el principal esfuerzo de este Plan se ha realizado en los tres años anteriores, se puede concluir que su estrategia tendrá pronto un punto de quiebre. Le dará mayor prioridad a golpear cabecillas, desarticular estructuras, y hará un esfuerzo de consolidación de la presencia del Estado en las regiones donde ya está la fuerza pública.

No obstante, el Ejército atraviesa un mal momento. Episodios como la muerte de 10 policías en Jamundí, a manos del Ejército, la semana pasada, revelan que se requieren aún cambios estructurales para poner a los militares a la altura del reto.

Por último está el tema crucial de la economía en un contexto de globalización. Los años que siguen son fundamentales para que el país se inserte en el mundo. Casualmente, el proyecto 2019 que diseñó el propio Uribe, como una idea de país para los próximos años, prevé que Colombia será una poderosa nación agroexportadora. En medio de guerra rural, esa es una meta inalcanzable. Los empresarios colombianos, que pagan impuestos con los cuales se sostiene la guerra, y que gastan hasta un 3 por ciento de sus recursos en seguridad, tienen que enfrentar bloqueos de carreteras, sabotajes a la energía y secuestros. Así, sencillamente, no pueden competir con otros países que producen en paz.

Por eso en los próximos cuatro años no bastará con mostrar caravanas turísticas por las carreteras. La inmensa mayoría de quienes votaron por Uribe espera que él le ponga fin a la guerra. Si no lo logra militarmente, lo acompañarán, sin duda, en una negociación, diferente a la del Caguán, pero negociación al fin y al cabo.

¿Qué piensan las Farc? ¿Es tan urgente para ellas la negociación como lo será para el gobierno? Parecería que no. A pesar de que la guerrilla ha estado golpeada por la ofensiva gubernamental, su estrategia de guerra es de largo plazo. Así lo demostraron en los años anteriores, al dilatar el intercambio humanitario. En medio de la peor ofensiva militar, las Farc jugaron a sobrevivir y conservar sus fuerzas. Posiblemente porque han visto afectados su logística, su comando y sus comunicaciones. Pero también es muy probable que estén actuando con una estrategia calculada para no desgastar sus recursos. Esto indicaría que el escenario de la negociación no está en su horizonte cercano. Experiencias como la salvadoreña demuestran que una guerrilla se prepara para la negociación con acciones ofensivas de impacto, y sólo si en su mente está el fin de la guerra, intentará una ofensiva final.

Las Farc, con la parsimonia que las caracteriza, parecen seguir en un lento acumular de fuerzas, posiblemente para intentar escalar el conflicto hacia el final del segundo gobierno de Uribe, y empujar el péndulo de la opinión nacional hacia una negociación a cualquier precio, en 2010. Al parecer, tendrían los recursos económicos y militares para hacerlo. Los gobiernos de Estados Unidos y Colombia creen que asfixiar económicamente a las Farc es un camino expedito para su derrota. Pero seis años de Plan Colombia no han dejado evidencia de que la guerrilla esté pasando penurias.

La apuesta de la insurgencia sería, entonces, la de desgastar a Uribe hasta el último momento. A la continuación de la ofensiva gubernamental responderían como lo han hecho hasta ahora: con dispersión. Por lo menos durante los dos primeros años. Después, quizá venga una ofensiva que tome al gobierno cansado, en pleno desgaste. Está por verse si sus condiciones militares se lo permiten. La pregunta sigue siendo qué tan debilitadas o fuertes están realmente.

Adicionalmente, se prevé que la guerrilla intente favorecer un escenario de polarización entre derecha e izquierda. Por eso, la manera como actúen los partidos políticos, en particular el uribismo y la izquierda democrática, será crucial. Si desactivar la guerra se pone como el primer objetivo del país, los dos polos tendrían que buscar un punto de encuentro.

Un escenario futuro de negociación no depende tanto de la voluntad de cada uno de los actores, como de la percepción que ellos tienen sobre lo que ganan o pierden continuando en la guerra. Como están las cosas, a Uribe le favorece iniciar un diálogo en el mediano plazo. Eso implica estrenar un modelo distinto al que usó con los paramilitares. Requiere una estrategia de largo aliento que no se quede anclada en la mecánica de la negociación, sino que apunte a resolver los grandes conflictos del país. En una mesa con las Farc será crucial la agenda y, sin duda, requerirá un esfuerzo de mediación internacional. Si el gobierno espera ponerle fin al conflicto, tendrá que abrirle camino a un horizonte de reformas. Y nadie más que Álvaro Uribe, con el respaldo que posee entre los sectores empresariales y las elites gobernantes, podría hacerlo. La gran pregunta es si tiene la voluntad para dedicar los próximos años a una tarea tan arriesgada y difícil.

Las Farc, que están cada vez más aisladas del mundo, que han vuelto a instalarse en lo más profundo de la manigua y que son desdeñadas incluso por la izquierda democrática, tendrían que valorar la oportunidad de una negociación con Uribe, un Presidente que tiene una legitimidad tan sorprendente, que puede jugar con ella en cualquier escenario: tanto en la guerra, como en la paz.