Home

Nación

Artículo

Las órdenes de la Corte Suprema y del Tribunal de Bogotá obligan al Gobierno de Iván Duque y la Alcaldía de Claudia López a sentarse a concertar.

Justicia

La fórmula para domesticar las protestas

El Gobierno nacional y la Alcaldía de Bogotá tienen el desafío, por orden judicial, de hallar un mecanismo para evitar que las manifestaciones desborden en vandalismo y violencia. ¿Cómo ponerle el cascabel al gato?

3 de octubre de 2020

Los jueces le impusieron a los dos principales funcionarios del país una misión que parece imposible. El presidente Iván Duque y la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, líderes contradictorios, deben conciliar un protocolo de procedimiento frente a protestas y manifestaciones, un fenómeno en crecimiento acelerado respecto al cual tienen apreciaciones abiertamente opuestas. Duque y López deben ponerse de acuerdo para hallar las respuestas que conduzcan a superar “el antagonismo violento” entre la fuerza pública y la población inconforme.

Van tres encuentros y la conclusión provisional es que los equipos necesitarán más tiempo y mucho café para resolver ese acertijo político-judicial. La primera orden legal provino de la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia, al resolver en segunda instancia una tutela que pidió poner en cintura a la Policía luego de la ola de protestas y batallas campales en varias ciudades del país. Los magistrados ordenaron crear un estatuto que garantice tanto el uso verificado de la fuerza legítima del Estado como el derecho a la protesta pacífica de los ciudadanos.

A eso se sumó la orden que en igual sentido emitió el Tribunal Administrativo de Cundinamarca, por otra tutela formulada tras el crimen de Javier Ordóñez a manos de dos policías de Bogotá, y la decena de muertes que sobrevinieron cuando la indignación, la rabia y la violencia chocaron con la fuerza pública en las calles.

Después de eso, Duque visitó varios CAI, cantó el himno nacional con la mano en el corazón y se hizo fotografiar con chaqueta de policía. Por su parte, la alcaldesa montó una tarima en la Plaza de Bolívar para pedir perdón a las víctimas y en volandas hizo poner una silla vacía para tratar de hacer quedar mal al presidente de la República. La ‘jugadita’ tuvo un efecto búmeran.

Los episodios revelan lo complicado que será cocinar el acuerdo. Duque tiene la convicción de que en la receta deben primar la autoridad y el control previo para evitar que las movilizaciones de protesta legítima desemboquen en violencia. Pero la alcaldesa está convencida de la fórmula popular de ablandar el garrote y profundizar el diálogo. Y además cuenta con dos ases bajo la manga: 1) su visión coincide con las sentencias “para ángeles” que proyectan las altas cortes. 2) La incapacidad reiterada del Congreso para debatir y tramitar asuntos que puedan ser impopulares.

El reciente fallo de la Corte Suprema sobre la protesta social está basado en jurisprudencia de la Corte Constitucional que da prevalencia a este derecho sobre otros cuando los manifestantes marchan por las calles. El quid del asunto es este: “En una democracia participativa, el primer derecho es el derecho a exigir la recuperación de los demás derechos, pues ello desarrolla las ideas de autogobierno y protección de derechos fundamentales sobre los cuales descansa el Estado constitucional actual”, tal como dice la Sentencia 009 de 2018 de la Corte Constitucional.

Con esa premisa, el fallo le da a la protesta garantía prioritaria y tolera su “naturaleza disruptiva”, lo que en la práctica significa que no hay que pedir permiso para hacer una movilización y que los manifestantes pueden alterar el orden en alguna medida. Pero ese amparo tiene un límite ambiguo, por lo que en un momento dado puede ser la chispa adecuada para el caos. El saldo del 9 y 10 de septiembre en Bogotá, además de 10 jóvenes muertos y 66 heridos a bala, incluyó 75 CAI destruidos, 200 policías heridos, 60 carros y 149 motos de la Policía entre incinerados y vandalizados. Además de 14 buses de TransMilenio convertidos en chatarra, y 12 estaciones y cuatro portales atacados.

Ante ese escenario de violencia, el Gobierno nacional pretende poner en cintura las protestas y evitar que se desmadren. En las primeras reuniones, en el Salón Azul del Palacio de Nariño, apareció un borrador de protocolo de 19 páginas que puso sobre la mesa la Policía. Plantea, entre otros puntos, que en adelante las protestas requieran permiso y aviso de los recorridos, una póliza de responsabilidad que cubra los eventuales daños, y prohibir las pinturas y “capuchas u otros elementos que impidan la identificación”. Esos planteamientos agitaron el debate.

Aparte del absurdo de la póliza, cada una de esas ideas entraña una controversia compleja con respuestas variadas en las democracias del mundo. En Francia, por ejemplo, aplican leyes estrictas contra el vandalismo y los daños a la propiedad pública y los monumentos con castigos hasta de diez años de cárcel y multas de hasta 150.000 euros. En enero de 2019, el país prohibió las capuchas con la ley “antialborotadores”. Expidieron la norma después de meses de violentas protestas de los “chalecos amarillos”, desencadenadas por las políticas económicas del presidente Emmanuel Macron. En Alemania, los grafitis o pintadas en espacio público solo son punibles si se puede demostrar que al eliminarlo quedaron daños en la superficie pintarrajeada.

En Estados Unidos, bloquear el tráfico es un método de protesta ilegal aunque efectivo. Las marchas organizadas pueden obtener permisos para cerrar calles y con frecuencia los manifestantes se trasladan a otras áreas, lo que implica infringir la ley y correr el riesgo de ser arrestados. En California, es ilegal usar una máscara al realizar un crimen. Quien lo hace comete dos delitos.

En Argentina, el Código Penal de la Nación sanciona con pena de tres meses a dos años de cárcel a aquel que “impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire”. Con frecuencia, la norma sirve para someter a manifestantes que alegan que cometieron la conducta en ejercicio de un derecho constitucional. En Chile, el Congreso aprobó en enero la “ley antisaqueo”, impulsada por el Gobierno conservador de Sebastián Piñera luego de meses de violentas protestas que incendiaron al país. La norma castiga severamente la violencia y el pillaje durante las manifestaciones.

En general, el panorama internacional muestra que los gobernantes optan por apretar las tuercas cuando las protestas se convierten en un factor de desestabilización y violencia. Pero para lograr ese cometido, sin llegar a medidas autoritarias, se requiere músculo legislativo o incidencia en la rama judicial. Ambos escenarios se presentan cuesta arriba para el presidente Iván Duque.

La alcaldesa lo sabe y por eso repite que si el Gobierno quiere ponerle más reglas a la protesta, bien puede hacerlo previo trámite de una ley estatutaria en el Congreso y posterior revisión de la Corte Constitucional. Las dificultades de ese camino son bien conocidas. Hace más de tres años los magistrados peluquearon el Código de Policía que quiso regular los derechos fundamentales a la reunión y a las manifestaciones en público. El artículo 53, por ejemplo, exigía tramitar un permiso para protestar. Fue declarado inexequible, con otros tantos. La corte le dio dos años al Congreso para tramitar una ley estatutaria sobre los alcances y limitaciones del derecho a la protesta. Ese término se venció sin respuesta: ningún parlamentario quiere abanderar la impopularidad.

Y hace dos semanas reiteraron el llamado. La sentencia de la Sala Civil de la Corte Suprema le dio al Gobierno dos meses –y el Tribunal el imposible de apenas tres días– para acordar con Bogotá el nuevo protocolo obligatorio para la fuerza pública en las manifestaciones hasta que el Congreso haga la tarea siempre aplazada. Entretanto, las protestas siguen, pero con un elemento de gran valor que está pasando de agache.

En el distrito capital, el 95 por ciento de las manifestaciones transcurren en calma. El 21 de septiembre hubo 24 protestas en la capital y solo dos requirieron la intervención del Esmad. El miércoles hubo 11 concentraciones en varios puntos de la ciudad con cero altercados; la policía hizo presencia sin portar armas. Esos datos deben poner a pensar a las autoridades, locales y nacionales, y a los medios de comunicación, pues las protestas en las que no hay violencia no son noticia.

Al contrario del pronóstico obvio, la mesa de trabajo entre el Gobierno nacional y la Alcaldía de Bogotá marcha “con la mejor disposición constructiva y propositiva’’. En eso coinciden Clara María González, secretaria jurídica de Palacio, y el secretario de gobierno de Bogotá, Ernesto Gómez. Por ahora solicitaron una prórroga para convenir un protocolo que incorpore las órdenes de la corte y las del Tribunal. Pasar del alegato de sordos a la conversación serena es el mejor augurio para lograr una fórmula equilibrada. Se trata justamente de vencer el antagonismo violento. Y enviarían una gran mensaje al país si el diálogo les permite llegar a un acuerdo a pesar de las visiones distintas.