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LA JAULA DE LOS MICOS

El Presidente y el Ministro de Justicia tratan de atajar algunas maniobras de congresistas, las cuales desmontarían normas antinarcos y anticorrupción.

7 de noviembre de 1994

SE ESTA VOLVIENDO COStumbre que cada vez que el Ministro de Justicia acude al Congreso para debatir algún proyecto de ley relacionado con asuntos de justicia penal, debe ir armado de una red para cazar 'micos'. En la pasada administración fueron varias las iniciativas que tuvieron que atajar en su momento los titulares esta cartera. En otros casos, como en el de la reforma al Código de Procedimiento Penal, intervinieron en el debate intereses del narcotráfico sin que el gobierno pudiera evitarlo. Esta vez el turno le tocó al ministro Néstor Humberto Martínez, quien tuvo que acudir al presidente Ernesto Samper para frenar una iniciativa parlamentaria que echaba por tierra las figuras del enriquecimiento ilícito y el testaferrato, y daba el golpe de gracia a la justicia de Orden Público.

Y el asunto no era para menos. Desde que se posesionó como titular de la cartera de Justicia, Martínez estaba pendiente del proyecto de ley propuesto cinco meses antes por Gustavo Espinosa Jaramillo, un senador liberal del Valle. Esa iniciativa, que sigue en pie, pretende hacer del enriquecimiento ilícito un delito de segundo orden, gracias a la exigencia de una sentencia previa por otra actividad al margen de la ley. En otras palabras, establece que para que un individuo pueda ser investigado por enriquecimiento ilícito debe haber sido condenado previamente por corrupción, narcotráfico, secuestro o rebelión. Igualmente, el articulado del proyecto le quita al Estado los pocos instrumentos que posee para perseguir el testaferrato, e incluye un párrafo en el cual se reduce la existencia de la jurisdicción especial de Orden Público -creada especialmente para atender los casos de narcotráfico y subversión hasta el año 2002- hasta finales del 95.

Tan pendiente estaba el Ministro y tan grave era el asunto, que el 19 de septiembre, durante una reunión con algunos representantes a la Cámara, manifestó su intención de enviar una carta en la cual presentaría serios reparos al proyecto. Miguel de la Espriella, representante por el departamento de Córdoba y designado por la Comisión Primera como uno de los ponentes de la iniciativa, aconsejó al Ministro esperar un tiempo. La disposición del Congreso hacia el gobierno no era en ese momento la mejor. Los representantes -según el congresista- se sentían abandonados por la administración Samper. En esas condiciones, la carta del Ministro y sus objeciones no serían muy oportunas, y probablemente no recibirían el apoyo parlamentario necesario para detener el debate.

Martínez decidió entonces esperar, y el martes pasado a las nueve de la mañana, llamó a De la Espriella. Nuevamente le manifestó al representante su interés en enviar la carta. Acordaron que Martínez acudiría a la sesión de la Comisión al mediodía. Cuál no sería la sorpresa del Ministro cuando, al llegar al recinto, se enteró de que en la sesión que acababa de levantarse había sido aprobado el proyecto del cual había hablado unas horas antes con el representante a cargo de la ponencia. Aunque el tema no figuraba en el orden del día ni fue objeto de debate, la Comisión lo aprobó velozmente, tal y como lo habían hecho un par de meses antes la plenaria del Senado y su respectiva Comisión.

En vista de que la votación ya había tenido lugar, el Ministro de Justicia pidió reabrir el debate para que el gobierno tuviera la oportunidad de pronunciarse. Los congresistas, argumentando que si el gobierno tenía algún reparo éste podría ser expuesto en la sesión plenaria del martes siguiente, se negaron a reabrirlo. Tras largas horas de discusión y ante el peligro de que los reparos del gobierno fueran oídos en la siguiente sesión como un mero formalismo y la ley quedara definitivamente votada, el Ministro llamó al presidente Ernesto Samper. Este a su vez llamó al presidente de la Comisión y juntos acordaron una reunión para el día siguiente.

Tras un intenso tire y afloje, el Presidente, los ministros de Gobierno y de Justicia, y los representantes de la Comisión llegaron al acuerdo de convocar a una serie de debates abiertos en los cuales podrían participar la academia, los litigantes, la Procuraduría, la Fiscalía y aquellos sectores de la sociedad que desearan hacerlo. Gracias a este mecanismo, el gobierno conjuró el peligro de un nuevo pupitrazo y de que el 'mico' a la ley del enriquecimiento ilícito quedara aprobado la semana pasada. Y aunque tras el nuevo debate es posible que la votación sea distinta, el gobierno ya tiene listas las objeciones por inconveniencia e inconstitucionalidad que presentaría si, una vez más, los congresistas deciden ignorar los reparos que el gobierno ha hecho ante el proyecto.


UNA HISTORIA VIEJA

Y es que este gol que casi le meten a la llamada Ley Antimafia está lejos de ser el primero. Al principio, cuando el proyecto fue propuesto por Gustavo Espinosa durante la pasada legislatura, la iniciativa pasó sin reparos y sin debate en la Comisión Primera del Senado. Alarmado por este hecho el entonces ministro, Andrés González, decidió llamar a Jorge Ramón Elías Náder, quien era ponente del proyecto ante el Senado. González, al igual que lo hizo su sucesor unos meses más tarde, manifestó al congresista el desacuerdo del gobierno con la iniciativa y le anunció el envío de una carta en la cual le solicitaría a los parlamentarios que se abstuvieran de votar el proyecto. Al igual que le sucedió a Martínez, la siguiente noticia que el ex Ministro tuvo de la iniciativa legislativa fue que había sido votada ese mismo día.

Previendo que lo mismo sucedería en la Cámara, González decidió madrugarle al problema. Envió dos cartas más: una al entonces presidente de la Corporación, Francisco José Jattin, y otra al presidente de la Comisión Primera, Ricardo Rosales Zambrano. Ambas tenían por objeto explicar en qué consistía el desacuerdo del gobierno con respecto al proyecto, y pedirle a los miembros de la Cámara que se abstuvieran de votarlo. Pero, misteriosamente, a la hora de someter a debate el proyecto, nadie recordó las voces de alerta de González, ni el mensaje de preocupación que le había hecho llegar Néstor Humberto Martínez a los congresistas.


UN ARMA EFICAZ

Por todas estas coincidencias e irregularidades en el trámite del proyecto, tanto en la pasada administración como en la presente fueron muchos los rumores que circularon en torno a la inusitada celeridad con que fue aprobado. Para algunos, detrás de las inclusiones a última hora en el orden del día y de las raras coincidencias que han llevado a los dos ministros a llegar tarde al debate, está la mano del narcotráfico.

Y aunque resultaría injusto afirmar que todos aquellos que han estado relacionados con la iniciativa tienen vínculos con actividades ilícitas, lo cierto es que si el proyecto llegara a convertirse en ley, los narcotraficantes respirarían con alivio. La figura del enriquecimiento se ha convertido para ellos en uno de los talones de Aquiles por donde la justicia podría encontrar la manera de condenarlos. No en vano las autoridades de Estados Unidos duraron años investigando los libros contables de Al Capone: sabían que la evasión fiscal sería el único flanco por el cual podrían llegar a condenarlo, como de hecho ocurrió.

Sin embargo, los otros grandes beneficiados con la aprobación del proyecto en cuestión serían los mismos congresistas, pues en la actualidad hay más de una curul tambaleando por cuenta de investigaciones por incremento injustificado de patrimonio. El mismo presidente de la Comisión que se encargó de aprobar la iniciativa, Adalberto Jaimes, tuvo que declararse impedido para participar en la sesión, pues en la actualidad cursa contra él una investigación por enriquecimiento ilícito.

Y es que el enriquecimiento ilícito no es sólo un arma para combatir el tráfico ilegal de drogas. La figura ha sido muy útil en esos casos, pero ha sido igualmente valiosa a la hora de combatir la corrupción de los funcionarios del Estado. Y es que los dos tipos de delitos tienen algo en común: no dejan rastro. En el caso del narcotráfico, esto sucede porque la mayoría de capturas no son producto de una investigación, sino que se producen cuando los narcotraficantes son sorprendidos por las autoridades en plena operación. Y cuando se produce una captura, rara vez las indagaciones permiten llegar hasta el verdadero cerebro de la organización del delito. Por esa razón, la única manera de acusar penalmente a los grandes jefes de las organizaciones ha sido siguiéndole el rastro a lo que más trabajo les cuesta esconder: la plata.

Lo mismo sucede con la corrupción administrativa. En Colombia las condenas por peculado son prácticamente inexistentes, porque ningún funcionario corrupto entrega un recibo por un soborno, o dejan constancia de haber recibido el 10 por ciento del monto de un contrato. En este caso sucede igual que con los narcotraficantes. Lo único que los delata es la plata. Y es por ahí por donde los atrapan.

Ahora bien, si la gran dolencia de la justicia colombiana es la impunidad, y los dos grandes males de los cuales adolece la sociedad son el narcotráfico y la corrupción, no suena muy sensato acabar con el único instrumento que ha logrado reducir el grado de impunidad en ambos casos. Y aunque las tesis jurídicas de quienes apoyan la polémica iniciativa son absolutamente válidas en estricto derecho, lo que los congresistas no han tenido en cuenta es la realidad colombiana.

Probablemente en Suiza la inversión de la carga de la prueba -en la cual es al acusado a quien le toca probar que es inocente-, sea un exabrupto. Pero Colombia no es Suiza, y a todas esas normas que hoy el Congreso quiere modificar, la justicia colombiana ha llegado por la necesidad que tiene de combatir el delito. Así sucedió con la Justicia Sin Rostro, o jurisdicción de Orden Público, que fue creada después de que el narcotráfico se dedicó a amedrentar y asesinar a los jueces. Ahora algunos sectores del Congreso pretenden disolver la institución, como si el país hubiera superado las condiciones que lo llevaron a aplaudir su creación.

Del mismo modo, con el argumento de que constituye una violación al debido proceso, los partidarios del proyecto alegan que no es normal que los decomisos e incautaciones se produzcan sin previa sentencia condenatoria. Y eso sería válido si no fuera porque en Colombia no hay sentencias condenatorias. Y cuando las hay, tardan años en producirse. Mal podría entonces el país entrar en un debate teórico preciosista si éste no tiene en cuenta la realidad. Y mal podrían los legisladores seguir creando en el papel un país para ángeles, cuando la realidad pide a gritos que se tomen decisiones rápidas y eficaces.

Sea como sea, lo cierto es que los esfuerzos de echar por tierra la columna vertebral de la lucha contra el narcotráfico y la corrupción han sido sumamente vehementes. El proceso de aprobación de la iniciativa parlamentaria ha sido demasiado veloz. Las pérdidas en términos de eficacia de la justicia serían demasiado costosas, y los beneficios para ciertos criminales, demasiado generosos para que el proyecto no despierte más de una sospecha. Independientemente de cuál sea la razón para que las cosas se hayan dado de esa manera, y en caso de que la iniciativa llegare a aprobarse, esta vez sí sería muy difícil convencer a los estadounidenses de que un país en el cual los congresistas acaban con los pocos medios disponibles para combatir el tráfico de drogas, no es una narcodemocracia, o al menos que el colombiano no es un narcocongreso.