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C O N F L I C T O

Ideas bajo el fuego

En momentos en que más se necesita de su inteligencia para salir de la crisis y reconstruir el país la guerra tiene a los intelectuales entre el miedo, el exilio y la muerte. ¿Qué significa esto para Colombia?

27 de noviembre de 2000

Por las medidas de seguridad parece la entrada a una prisión, a la oficina de un magnate o a la embajada gringa. Hay que pasar primero el detector de metales. Luego una puerta blindada. Y, por último, una reja metálica que sólo se abre con acceso digital. Pero en realidad es tan sólo la rutina diaria para entrar a las oficinas de los investigadores del Cinep, el centro de investigación social de los jesuitas en Bogotá.

Su protección es sólo una medida del miedo ante las serias amenazas que reciben constantemente. Del mismo tipo de las que se concretaron en el asesinato el año pasado de los profesores Jesús A. Bejarano y Hernán Henao y que han llevado al exilio a ocho investigadores del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional (Iepri), al cierre del programa Pedagogía de la Tolerancia de la Universidad de Antioquia y al silenciamiento progresivo de los intelectuales que participan en el debate público sobre el conflicto armado.

La academia ya no se encuentra en una torre de marfil porque esta guerra, como cualquier otra, se libra en dos frentes: en el terreno militar y en el del pensamiento.

La primera batalla, la disputa por ganar poder territorial, se da mediante las tomas, los secuestros, las masacres y los enfrentamientos armados. La otra es más sutil. Es la lucha por controlar la interpretación del conflicto porque los violentos creen que de la explicación que se imponga sobre de qué se trata esta guerra dependerán las estrategias oficiales para enfrentarla.

Y como los que interpretan el conflicto son principalmente los intelectuales, son también ellos los que cada vez más están en la mira de los guerreros. Es claro que dos interpretaciones sobre el mismo conflicto llevan a estrategias radicalmente diferentes para su resolución. Basta analizar un ejemplo.

El sociólogo Alfredo Molano, autor de varios libros sobre colonización y guerrilla en Colombia, hoy exiliado en Europa por amenazas de los paramilitares, consideraba que las Farc buscaban convertirse en un partido de oposición al sistema dentro de una legalidad que les diera verdaderas garantías para hacer política sin poner los muertos que puso la Unión Patriótica.

“La negociación, si se quiere —afirmaba Molano en un artículo en 1994— podría versar sólo sobre garantías. Pero ahí comienza la dificultad porque una de las características esenciales del sistema político colombiano es su incapacidad para permitir la oposición”.

Con una interpretación opuesta, el general Harold Bedoya consideraba que la guerrilla era en realidad el tercer cartel del narcotráfico y que por lo tanto tocaba enfrentarla como a unos bandoleros.

De su versión del conflicto Molano concluía que el camino para alcanzar la paz era reformar la estructura actual del poder, democratizando las Fuerzas Armadas, los medios de comunicación y la posesión de la tierra y los recursos naturales. Y que para ello se requería voluntad de paz de la guerrilla pero también del establecimiento, conceptos todos que nutren hoy la agenda de negociación en el Caguán.

De la visión de Bedoya, por el contrario, se concluía que para lograr la paz se tenía que debilitar a la guerrilla acabando con el narcotráfico, interpretación que finalmente acogió la oficina del general MacCaffrey, ex zar antidrogas de Estados Unidos y que fue la que se impuso en el diseño de la versión final del Plan Colombia, que contempla como uno de sus ejes fundamentales acabar con los cultivos de coca en el Putumayo.



Intelectuales a distancia

Con la aprobación del aporte de Estados Unidos al Plan, que contiene más de 600 millones de dólares en helicópteros, la influencia de Washington sobre la guerra colombiana se ha ido incrementando paulatinamente. La directriz de hace dos meses del presidente Andrés Pastrana a los militares que les ordena no obstaculizar las investigaciones de los jueces civiles a miembros de la institución y el relevo hace dos semanas de 388 oficiales, varios de ellos acusados de violaciones a los derechos humanos, son sólo dos indicios de la reingeniería que comienza a ser impulsada por el Tío Sam. Y para los guerreros, en ese viraje tuvieron que ver las opiniones de los intelectuales.

“Los intelectuales han jugado un papel en el ensamblaje Bogotá-Washington”, ratifica un experto en el tema que reservó su nombre por razones de seguridad. Aunque no es posible medir qué tanto han influido las ideas de los pensadores colombianos en las decisiones del gobierno estadounidense, sí es cierto que existen coincidencias, quizá porque en el mundo entero el respeto a valores como los derechos humanos y la libertad se han vuelto inescapables. Y quienes piensen en soluciones a la guerra en Bogotá o en Washington los reivindican.

Intelectuales que han pensado a fondo el conflicto, como Eduardo Pizarro, ex director del Iepri y sobreviviente de un atentado el 22 de diciembre de 1999 que lo obligó a irse del país, han dicho que son partidarios de una reforma estructural del Ejército, que lo haga más fuerte y legítimo por su respeto de los derechos humanos.

“La reingeniería de la institución implica hacer un juicio de responsabilidades sobre cuál ha sido la falla de la estrategia militar”, dice el analista que guardó reserva de su nombre porque aún está en el país. “Esa necesidad de reconocer y juzgar el pasado y presente de la guerra hace que la opinión de los intelectuales y de quienes han recogido la memoria del conflicto pueda volverse crítica”.

Por eso varios analistas consultados por SEMANA consideran que parte de las amenazas a profesores y pensadores provienen de lo que ambiguamente se llama como paramilitarismo. Es este sector, del que Carlos Castaño dice diferenciarse, y que lo definieron varias personas consultadas como una amalgama de miembros aislados en el Ejército, oficiales retirados, jefes del narcotráfico y de las autodefensas. Los entrevistados coincidieron en que para defender sus intereses ideológicos este grupo persigue a todo aquel que percibe como una amenaza.

La creciente intervención norteamericana en el conflicto colombiano también ha volteado los ojos de Europa sobre el país y, sobre todo, sus oídos a lo que tiene que decir la inteligencia colombiana. Sólo en octubre la plana mayor de la cancillería sueca invitó a algunos para que les explicaran la problemática actual con el fin de adoptar una postura frente a los derechos humanos y el Plan Colombia. Lo mismo hizo la embajada de Francia en un almuerzo esta semana, sólo para citar dos países europeos. Esto sin contar que el ex embajador de Estados Unidos, Curtis Kamman, hizo en Washington un curso intensivo de un día sobre el conflicto antes de venir y algunos de sus profesores eran intelectuales colombianos.

La razón de todo esto es que, a diferencia de Colombia, donde los académicos en el área de la política son por lo general despreciados por quienes definen las políticas públicas, en Europa y Estados Unidos son percibidos como un sector fundamental para ayudar a comprender la compleja situación colombiana. “Estos intelectuales adquirieron una presencia y una visibilidad mucho mayores que antes por el descrédito creciente de los partidos, por su valorización de la democracia y por su mejor formación”, afirma Daniel Pecaut, historiador francés experto en la violencia colombiana.

Además con la globalización y el acceso a la tecnología ya ni siquiera toca viajar para mantener un flujo constante de información. Basta con tener una cuenta de correo electrónico.



Pienso, luego desisto

Del lado de la guerrilla también provienen amenazas. Inclusive no se sabe aún si algunos de los intelectuales asesinados o amedrentados han sido atacados por la guerrilla o por los paramilitares. El libro-bomba que le envió el año pasado el ELN a Plinio Apuleyo Mendoza, quien ha defendido la idea de que la guerrilla no está realmente interesada en la paz y que por lo tanto para combatirla el Estado debe adelantar una estrategia política, militar y económica para acabar la subversión, lo llevó al exilio. Lo mismo le sucedió al jurista Rafael Nieto Loaiza luego de plantear públicamente porqué, según el derecho internacional humanitario, las Farc no cumplían los requisitos necesarios para adquirir el estatus de beligerancia que tanto reclaman.

“La estrategia de todos está orientada a imponer una polarización, explica Pecaut. Todos rechazan por igual la idea de la neutralidad. En estas condiciones, atemorizar a los intelectuales y obligarlos a callar o a salir del país constituyen una manera de librarse de un sector que incomoda por su independencia y cuyos planteamientos pueden tener eco afuera”.

Así como los armados fuerzan a la gente a tomar partido en los pueblos que se disputan, de alguna forma pretenden hacer lo mismo con los intelectuales. Si un investigador explica en una columna de un periódico que las autodefensas de Castaño han ido construyendo una base social fuerte y que por lo tanto se debería negociar con ellos también, le comienzan a llegar las amenazas de la guerrilla. Si, por el contrario, alerta sobre lo que está pasando en zonas del país como Pacho (Cundinamarca) o Urabá, donde en aras de lograr una seguridad se está creando un orden totalitario por los paramilitares, queda en la mira de las autodefensas.

Hace dos años, por ejemplo, a varios investigadores de Bogotá y Antioquia les llegó un regalo de Castaño. Era el Libro negro del comunismo con su dedicatoria. Este libro salió en Francia hace tres años y causó una gran polémica porque recapitulaba de la manera más metódica todos los crímenes cometidos en la Unión Soviética bajo el régimen comunista y revelaba además documentos de cómo los intelectuales de izquierda, en un país como Francia, donde tenían tanta influencia, habían callado siguiendo la consigna del filósofo Jean-Paul Sartre de que es mejor estar equivocado con el Partido Comunista que acertar sin él. Con este regalo Castaño reiteraba lo que ha dicho en algunas entrevistas: que hay una serie de intelectuales que no ven sino por el ojo izquierdo. Una amenaza velada que no pasa inadvertida por los investigadores que, si no se van del país, optan por reorientar sus investigaciones o hacerlas sin debatirlas en los medios.



Paz sin munición

La censura a los intelectuales es grave para el proceso de paz porque lo deja cada vez más en manos de los fusiles. “Su silenciamiento puede ser una fuente de empobrecimiento de la reflexión colectiva que requiere el país para afrontar las áreas de la paz. De la imaginación de nuevas vías, de nuevos instrumentos de negociación, de nuevos espacios de reencuentro”, afirma un investigador desde su exilio.

En parte la encrucijada a la que ha llegado el proceso con las Farc y la incapacidad de ELN y gobierno para conseguir un espacio de negociación obedecen a que no han desarrollado un discurso político que haga viable una discusión de fondo sobre el poder. Y en eso, en explicar las demandas de las partes en términos políticos, son fundamentales los aportes intelectuales.

Y lo que es más grave es que esta ausencia de debate sobre la coyuntura actual comienza a contagiar a las universidades, a donde las autodefensas y la guerrilla intentan llevar su lucha. La mayoría de los estudiantes, que no están de acuerdo con ninguno de los extremos, optan por blindarse actuando indiferentes al debate. El ejemplo más dramático fue el que se vivió durante la asamblea que siguió al asesinato de un patrullero de la Policía en una protesta por la visita de Bill Clinton. En el auditorio León de Greiff no cabía ni una aguja cuando un estudiante se paró y dijo: “La muerte del policía no fue un crimen, fue una muerte en combate”. Los cientos de asistentes cayeron en un silencio sepulcral. Finalmente un profesor replicó con un discurso sobre la necesidad de dejar a la universidad por fuera de la guerra. Los demás se quedaron callados.

Un país, y más uno en guerra, necesita de su inteligencia para encontrar salidas y el pensamiento libre es indispensable para que los colombianos se atrevan a mirarse en el espejo y darse cuenta de que la única munición para acabar con la guerra son las ideas.






El próximo 2 de Noviembre a las 6:00 p.m. vea el Por las medidas de seguridad parece la entrada a una prisión, a la oficina de un magnate o a la embajada gringa. Hay que pasar primero el detector de metales. Luego una puerta blindada. Y, por último, una reja metálica que sólo se abre con acceso digital. Pero en realidad es tan sólo la rutina diaria para entrar a las oficinas de los investigadores del Cinep, el centro de investigación social de los jesuitas en Bogotá.

Su protección es sólo una medida del miedo ante las serias amenazas que reciben constantemente. Del mismo tipo de las que se concretaron en el asesinato el año pasado de los profesores Jesús A. Bejarano y Hernán Henao y que han llevado al exilio a ocho investigadores del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional (Iepri), al cierre del programa Pedagogía de la Tolerancia de la Universidad de Antioquia y al silenciamiento progresivo de los intelectuales que participan en el debate público sobre el conflicto armado.

La academia ya no se encuentra en una torre de marfil porque esta guerra, como cualquier otra, se libra en dos frentes: en el terreno militar y en el del pensamiento.

La primera batalla, la disputa por ganar poder territorial, se da mediante las tomas, los secuestros, las masacres y los enfrentamientos armados. La otra es más sutil. Es la lucha por controlar la interpretación del conflicto porque los violentos creen que de la explicación que se imponga sobre de qué se trata esta guerra dependerán las estrategias oficiales para enfrentarla.

Y como los que interpretan el conflicto son principalmente los intelectuales, son también ellos los que cada vez más están en la mira de los guerreros. Es claro que dos interpretaciones sobre el mismo conflicto llevan a estrategias radicalmente diferentes para su resolución. Basta analizar un ejemplo.

El sociólogo Alfredo Molano, autor de varios libros sobre colonización y guerrilla en Colombia, hoy exiliado en Europa por amenazas de los paramilitares, consideraba que las Farc buscaban convertirse en un partido de oposición al sistema dentro de una legalidad que les diera verdaderas garantías para hacer política sin poner los muertos que puso la Unión Patriótica.

“La negociación, si se quiere —afirmaba Molano en un artículo en 1994— podría versar sólo sobre garantías. Pero ahí comienza la dificultad porque una de las características esenciales del sistema político colombiano es su incapacidad para permitir la oposición”.

Con una interpretación opuesta, el general Harold Bedoya consideraba que la guerrilla era en realidad el tercer cartel del narcotráfico y que por lo tanto tocaba enfrentarla como a unos bandoleros.

De su versión del conflicto Molano concluía que el camino para alcanzar la paz era reformar la estructura actual del poder, democratizando las Fuerzas Armadas, los medios de comunicación y la posesión de la tierra y los recursos naturales. Y que para ello se requería voluntad de paz de la guerrilla pero también del establecimiento, conceptos todos que nutren hoy la agenda de negociación en el Caguán.

De la visión de Bedoya, por el contrario, se concluía que para lograr la paz se tenía que debilitar a la guerrilla acabando con el narcotráfico, interpretación que finalmente acogió la oficina del general MacCaffrey, ex zar antidrogas de Estados Unidos y que fue la que se impuso en el diseño de la versión final del Plan Colombia, que contempla como uno de sus ejes fundamentales acabar con los cultivos de coca en el Putumayo.



Intelectuales a distancia

Con la aprobación del aporte de Estados Unidos al Plan, que contiene más de 600 millones de dólares en helicópteros, la influencia de Washington sobre la guerra colombiana se ha ido incrementando paulatinamente. La directriz de hace dos meses del presidente Andrés Pastrana a los militares que les ordena no obstaculizar las investigaciones de los jueces civiles a miembros de la institución y el relevo hace dos semanas de 388 oficiales, varios de ellos acusados de violaciones a los derechos humanos, son sólo dos indicios de la reingeniería que comienza a ser impulsada por el Tío Sam. Y para los guerreros, en ese viraje tuvieron que ver las opiniones de los intelectuales.

“Los intelectuales han jugado un papel en el ensamblaje Bogotá-Washington”, ratifica un experto en el tema que reservó su nombre por razones de seguridad. Aunque no es posible medir qué tanto han influido las ideas de los pensadores colombianos en las decisiones del gobierno estadounidense, sí es cierto que existen coincidencias, quizá porque en el mundo entero el respeto a valores como los derechos humanos y la libertad se han vuelto inescapables. Y quienes piensen en soluciones a la guerra en Bogotá o en Washington los reivindican.

Intelectuales que han pensado a fondo el conflicto, como Eduardo Pizarro, ex director del Iepri y sobreviviente de un atentado el 22 de diciembre de 1999 que lo obligó a irse del país, han dicho que son partidarios de una reforma estructural del Ejército, que lo haga más fuerte y legítimo por su respeto de los derechos humanos.

“La reingeniería de la institución implica hacer un juicio de responsabilidades sobre cuál ha sido la falla de la estrategia militar”, dice el analista que guardó reserva de su nombre porque aún está en el país. “Esa necesidad de reconocer y juzgar el pasado y presente de la guerra hace que la opinión de los intelectuales y de quienes han recogido la memoria del conflicto pueda volverse crítica”.

Por eso varios analistas consultados por SEMANA consideran que parte de las amenazas a profesores y pensadores provienen de lo que ambiguamente se llama como paramilitarismo. Es este sector, del que Carlos Castaño dice diferenciarse, y que lo definieron varias personas consultadas como una amalgama de miembros aislados en el Ejército, oficiales retirados, jefes del narcotráfico y de las autodefensas. Los entrevistados coincidieron en que para defender sus intereses ideológicos este grupo persigue a todo aquel que percibe como una amenaza.

La creciente intervención norteamericana en el conflicto colombiano también ha volteado los ojos de Europa sobre el país y, sobre todo, sus oídos a lo que tiene que decir la inteligencia colombiana. Sólo en octubre la plana mayor de la cancillería sueca invitó a algunos para que les explicaran la problemática actual con el fin de adoptar una postura frente a los derechos humanos y el Plan Colombia. Lo mismo hizo la embajada de Francia en un almuerzo esta semana, sólo para citar dos países europeos. Esto sin contar que el ex embajador de Estados Unidos, Curtis Kamman, hizo en Washington un curso intensivo de un día sobre el conflicto antes de venir y algunos de sus profesores eran intelectuales colombianos.

La razón de todo esto es que, a diferencia de Colombia, donde los académicos en el área de la política son por lo general despreciados por quienes definen las políticas públicas, en Europa y Estados Unidos son percibidos como un sector fundamental para ayudar a comprender la compleja situación colombiana. “Estos intelectuales adquirieron una presencia y una visibilidad mucho mayores que antes por el descrédito creciente de los partidos, por su valorización de la democracia y por su mejor formación”, afirma Daniel Pecaut, historiador francés experto en la violencia colombiana.

Además con la globalización y el acceso a la tecnología ya ni siquiera toca viajar para mantener un flujo constante de información. Basta con tener una cuenta de correo electrónico.



Pienso, luego desisto

Del lado de la guerrilla también provienen amenazas. Inclusive no se sabe aún si algunos de los intelectuales asesinados o amedrentados han sido atacados por la guerrilla o por los paramilitares. El libro-bomba que le envió el año pasado el ELN a Plinio Apuleyo Mendoza, quien ha defendido la idea de que la guerrilla no está realmente interesada en la paz y que por lo tanto para combatirla el Estado debe adelantar una estrategia política, militar y económica para acabar la subversión, lo llevó al exilio. Lo mismo le sucedió al jurista Rafael Nieto Loaiza luego de plantear públicamente porqué, según el derecho internacional humanitario, las Farc no cumplían los requisitos necesarios para adquirir el estatus de beligerancia que tanto reclaman.

“La estrategia de todos está orientada a imponer una polarización, explica Pecaut. Todos rechazan por igual la idea de la neutralidad. En estas condiciones, atemorizar a los intelectuales y obligarlos a callar o a salir del país constituyen una manera de librarse de un sector que incomoda por su independencia y cuyos planteamientos pueden tener eco afuera”.

Así como los armados fuerzan a la gente a tomar partido en los pueblos que se disputan, de alguna forma pretenden hacer lo mismo con los intelectuales. Si un investigador explica en una columna de un periódico que las autodefensas de Castaño han ido construyendo una base social fuerte y que por lo tanto se debería negociar con ellos también, le comienzan a llegar las amenazas de la guerrilla. Si, por el contrario, alerta sobre lo que está pasando en zonas del país como Pacho (Cundinamarca) o Urabá, donde en aras de lograr una seguridad se está creando un orden totalitario por los paramilitares, queda en la mira de las autodefensas.

Hace dos años, por ejemplo, a varios investigadores de Bogotá y Antioquia les llegó un regalo de Castaño. Era el Libro negro del comunismo con su dedicatoria. Este libro salió en Francia hace tres años y causó una gran polémica porque recapitulaba de la manera más metódica todos los crímenes cometidos en la Unión Soviética bajo el régimen comunista y revelaba además documentos de cómo los intelectuales de izquierda, en un país como Francia, donde tenían tanta influencia, habían callado siguiendo la consigna del filósofo Jean-Paul Sartre de que es mejor estar equivocado con el Partido Comunista que acertar sin él. Con este regalo Castaño reiteraba lo que ha dicho en algunas entrevistas: que hay una serie de intelectuales que no ven sino por el ojo izquierdo. Una amenaza velada que no pasa inadvertida por los investigadores que, si no se van del país, optan por reorientar sus investigaciones o hacerlas sin debatirlas en los medios.



Paz sin munición

La censura a los intelectuales es grave para el proceso de paz porque lo deja cada vez más en manos de los fusiles. “Su silenciamiento puede ser una fuente de empobrecimiento de la reflexión colectiva que requiere el país para afrontar las áreas de la paz. De la imaginación de nuevas vías, de nuevos instrumentos de negociación, de nuevos espacios de reencuentro”, afirma un investigador desde su exilio.

En parte la encrucijada a la que ha llegado el proceso con las Farc y la incapacidad de ELN y gobierno para conseguir un espacio de negociación obedecen a que no han desarrollado un discurso político que haga viable una discusión de fondo sobre el poder. Y en eso, en explicar las demandas de las partes en términos políticos, son fundamentales los aportes intelectuales.

Y lo que es más grave es que esta ausencia de debate sobre la coyuntura actual comienza a contagiar a las universidades, a donde las autodefensas y la guerrilla intentan llevar su lucha. La mayoría de los estudiantes, que no están de acuerdo con ninguno de los extremos, optan por blindarse actuando indiferentes al debate. El ejemplo más dramático fue el que se vivió durante la asamblea que siguió al asesinato de un patrullero de la Policía en una protesta por la visita de Bill Clinton. En el auditorio León de Greiff no cabía ni una aguja cuando un estudiante se paró y dijo: “La muerte del policía no fue un crimen, fue una muerte en combate”. Los cientos de asistentes cayeron en un silencio sepulcral. Finalmente un profesor replicó con un discurso sobre la necesidad de dejar a la universidad por fuera de la guerra. Los demás se quedaron callados.

Un país, y más uno en guerra, necesita de su inteligencia para encontrar salidas y el pensamiento libre es indispensable para que los colombianos se atrevan a mirarse en el espejo y darse cuenta de que la única munición para acabar con la guerra son las ideas.






El próximo 2 de Noviembre a las 6:00 p.m. vea el
debate en línea entre Alfredo Molano, Eduardo Pizano y Juan Tokatlián.




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