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Imagen de archivo tomada el 5 de junio 1999 que muestra al papa Juan Pablo II durante su séptimo peregrinaje a Polonia. | Foto: EFE/Janusz Mazur

EL HOMBRE DEL SIGLO

Juan Pablo II

Carl Bernstein, el famoso periodista de Watergate, analiza en exclusiva para SEMANA el papel que jugó el Papa polaco en la caída del comunismo y la verdadera dimensión histórica del Pontífice.

10 de enero de 2000

El siglo XX fue signado por las matanzas, el totalitarismo y por un progreso tecnológico mayor que la suma de todos los avances logrados por el hombre durante los 2.000 años anteriores: dos guerras mundiales, el nazismo, el fascismo, el comunismo... la división del átomo, la erradicación de enfermedades, la pavimentación de carreteras por las que circulan los automotores a más de una milla por minuto, la liberación de la mujer, la transmisión de señales de radio y televisión a los hogares, el envío de hombres y mujeres al espacio.

SEMANA ha hecho una elección audaz y provocadora para su propuesta de Hombre del Siglo: no optó por Hitler o Lenin, ni por Einstein, Henry Ford, Roosevelt, Churchill ni Stalin. En vez de ello la revista ha elegido a un Papa que cobró

preeminencia en una era en la cual se declaró la muerte de Dios; un hombre de Polonia que laboró bajo el nazismo y el comunismo y que utilizó su cargo para derrotar pacíficamente al sistema comunista en su tierra natal, abriendo las esclusas para que el influjo de la libertad ahogara la opresión marxista-leninista en el resto de Europa; un hombre que luego predicó contra los excesos del capitalismo con el mismo fervor con el cual enfrentó la tiranía del comunismo.

A través de todos estos tiempos este hombre piloteó a su propia Iglesia de regreso a la jerarquía autoritaria, prohibió la ordenación de mujeres, tronó contra la sexualidad moderna, e inclusive habló contra muchos de los axiomas de la propia modernidad. En un siglo en el cual el relativismo moral casi llega a convertirse en una ideología global, él predicó, llegado el milenio, que la humanidad debe regresar a un conjunto de certidumbres morales inamovibles. El progreso técnico y el progreso material, nos ha dicho, no han hecho mayor cosa para contrarrestar el esclavizamiento del espíritu.

De este modo, al finalizar el siglo, en el momento del paso al nuevo milenio, SEMANA ha elegido como su modelo heroico a un hombre que parece encarnar la antítesis del espíritu que preside su Era. No obstante, se trata de un gigante, tal vez el gigante de su tiempo. Ha ocupado su cargo durante 21 años y lo han visto y escuchado más personas que a cualquier otro individuo en la historia del planeta. Es, sin embargo, su especial combinación de poder espiritual e ingenio geopolítico la que lo ha hecho único. Verdaderamente es su poder, su misticismo (porque él es un verdadero místico), la verdadera fuente de su ingenio geopolítico, el manantial que informa y guía las elecciones que ha efectuado en el ámbito político.

Es obvio que Karol Wojtyla, quien se convirtió en Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Romana el 16 de octubre de 1978, fue elegido por SEMANA debido al papel que jugó en la caída del comunismo. ¿De cuántas divisiones dispone el Papa?, preguntó Stalin en una de sus frases célebres. Sus herederos, Brezhnev y Gorbachov, recibieron una respuesta que primero los confundió y luego los inmovilizó:



¡Proletarios de todos

los países, uníos!

SECRETO MAXIMO

ARCHIVO ESPECIAL



... Solidaridad, considerado como un solo grupo y en sus distintas facciones, se está preparando para chantajear a las autoridades nuevamente, planteando varias exigencias de índole política... Walesa y los extremistas... el mismo Walesa y el clero católico que lo respalda, no tienen ninguna intención de reducir la presión... No deberíamos ignorar la eventualidad de que los extremistas puedan tomar el control de Solidaridad, con todas sus consecuencias obvias.



Estas fueron las advertencias del Politburó Soviético en una evaluación notablemente seca y brusca del poder de las fuerzas papales dos años después de que Karol Wojtyla se convirtiera en Sumo Pontífice. La verdad es que las huelgas que sacudieron a Polonia en el verano de 1980 no eran simples huelgas: eran insurrecciones políticas de la contrarrevolución, tal como las definió correctamente Brezhnev. Este movimiento, al igual que todas las revoluciones sociales históricas, combinó una constelación de fuerzas de formidable poderío: los trabajadores, la intelligentsia y la Iglesia, las cuales jamás se habían unido de manera tan decisiva en un país comunista. Lo que las unió fue la mano guía del Papa Juan Pablo II, el Papa polaco que entendía a su país mucho mejor que cualquiera de quienes se hallaban en Moscú. El instrumento que avasalló a los comunistas de Polonia fue Solidaridad, la primera alianza anticomunista de trabajadores en un estado de los trabajadores. Lech Walesa, un electricista de Gdansk, fue el líder de las tropas de la unión en el campo de batalla; pero su comandante general se encontraba en el Vaticano asegurándose de que esta revolución de trabajadores se mantuviera pacífica (tarea difícil). Juan Pablo II también fue el protector de la revolución. Si hubo un solo hecho que le imposibilitó a la Unión Soviética una invasión de Polonia similar a las que realizó en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968, fue la presencia de este Papa polaco en el trono de Pedro. Sin embargo, no fue simplemente la nacionalidad de Juan Pablo II lo que mantuvo a distancia a los militares soviéticos; sino que fue la manera en que el Papa utilizó su poder espiritual, dándole la eficacia de un arma geopolítica.

Los soviéticos temían que en caso de invasión de su parte, Juan Pablo II pudiese retornar a Polonia al amparo de la noche y confrontar personalmente a los tanques rusos. Tal vez era un escenario improbable, pero el Papa y sus consejeros no hicieron nada para desmentirlo. Mientras tanto, al lado de Walesa había hombres cercanos a Wojtyla cuando éste era arzobispo de Cracovia. Ellos fueron tomando posiciones de responsabilidad en el sindicato y mantuvieron un constante diálogo sobre estrategia con el Papa a través de obispos que viajaban entre Roma y Varsovia.

Verdaderamente las semillas de la revolución fueron sembradas —antes de la aparición de Solidaridad— por Juan Pablo II durante su primer viaje papal de regreso a su tierra natal en junio de 1979. Dicho evento representó un sacudón para los líderes comunistas, tanto en Varsovia como en Moscú. Brezhnev temía —proféticamente— la visita y había instado con urgencia a los comunistas polacos para que prohibieran un viaje papal. Sin embargo sus exigencias eran muy poco realistas: ¿Cómo podían los líderes polacos negarle la entrada a este vástago de Polonia cuyo ascenso al trono de Pedro constituyó una fuente de orgullo sin precedentes en una nación 90 por ciento católica?

Los líderes de Solidaridad afirmarían más tarde que fue su visita la que los inspiró y les brindó el arrojo necesario para constituir su movimiento y para movilizar a toda la nación polaca. Dos terceras partes de la población de Polonia salieron a verlo durante su visita de una semana, cuando sus palabras les arrojaron a los comunistas un desafío como jamás habían enfrentado: “Cristo no puede ser excluido de la historia humana en ninguna parte del globo, de ninguna latitud ni longitud de la Tierra. Excluir a Cristo de la historia es un pecado contra la humanidad”, proclamó. También se preguntó: “¿No tenemos derecho a pensar que en nuestros días Polonia se ha convertido en un país con especial responsabilidad de dar testimonio?”.

Mientras hablaba todos podían sentir el tipo de descarga con que los grandes actores electrizan a sus audiencias (Wojtyla estudió para ser actor antes de preferir el sacerdocio al escenario convencional). Diez minutos de aplausos ininterrumpidos sumergieron a la diminuta figura del Pontífice parado junto a una cruz monumental. Entonces, en la gran Plaza de la Victoria de Varsovia, repicaron cantos triunfales y decididos: “¡Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat!” (Cristo conquista, Cristo reina, Cristo gobierna). Luego el tema que se repitió, también en forma de canto, una y otra y otra vez: “Queremos Dios”.

Lo que se estaba produciendo era una apertura hacia horizontes desconocidos. Juan Pablo II jamás pronunció una palabra que pudiera conducir a una confrontación entre la Iglesia y el Estado, entre el partido y los creyentes cristianos; pero todo cuanto dijo marcó el comienzo de un gran giro para la Iglesia en Polonia, en Europa Oriental, en la Unión Soviética, en los asuntos del mundo. A través de él la Iglesia estaba reclamando un nuevo papel, sin limitarse a pedir un poco de espacio para sí en el mundo comunista. A través de él estaba exigiendo respeto para los derechos humanos así como para los valores cristianos, respeto para cada hombre y cada mujer y para la autonomía del individuo. Estas exigencias representaban un asalto directo contra las pretensiones universales de la ideología marxista, la cual para ese entonces se había convertido ya en un simple cascarón vacío en los países bajo influencia soviética. Gandhi y Martin Luther King habían inspirado revoluciones no violentas en India y en Estados Unidos. Ahora el Papa inspiraría la última gran revolución del siglo, una revolución tan arrolladora que terminaría por desbaratar los restos de la revolución de Lenin y debilitar la Cortina de Hierro que había bajado sobre Europa después de la Segunda Guerra Mundial.

En el verano de 1980, cuando comenzaron las huelgas que condujeron a la formación de Solidaridad, los símbolos y los carteles alzados por los trabajadores en los astilleros de Gdansk no eran los acostumbrados por los obreros organizados. Utilizaron en cambio retratos del Papa, de la Virgen y aprovecharon la presencia de sacerdotes que oficiaron misa diariamente e instalaron confesionarios plegables en el área de protesta.

Brezhnev y los demás miembros del Politburó soviético entendieron claramente el peligro que representaban el Papa y sus acólitos. El presidente Brezhnev abrió sombríamente la reunión del Politburó el 29 de octubre de 1980 con las siguientes palabras: “De hecho, la contrarrevolución arrecia en Polonia... Ya están comenzando a tomarse el Parlamento y se la pasan afirmando que el ejército está de su lado. Walesa está viajando de un lado a otro del país, de una ciudad a la siguiente, y le rinden tributo en todas partes. Los líderes polacos se mantienen en silencio, al igual que la prensa. Ni siquiera la televisión está encarando a estos elementos antisocialistas”.

Entonces el canciller Gromyko, quien había servido bajo todos los líderes soviéticos desde Stalin, manifestó el principal temor de todos: “¡No debemos perder a Polonia! La Unión Soviética perdió 600.000 soldados y oficiales en la lucha para liberar a Polonia de los nazis. No podemos permitir el avance de la contrarrevolución”.

En realidad ya era demasiado tarde. La lucha en Polonia duraría otros nueve años, finalizando con la formación de un gobierno por parte de Solidaridad en el verano de 1989. Entretanto, el primer acto de Walesa luego de la transmisión pacífica del poder fue tomar un avión con destino a Roma junto con cinco colaboradores cercanos para agradecerle al Papa Juan Pablo II su ayuda en nombre de Solidaridad y del pueblo polaco.

Las vibraciones generadas por la caída de Polonia sacudieron al bloque de los países del Este durante el resto del invierno, hasta que el bloque mismo desapareció.

Años después una parte considerable del mundo aclamó a Wojtyla como el triunfador de una guerra iniciada por él en 1978. El Papa adoptó una posición muy sobria al respecto. Evitó con el mayor esmero posar en público como un superhombre que hubiera sido capaz de abatir al oso soviético. Urgió a la gente a que no simplificara excesivamente los hechos, ni siquiera para atribuirle la caída del comunismo a la mano de Dios. “Sería demasiado simplista afirmar que la Divina Providencia causó la caída del comunismo. Dicho sistema cayó bajo el peso de sus propios errores y abusos. Se desplomó por sí mismo debido a las debilidades que le eran inherentes.”. Hablando acerca de su propia participación afirmó: “El árbol ya estaba podrido. Tan sólo le di un buen sacudón”. Un balance realista, aunque modesto.

En 1981 el Papa casi perece por las balas de un asesino. Muchos de sus colaboradores en el Vaticano pensaron que el intento de asesinato había sido instigado por los soviéticos, afirmación que no ha podido comprobarse con hechos hasta hoy aunque existen indicios de que el servicio secreto búlgaro podría haber estado involucrado.

Desde el intento de asesinato la salud del Papa ha venido en constante deterioro. Más de una vez los principales periódicos del mundo han tenido que preparar obituarios para suspender su publicación ante un nuevo triunfo del Papa frente a la muerte. Ha combatido una enfermedad tras otra, se ha desmayado, se ha caído, se ha roto huesos y ha llegado a aparecer más anciano de lo que su edad dejaría suponer. Ha acusado fuertemente los efectos debilitantes de la enfermedad de Parkinson.

Sin embargo, quienes lo conocen bien confiaban en que estaría vivo para recibir el milenio, un momento de inconmensurable importancia en la vida de la cristiandad, especialmente para este Pontífice místico. Su mayor aspiración para el año del milenio incluye una reunión de los más altos dignatarios de todas las religiones monoteístas en el monte Sinaí, pues quiere ver reconciliadas a la Cruz, al Creciente y a la Estrella de David. Siente que la religión no debería jamás ser utilizada de nuevo como pretexto para la guerra. Por su parte, espera caminar de nuevo los pasos de Abraham a través del Medio Oriente: le ha dedicado el año del milenio a purgar a la Iglesia de todos los pecados que ha cometido en los últimos 2.000 años.

La necesidad de utilizar un bastón y de enfrentar su propia enfermedad le ha propinado un tremendo golpe a este Papa que alguna vez fue un espléndido atleta. El ha desarrollado su propia teología del sufrimiento: ha dedicado su propio dolor a mejorar su capacidad de entender el dolor ajeno y a demostrar que la oración permite superar el sufrimiento. A menos que uno entienda esa conexión mística entre el dolor y el sentido de misión no hay modo de captar de dónde saca ese empuje inagotable con el cual se lanza en los últimos proyectos de su reino. Sus mayores encíclicas han aparecido en este momento que, él sabe, es el ocaso de su pontificado.

Más que nunca, vive su vida en oración. “Tan pronto se ofrece una pausa él empieza a rezar”, dice un miembro de la Curia Vaticana. Toda su jornada se desarrolla al ritmo de la plegaria. Luego de levantarse, a las cinco de la mañana, reza durante dos horas en su capilla antes de celebrar misa. Reza antes y después de almuerzo, antes y después de comida. Reza casi continuamente a lo largo de todo el día. Inclusive cuando está desplazándose en el papamóvil saca su rosario y va pasando lentamente las pepitas hasta el instante mismo en que le ayudan a salir del carro. Tan pronto llega a un evento y empiezan a resonar y a crecer los aplausos, murmura: “Domine, non sum dignus” (Señor, no soy digno). Con frecuencia se postra sobre el suelo de su capilla formando una cruz con su cuerpo. “Es una búsqueda de la identidad con la voluntad divina”, dice un monseñor que lo ha visto con frecuencia en su capilla privada.

Su percepción de la voluntad de Dios ha enfurecido con frecuencia y ha defraudado a muchos tanto fuera como dentro de la Iglesia. El gastó mucha energía y capital personal combatiendo la posición de Estados Unidos en la Conferencia de Población de las Naciones Unidas celebrada en junio de 1996 en Estambul. Decían los norteamericanos que “el acceso a un aborto realizado con seguridad para la interesada, en forma legal y voluntaria, es un derecho fundamental de todas las mujeres”.

“El temió que por primera vez en la historia humana el aborto fuera propuesto como una forma de control poblacional”, insiste un vocero del Vaticano. “Colocó todo el prestigio de su cargo al servicio de este tema”. Durante nueve días la delegación del Vaticano a la Conferencia ejerció presiones con una tenacidad sin precedentes, hasta el punto de concluir una alianza no muy católica con las naciones islámicas fundamentalistas que también se oponían al aborto. Finalmente, con el apoyo de los delegados islámicos y de los latinoamericanos, el Papa triunfó. Se adoptó un documento de ‘compromiso’ en el cual se planteó que “en ningún caso podrá promoverse el aborto como un método de planificación familiar”.

“En términos de relaciones públicas, fue una victoria muy costosa”, comentó la revista Time. La opinión común dijo: “Aquí va de nuevo, imponiéndole su moralidad sectaria al mundo entero”.

Aunque su mano se nota cada vez más cansada cuando se alza para bendecir a los fieles, señala un horizonte amplio. El mundo se ha dado cuenta que es el último de los gigantes presente en el escenario global y que no hay otros grandes heraldos de una visión o de un principio amplios (con la excepción, tal vez, de Nelson Mandela) independientemente de la causa política que defiendan o de la ideología en la cual se basen. El ha definido su tiempo como tal vez ningún otro líder lo ha logrado, incluso aunque proteste contra las características de la época. Mientras tanto el Papa Juan Pablo II ha quedado prácticamente solo predicando acerca de la dignidad del trabajador y de la ayuda debida al desempleado, urgiendo la reconciliación y la solidaridad entre los diferentes estratos sociales y exhortando a las naciones ricas a que se preocupen por los países asfixiados por la pobreza y la deuda externa.

En un mundo dominado por profundas divisiones económicas, nacionales y religiosas, el Papa sobresale a nivel internacional como el vocero más ilustre de los valores universales. Ofrece un evangelio de salvación y esperanza frente a los nuevos ídolos del egoísmo tribal, del nacionalismo exacerbado, del fundamentalismo violento y fieramente sectario, de la ganancia sin consideración por la calidad de la vida humana. “Existe una deuda para con los seres humanos, simplemente porque son seres humanos”, escribió en su encíclica social Centesimus Annus. Su Iglesia, la Católica, reconoce el papel que juega la ganancia pero le recuerda a todo el mundo que la justicia exige la satisfacción de ciertas necesidades fundamentales.

Para contrarrestar el nacionalismo extremista, que en recientes años ha conducido a sangrientas guerras en los Balcanes, en Africa y en la antigua Unión Soviética, ha elaborado uno de sus más apasionados discursos, en el cual condena la adoración de la nación. “No se trata de cuestionar el legítimo amor que uno siente por su país, ni el respeto por su identidad”, le dijo al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, “sino de detenerse ante el rechazo del Otro en su diversidad para imponérsele. Para ese tipo de chauvinismo todos los medios resultan válidos: la exaltación de la raza, la sobrevaluación del Estado, la imposición de un modelo económico uniforme que acabe con cualquier diferencia cultural específica”. Los otros que más le preocupan son aquellos que él piensa que han sido especialmente rechazados o aislados debido a sus enfermedades, o a su raza, o a su pobreza, o a su desfiguración . Esas son las almas que él procura alcanzar en cada uno de sus viajes al extranjero y en cada uno de sus escritos y sus oraciones.

Los monseñores de la Curia hablan de Juan Pablo II como si él viviera más allá del mundo y lo mirara desde una perspectiva trascendente. Evangelium Vitae, su encíclica del año 1995, puede ser leída como si fuera su última voluntad y testamento, un himno magnífico y desesperado a la sacralidad de la vida. Contiene frases plenas de fuerza poética dirigidas a todos los hombres y mujeres, independientemente de que vivan en rascacielos o en inquilinatos. “La comprensión del valor esencial que las personas tienen por encima de las cosas... supone pasar de una actitud de indiferencia a una de interés por el Otro, así como del rechazo a la acogida. Los Otros no son competidores de los cuales hay que estar prevenido, sino hermanos y hermanas con los cuales hay que unirse. Deben ser amados por sí mismos. Su sola presencia nos enriquece”