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Algunas de las propietarias de las viviendas de ‘La ciudad de las mujeres’, en Turbaco. Todas son desplazadas, víctimas de la violencia que ahora sueñan con vivir en paz. A sus esposos, hijos y otros familiares se los llevó la violencia. En su nuevo hogar hay solidaridad, diálogo y fraternidad.

CRÓNICA

La ciudad de las mujeres

Un grupo de víctimas de la guerra decidió construir con sus propias manos sus hogares, cerca de Cartagena, donde sueñan un futuro de paz con sus hijos.

18 de marzo de 2006

Sentadas en círculo, varias mujeres conversan mientras en el fondo se escucha la algarabía de unos 50 niños. Afuera el viento arrastra el polvo que amarilla aún más las colinas y los arbustos secos. Es mediodía y hay un sol abrasador. Pero, a pesar de la aridez de la geografía, en el recinto impera un optimismo conmovedor. Las madres y sus hijos están en el centro multifuncional, el área social de 'La ciudad de las mujeres', un proyecto de vivienda que se construye en El Talón, un lugar del municipio de Turbaco a 11 kilómetros de Cartagena.

Ellas están en la pausa del almuerzo colectivo. Desde aquí divisan el conjunto de 98 casas que se levantan en seis manzanas allá abajo. Cada vivienda tiene 78 metros cuadrados. Unas son de color vinotinto y otras verdes. Aunque son modestas, su diseño es acogedor: cada una cuenta con dos habitaciones, sala, cocina, baño y patio de ropas. Sus propietarias han dejado en ellas la vida misma.

El pasado de cada una es una pintura del horror de la violencia en Colombia. Unas son víctimas de los paramilitares, otras, de la guerrilla, y otras, de las fuerzas de seguridad del Estado. Las lágrimas son inevitables cuando alguna de ellas narra su historia. Las otras la abrazan porque nadie como ellas entiende semejante dolor.

Por ejemplo, la doble viudez de Maritza Marimón Arrieta, 43 años y madre de tres hijos. Ella nació, creció y se enamoró por vez primera en El Bagre (Antioquia). Su hombre se llamaba Gustavo Durango, quien trabajaba en una mina de oro mientras ella cuidaba a los tres hijos. En junio de 1996 llegaron los paramilitares y lo asesinaron sin saber por qué. Luego ella se enteró de la razón: él tenía un primo lejano que se había ido para la guerrilla. Maritza no soportó seguir viendo, día tras día, la imagen de su esposo ensangrentado y tirado en la carretera, frente a su casita, y huyó. Caminó hasta la costa caribe. Pasó el tiempo y conoció a Leonardo Flores Castañeda. Fue su segundo amor. Hace dos años irrumpió en su morada un grupo de hombres armados y encapuchados. Por más que ella les suplicó que no lo hicieran, violaron a su hija y fusilaron a Leonardo. Entonces comenzó su peregrinaje por Cartagena, donde conoció la Liga de Mujeres Desplazadas, fundada por la abogada Patricia Guerrero. Trabó amistad con ella, recibió abrigo y escuchó de sus propios labios su sueño de entonces: construir una ciudadela para las mujeres víctimas de la guerra. "Será un lugar lleno de dignidad", le prometió.

Las lágrimas de Maritza se disipan y vuelve a sonreír. Junto a ella está Ana María Zamora, de 56 años y madre de cuatro hijos. Llegó desplazada desde San Eduardo, en límites de Boyacá y Casanare. Está radiante porque una de esas casas le pertenece. Recuerda que cuando Patricia Guerrero llegó hace tres años aquí a buscar el terreno, creía que todo sería una quimera.

Pero la abogada venía de estudiar en la Universidad de Columbia y llegaba con una vitalidad arrasadora. Su estancia en Estados Unidos le sirvió para cristalizar varios contactos con figuras del Partido Demócrata que le sirvieron de puente para conseguir las primeras donaciones. Con la cuota inicial se movió por otros países hasta tener el 52 por ciento de lo que creía costaría cada vivienda. Luego postuló el proyecto para que sus integrantes recibieran subsidios familiares de vivienda de interés social con el gobierno, mediante el cual obtuvieron otro 46 por ciento.

Logró además que le aprobaran el proyecto, cuyo costo inicial fue de 1.000 millones de pesos. Empeñó su palabra de que cada mujer con su propio trabajo se haría cargo del 2 por ciento restante. Y así fue. Buscaron, por ejemplo, una firma constructora que les comprara los ladrillos que ellas harían con sus propias manos. De esta manera, montaron una fábrica artesanal: un ladrillo para sus casas y otro para la venta. Como el dinero no daba, las mujeres se ofrecieron a adecuar el terreno donde levantaron las cuadras, luego a cavar los cimientos de cada casa, a hacer la mezcla y, finalmente, a pintarlas con colores llenos de vida y de esperanza.

La obra avanzaba pero a principios del año pasado, dos hechos las atormentaban: la falta de agua y el acoso de los grupos armados. Entonces crearon un grupo de vigilancia para cuidar los materiales y lanzar alertas en caso de que alguna de ellas fuera agredida. En esas estaba Julio Miguel Pérez cuando unos delincuentes entraron a la ciudadela en construcción y lo mataron a machete. La intimidación siguió con un tenebroso mensaje: en varias ocasiones fueron arrojados cadáveres a los terrenos adyacentes a los proyectos productivos de las mujeres.

Pero la esposa de Julio, Simona Velásquez Ortiz, de 46 años y madre de seis hijos, se cansó de huir y prometió quedarse para siempre. Al fin y al cabo, cuando huyó con su esposo y sus hijos de San Andrés de Sotavento (Córdoba), se fijó un destino en este lugar, y la muerte de su hombre no iba a cambiar su determinación. Su voluntad de seguir hacia adelante fue seguida por las otras mujeres. Indígenas, negras, mestizas se tomaron de la mano en una sola piel y prometieron no irse jamás. Ante la firme actitud de resistencia, las amenazas disminuyeron. "En algunas noches llegan aquí y golpean con sus machetes las casas. Yo los escuchó pero de aquí no me muevo", dice Ana María Zamora, quien ahora se encarga de la vigilancia.

El agua era la otra incertidumbre que les hacía saltar el corazón. "Una casa sin agua no es una casa", repetía preocupada Patricia Guerrero. Sin embargo, hace una semana abrieron las llaves y, por fin, llegó el líquido vital. "Fue uno de los días más felices de mi vida", recuerda Aura Esther Ordogoita, de 57 años y madre de siete hijos. Ella ha tenido pocos momentos de felicidad y, en cambio, sus días aciagos han sido muchos. Ella nació y vivió en El Salado (Bolívar) y es una de las sobrevivientes de la masacre perpetrada por un grupo paramilitar al mando de Salvatore Mancuso. Ese día descuartizaron y violaron a medio centenar de personas en una orgía de sangre en la que los asesinos tocaron vallenatos y bebieron aguardiente como si se tratara de un fandango. "Mi mamá Manuela Mena se murió ese día. No la tocaron, pero se murió de tristeza", recuerda.

En este momento la villa se encuentra en su fase final. Muchas de ellas ya tienen las llaves. Se trata de un proyecto heroico. Por eso la Liga fue finalista del Premio Nacional de Paz, que se suma al Premio Procomún-Eternit Luis Carlos Galán, de Derechos Humanos, y a uno más, otorgado por Sofasa-Renault.

"Estamos orgullosas por lo que hemos hecho", dice Marlenys Hurtado Córdoba, madre de tres hijos y coordinadora nacional de la Liga de Mujeres. "Por el cuerpo de nosotras pasa toda la guerra y ahora miramos adelante con dignidad, en contra de la violencia y para vivir en un lugar donde por fin encontremos la paz".

Y es que este proyecto no termina con habitar la casa. Ellas se organizaron y trajeron al Sena para que las formara en procesos productivos para tener una alternativa económica que les permita educar a sus hijos. "Vamos a fortalecer nuestro proyecto de economía solidaria", explican.

Cada historia de estas mujeres provoca lágrimas en esta pausa del mediodía. Pero la algarabía de sus hijos, que juegan en los salones acondicionados por ellas mismas, hace olvidar muy pronto la melancolía. Estas mujeres de hierro tienen que volver al trabajo, a hacer ladrillos, a hacer comida para vender y a estudiar. Sopla el viento pero abajo se ven nítidos los bellos frentes de cada una de sus casas, pobres pero dignas, con sus ventanas por donde sólo se mira el futuro.