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Iván Duque. El presidente Duque aún tiene tiempo para construir gobernabilidad, para lo cual tiene que buscar consensos, ajustar su mensaje y sintonizarse con la opinión

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Duque: ¿Llegó el momento de dar un timonazo?

¿Es hora de que el presidente Duque introduzca ajustes en su gobierno? Análisis de SEMANA.

7 de diciembre de 2018

Las últimas semanas no han sido fáciles para el estado de ánimo del país. La expectativa le ha dado paso ahora a la zozobra. La opinión pública es cada día más pesimista y en muchos círculos se preguntan para dónde va el país. El escándalo de Odebrecht –y el dramático debate llevado a cabo en el Senado– exacerbó aún más la percepción de incertidumbre sobre el futuro. Al fin y al cabo, estuvieron involucrados verdaderos pesos pesados tanto de la política como del sector privado.

La figura del fiscal ad hoc, como fórmula para resolver el entuerto, enredó aún más el ambiente. La terna que presentó el presidente Iván Duque a la Corte Suprema no convenció del todo. Tanto es así que la corte la devolvió después de la renuncia de una de las candidatas. Apenas el mandatario la dio a conocer, comenzó un duro debate sobre la misma. Las críticas no llegaron por falta de idoneidad de quienes la conforman, sino por otros factores. No aparecieron en la lista grandes figuras de reconocida credibilidad y, por el contrario, en algunas de ellas hay señales de incompatibilidades o de requisitos que no cumplen para aspirar al cargo. Para no hablar de su inconveniente militancia ideológica. Esa oportunidad para corregir el rumbo se convirtió en un elemento más de controversia.

No solo ese evento ha golpeado la psicología del país. El Congreso está a punto de terminar una de las legislaturas más lúgubres que recuerden los colombianos, en especial para un primer año de gobierno, el periodo más fértil para pasar grandes reformas según la tradición. La semana pasada se hundió la de la justicia. La tributaria se ha transformado para avanzar en un verdadero Frankenstein, al que ya poco o nada le queda de su espíritu inicial, que contenía importantes propósitos de cambios estructurales. Tanto es así que muchos economistas de renombre han advertido que es mejor que se hunda a que pase como está.

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Los proyectos de la consulta anticorrupción, pomposamente presentados por el gobierno, tampoco avanzaron. La mesa de concertación, un interesante espacio donde el gobierno podía discutir los temas con los opositores, quedó a la deriva. Y en la reforma política, reducida a su mínima expresión, se han debilitado también las expectativas de cambios indispensables. Las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo, modificadas por el sano y necesario intento del presidente Duque de acabar con la mermelada, están perfilándose como una crisis de gobernabilidad.

Las causas son conocidas. El debate sobre los impuestos siempre se vuelve costoso para el gobierno de turno. Las protestas de los estudiantes en las calles son una muestra más de inconformidad. La entrada masiva de venezolanos es un problema gravísimo y sin solución aparente. Los brotes de rechazo y xenofobia ya empiezan a aparecer, sobre todo en la frontera, y son preocupantes.

A todo esto se suma que el partido de gobierno hasta ahora parece a veces haberse convertido en una piedra en el zapato para el presidente. Hay quienes dicen que el Centro Democrático le ha hecho más daño al gobierno que la oposición.

El panorama es incierto pero no crítico. En el fondo en el país hay más pesimismo que crisis. El gobierno está a tiempo de dar un timonazo necesario en su estrategia política y en el tipo de liderazgo del presidente. Pero requiere realismo y cabeza fría. El mandatario más joven en décadas ha perdido apoyo entre los colombianos de las nuevas generaciones. Las relaciones entre el gobierno y el Centro Democrático no son fluidas ni constructivas, y las recientes gestiones del exmandatario para cerrar filas en torno a Duque aún no han producido resultados ni han logrado generar confianza. El hecho es que la estrategia política de la Casa de Nariño requiere rectificaciones.

El presidente Duque debe pulir su narrativa sobre la situación actual del país y sus prioridades para resolver problemas

El mensaje del presidente es muy disperso. En sus discursos, intervenciones, entrevistas y consejos comunitarios queda claro que conoce los temas, pero que aún no ha definido el rumbo. ¿Con qué asocian los colombianos a su presidente? Con la economía naranja, una causa importante a la que le falta explicación y no despierta pasiones. El llamado a la equidad sí las despierta, pero la falta de gobernabilidad obstaculiza su materialización. Sobre el proceso de paz Duque ha mantenido una posición realista y objetiva que a su vez le ha costado prestigio con su base.

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Pero el meollo de todo lo anterior en una u otra forma tiene que ver con las relaciones con el Congreso. Su cruzada para acabar con la mermelada ha tenido como resultado que el Legislativo tiene bloqueado al presidente. Un país hastiado con el clientelismo y con la corrupción lo apoya en este propósito. Sin embargo, hasta ahora sus esfuerzos no han dado frutos.

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El problema en plata blanca ha sido la desaparición de los cupos indicativos y de las cuotas burocráticas para los congresistas. Eliminar ese vicio ancestral no podía ser fácil, pero la inflexibilidad del gobierno en ciertos aspectos no ha contribuido a solucionarlo.

El asunto se puede dividir en dos. Los cupos indicativos deben desaparecer en su totalidad. Aunque son la tercera versión de los famosos auxilios parlamentarios, se han convertido en una fuente de corrupción. Es legítimo que los congresistas quieran llevarle obras a sus regiones. También lo es que hagan lobbying por esos recursos. Pero lo que no funciona es delegar la contratación y la ejecución de los mismos a roscas regionales, en las que cada uno de los protagonistas saca una tajada y la obra con frecuencia queda inconclusa.

Pero sí puede haber flexibilidad en la representatividad política. El presidente Duque, para cumplir su propuesta de campaña, nombró un gabinete técnico, renovador y paritario no dependiente directamente de los partidos políticos. Eso tiene dos caras: beneplácito nacional y frustración en el Congreso. Los ministros conocen los temas de sus carteras, pero no tienen la cancha para sacar adelante los proyectos en el Legislativo. El último ejemplo fue el hundimiento de la reforma a la justicia.

Buscar acuerdos sobre los grandes temas entre las fuerzas políticas no tiene porque ser sinónimo de clientelismo o mermelada

Esa falta de representatividad política tiene al Congreso en operación tortuga. Detrás de esto hay consideraciones burocráticas. Como poner en práctica la política de cero mermelada implica no ceder a las presiones clientelistas del Parlamento, la nómina del gobierno tiene vasos comunicantes claros con el Capitolio. Duque le ha dado muchos puestos importantes al uribismo y este se siente maltratado. Los otros partidos aún más, ya que les piden apoyar al gobierno sin retribución de ninguna clase. Además, según algunas fuentes, cuando un senador o un representante quiere hablar con el presidente, lo remiten a la página web de la Presidencia para que pida una cita.


Las relaciones con el Congreso han estado marcadas por el desconcierto que ha implicado el cambio en la manera de relacionarse con el Ejecutivo y por la ausencia de ministros con espíritu político, entre otras razones. 

Por lo anterior, hace mucho no se veían tantas voces, en una etapa tan temprana de un gobierno, que claman por cambios en el gabinete. Se especula, incluso, que podría haber relevos muy pronto. De ser verdad, el presidente haría algunos ajustes para, sin renunciar a su intención de acabar con la mermelada, lograr una gobernabilidad que hoy no tiene.

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En todas las democracias hay fórmulas de entendimiento entre la Presidencia y los partidos, por medio de la representación de estos en el gobierno. Eso forma coaliciones y garantiza mayorías. Es posible construir coaliciones sobre acuerdos programáticos con los partidos que encabezarán las carteras. Los partidos se pueden comprometer con sacar adelante y apoyar en el Congreso una agenda política. Eso requiere que el presidente nombre ministros que tengan el apoyo de los partidos de la coalición y que a su vez estos tengan ascendencia sobre las bancadas. Representatividad política no necesariamente significa mermelada.

No hay razones para que Duque no pueda construir una convergencia de las fuerzas que en los últimos años se habían alineado en orillas distintas. Su gobierno apenas comienza y el Congreso ha dado señales de estar dispuesto a trabajar con él. Duque ha demostrado un talante conciliador y no tiene la oposición feroz que tuvo su antecesor. Solo falta un timonazo del capitán.