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Con su advertencia sobre el riesgo de una hecatombe, el presidente Álvaro Uribe generó más preguntas que respuestas sobre el significado de esa frase

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La hecatombe

Antonio Caballero hace en este texto su reflexión sobre el significado de la palabra usada por el presidente Álvaro Uribe para explicar en cuál evento estaría dispuesto a buscar otra reelección.

3 de noviembre de 2007

La palabra "hecatombe", que suena exagerada y rebuscada, parece sin embargo apropiada en boca de un ganadero: es el sacrificio propiciatorio de 100 bueyes bien cebados en honor de los dioses. O sea, traducido a términos locales, hecatombear consiste en mandar matar un par de terneras y ponerlas a asar ensartadas a la llanera en vísperas de elecciones para que los peones de la finca vayan a votar como toca. Hecatombe es una palabra que huele a campo, en boca de un finquero. Y también suena natural, precisamente por su exageración apocalíptica, en boca de un político que se siente señalado por la providencia para la salvación de su pueblo, proponiendo como términos únicos de la alternativa ese "yo o el caos" que lleva implícita la amenaza del caos en el caso de que lo escogido no sea el yo. Una palabra que huele a miedo. Así que se oye bien en los labios del presidente Álvaro Uribe, que es un ganadero mesiánico, un Mesías rural. La pronunció en estos días, al anunciarles a sus paniaguados políticos que en caso de que ocurriera una hecatombe él estaría dispuesto a sacrificarse otra vez pidiéndose a sí mismo nuevamente prestado por cuatro años a la señora Lina para ofrendarse en el altar de la patria durante un tercer período presidencial, completando así, de entrada, 12 años en el cargo. Y puso, como suele, a adivinar al país.

No a adivinar si quiere o si no quiere repetir Presidencia: es cosa ya sabida que sí quiere, desde que por primera vez (antes de su primera reelección, antes incluso de su primera elección) dijo que no. Sino a adivinar qué entiende él por hecatombe. Porque aunque dentro de su retórica de heroísmo agrario primitivo la palabra suena bien, le pasa lo que en términos generales le pasa a su retórica: que no se sabe bien qué es lo que quiere decir con ella.

No es probable que la haya usado en su sentido original, el ya mencionado degüello ritual de 100 cabezas de ganado para honrar a los dioses. Porque aunque Uribe adora a varios de acuerdo con sus necesidades electorales del momento -a veces a la Virgen de los católicos, a veces al paráclito de los protestantes, a veces al niño Jesús de por aquí y a veces al de por allá- en realidad no le importa ninguno. Así que es de suponer que hablaba de modo figurado. Podía referirse, como lo hace el diccionario de la Academia de la Lengua Española, o bien a una "gran mortandad de gentes", o bien, en sentido más amplio todavía, a una catástrofe de la índole que sea: natural, o económica, o militar, o política.

Aquí las tenemos de todas. De las cuatro.

Catástrofes naturales hay en Colombia de sobra, a diario. Cualquier derrumbe de vertedero de basuras, cualquier erupción volcánica, cualquier inundación de río salido de madre por causa del invierno crónico o del calentamiento global -la del Fucha hoy, la del Cauca ayer, la del Atrato mañana- puede brindarle pretexto al mesiánico y superheroico e hiperkinético doctor Álvaro Uribe para ponerse otra vez a correr a venir a volver a la fuerza a tratar de salvarnos. No sería la primera vez en nuestra grotesca historia política en que un cataclismo más o menos natural (y digo "más o menos" porque todos, inundaciones o derrumbes o estallidos de volcán, han sido siempre agravados por la acción deliberada o la inacción culposa de las autoridades o de las propias víctimas) hubiera terminado ayudándole a un gobernante como servido en bandeja. El caso más vistoso -25.000 muertos- fue la tragedia de Armero con el deshielo del nevado del Ruiz, que le permitió al entonces presidente Belisario Betancur sepultar literalmente en fango sus responsabilidades políticas y quizá criminales por la toma y contratoma del Palacio de Justicia, con su reguero de desaparecidos y de muertos, sucedida la semana inmediatamente anterior. Desde el año del ruido -y se llamó "ruido" a un temblor sísmico que hicieron los montes en tiempos de la Colonia y cayó como de perlas para ocultar algún desfalco o algún prevaricato de algún Visitador o algún Virrey- los grandes cataclismos de la naturaleza han estado en este país obsecuentemente al servicio de quien manda: los terremotos, las plagas del banano o del café, los incendios forestales. Incluso los que suceden en el extranjero, como, digamos, las heladas del Brasil. El presidente Uribe no tiene más que escoger el que mejor le convenga.

¿Catástrofes económicas? También solemos tenerlas para dar y convidar. Es cierto que en las páginas de la prensa leemos casi a diario artículos firmados por antiguos ministros de Hacienda, o de Minas, o de Comercio Exterior, o de Protección Social (para mencionar el más farisaico de sus títulos) en que se nos revelan las milagrosas maravillas económicas logradas por nuestros gobiernos (recuerdo uno de un ministro de Hacienda, que hoy lo es de Defensa, y que por entonces escribía en los periódicos, reclamando el extravagante crédito de que Colombia no se hubiera vuelto un país como la Argentina: o no sabía lo que decía o era otro falso positivo). Pero esas maravillas no son verdaderas, o no estaríamos como estamos, aunque tal vez, sin duda, podríamos estar peor. Sin embargo no es probable que al hablar de la posibilidad inminente de una "hecatombe" Uribe esté insinuando que va a darse una revelación súbita de la situación verdadera de los resultados obtenidos a lo largo de sus cinco años de gobierno: un reconocimiento del fracaso de las sucesivas reformas tributarias emprendidas por sus ministros, de la inutilidad perjudicial de sus reformas laborales, de la rutinaria falsedad de las cifras oficiales sobre inflación, sobre índices de miseria, sobre desplazamiento forzado, sobre empleo y desempleo, sobre exportación de brazos y recibo de remesas de emigrantes, sobre ingresos ilegales debidos a las exportaciones prohibidas, sobre posibilidades abiertas por el TLC (que tampoco va a firmarse). Un reconocimiento incluso de que para ajustar las cifras favorables y decrecientes sobre muertes violentas conseguidas por la política de "seguridad democrática", banderín de enganche del uribismo, ha sido necesario dejar de lado las incómodas apariciones de miles de cadáveres de desaparecidos en las fosas clandestinas del paramilitarismo. Con la concomitante aunque contradictoria consecuencia de que sea necesario, para salvarnos de los efectos de esas catástrofes, reelegir al responsable de que se hayan producido: la tradicional historia de las dos tazas de caldo que se le embuten al que no quiere ninguna.

Catástrofes políticas, entonces. Pero tampoco puede ser. Aceptarlas equivaldría a negar que hayan servido de algo no uno, sino dos períodos presidenciales consecutivos de Álvaro Uribe Vélez, proclamado por sus cada día más irritados partidarios "el mejor presidente de nuestra historia", de nuestra triste historia de malos gobernantes. Dice la prensa, sin embargo, que "se estarían dando las condiciones exigidas por el presidente Uribe", para presentarse a un tercer mandato. Condiciones exigidas. Qué bonita manera de disfrazar la gana. Y los voceros del uribismo militante explican que la "hecatombe" política consiste, o consistiría en el caso de que existiera, en que no hay, ni hubiese ni hubiera un candidato único del uribismo, distinto del propio y mismísimo Uribérrimo, para ganar las elecciones presidenciales que vienen. Y en consecuencia se abriera la posibilidad de que las ganara un candidato distinto, y posiblemente incluso -¡horror!- venido del Polo Democrático de la izquierda antiuribista, como acaba de sugerirlo la estruendosa y ya segunda derrota del uribismo en las elecciones a la Alcaldía de Bogotá, con Samuel Moreno ahora contra Enrique Peñalosa, como con Lucho Garzón contra Juan Lozano hace cuatro años. Dice el asesor presidencial José Obdulio Gaviria que cuando habla de "hecatombe" el presidente Uribe solamente está "con muy buen sentido de la expresión gráfica, llamando a la unidad (del uribismo). Porque lo contrario sería una hecatombe".

Pero esa "hecatombe" está de antemano anunciada, puesto que para las elecciones presidenciales que vienen, los autoproclamados candidatos del uribismo son tres, o cuatro, o cinco, tal vez siete. Alguno por el Partido Conservador, que puede ser, que quiere ser, el ministro Carlos Holguín, o el ex ministro Sabas Pretelt, o alguno más que también se crea (¿y por qué no si esos son los rivales) con méritos de sobra. Otro más, o quizá dos, por el santismo: Juan Manuel Santos, Pacho Santos. Otro por el uribismo proveniente de la antigua derecha dinástica liberal, que es Germán Vargas Lleras, del asombrosamente llamado 'Cambio Radical' (como si fuera cambio, como si fuera radical). Alguno del partido de La U. Otro más del partido de las Alas, si no está preso (o para que le den el Palacio de Nariño por cárcel). O esa ovejita Dolly que le clonaron genéticamente a Uribe seguramente a espaldas de su señora Lina, a quien los uribistas llaman "Uribito" y a quien el propio Uribe le hizo lo que llaman un 'guiño' de buen pastor que abandona a los lobos sus ovejas: el ministro Andrés Felipe Arias con su camiseta. Y algún otro que venga de lo hondo de la hecatómbica provincia de la ganadería de levante, más cercano todavía al uribismo rural y al uribismo armado de las autodefensas y de las 'Convivir', al paramilitarismo ahora a punto de ser exonerado de toda culpa criminal y convertido por arte de birlibirloque en respetable responsable de subversión ideológica en un país en el que no existen, según los uribistas, razones para el conflicto.

Si de aritmética electoral se trata, la hecatombe del uribismo es esa: hay demasiados uribistas que, antes que electores o incluso financiadores de elecciones, son candidatos. Con lo cual su única solución matemática posible es la que el propio presidente Uribe plantea con fingida resignación patriótica: la del máximo común denominador, que es la candidatura del propio presidente Uribe. Uno, dos y tres: Uribe una tercera vez.

¿De qué se viene hablando ahora hasta aquí? De politiquería. De eso mismo que, politiqueramente, arteramente, el entonces minoritario candidato presidencial Álvaro Uribe planteó hace seis años como el elemento perverso y pervertidor que debería ser extirpado de la política en Colombia. Pero hasta el momento no se ha hablado todavía de política: es decir, de las posibles soluciones a lo que está pasando. Al hecho de que Colombia está viviendo, no la posibilidad de una "hecatombe" retórica cuyas modalidades el presidente Álvaro Uribe no precisa, pero que en la descripción de sus allegados y sus áulicos es exclusivamente politiquera, sino una hecatombe verdadera. Una matanza. Una inmensa matanza de gente, en la cual participa una inmensa cantidad de gente: no sólo los asesinados sino también los asesinos. Y los que incitan a los asesinatos y a las masacres.

Ningún país en el mundo tiene hoy una proporción más grande, sobre su población, de desplazados y exiliados por el terror de la violencia política: la de las guerrillas de la izquierda, o de lo que sea eso; la de las contraguerrillas de la derecha, o de lo que sea eso; la de las fuerzas militares y policiales del Estado, destinadas en teoría a combatir a las otras dos y convertidas en la práctica en responsables de éxodos tan apocalípticos como la retórica del presidente candidato, del candidato presidente, o de como quieran llamarlo.

Entre los uribistas, hay quienes han comparado a su jefe con el muchas veces (cuatro) presidente decimonónico Rafael Núñez, padre liberal de la llamada Regeneración conservadora de 1886. Se hizo elegir cuatro veces: la primera como liberal ("independiente"), la segunda como conservador, con el lema de "Regeneración o catástrofe", tan parecido a este que ahora enarbola el ex liberal conservador Uribe de "reelección o hecatombe". Y Colombia padeció entonces las dos cosas. La regeneración, entendida por los reaccionarios de la época como la recuperación de todo el poder político y administrativo por parte de un Ejecutivo centralista y presidencial, y del poder espiritual y educativo por parte de la Iglesia católica. Y la catástrofe, larga y lenta, consecuencia de la suma de esas dos cosas. A esa catástrofe la llamaron sus beneficiarios buena. Al país le costó medio siglo desembarazarse de ella.

Ojalá no nos vuelva a pasar esta vez otra vez lo mismo.