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La mano negra

Asesinatos de fiscales y testigos vinculados a casos de paramilitarismo muestran cuánto falta para detener la guerra sucia.

22 de octubre de 2001

El 17 de mayo pasado el piloto que conocía los pormenores de las rutas y contactos de Carlos Castaño con el narcotráfico no logró eludir las balas de dos sicarios y murió en el andén de un barrio del suroccidente de Bogotá. Unas semanas más tarde, el 11 de julio, el fiscal Miguel Ignacio Lora, que lideraba las investigaciones sobre las redes de financiación de los grupos paramilitares en el departamento de Córdoba, fue asesinado en pleno centro de Montería. Diez y siete días después, el 28 de julio, María Helena Ortiz, una fiscal especializada que llevaba varias investigaciones contra paramilitares en Norte de Santander, recibió seis disparos en la cabeza al salir de una clínica en Cúcuta.

Un mes después, el 26 de agosto, la fiscal Yolanda Paternina, que llevaba a cabo la investigación por una de las peores masacres cometida por paramilitares en el país, en el pueblo de Chengue, tampoco pudo escapar a los sicarios y fue asesinada en Sincelejo. Igual suerte corrió el ex concejal de Apartadó José de Jesús Geman, quien el pasado 2 de septiembre fue asesinado en un hotel de Bogotá poco antes de entregarles a investigadores del CTI pruebas documentales que presuntamente comprometerían al ex general Rito Alejo del Río con vínculos con grupos paramilitares .

Aunque diversos organismos del gobierno consultados por SEMANA afirman que estas muertes no tienen relación entre sí, resultan preocupantes las coincidencias entre ellas. Así, todas las víctimas estaban relacionadas con importantes investigaciones vinculadas al paramilitarismo y eran protagonistas fundamentales para resolver casos en contra de los grupos de autodefensas y violación de derechos humanos (ver recuadros).

Según cifras del Ministerio del Interior el gobierno destina cerca de 80.000 millones de pesos al año para programas de protección a personas amenazadas, jueces, fiscales y seguridad de testigos. Sin embargo, a pesar de la enorme suma y la cantidad de entidades y organismos oficiales que deben salvaguardar la vida de las personas vulnerables, nada de esto evitó que en los últimos cinco meses por lo menos dos testigos y tres fiscales hayan sido víctimas de las balas de los sicarios.

En los corredores de la Fiscalía General estos hechos han causado un gran desconcierto y encendido las alarmas. Incluso algunos funcionarios consideran que puede haber infiltraciones en esa institución por parte de grupos al margen de la ley. Según dijo públicamente Carmen

Reed, directora para América de Amnistía Internacional, el asesinato de fiscales y testigos demuestra “la total falta de atención por la situación de derechos humanos en Colombia”. Algo similar afirma el director ejecutivo de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, para quien el asesinato de la fiscal Yolanda Paternina fue “un hecho de una violencia increíble que demuestra el poco progreso que se ha hecho en reducir la impunidad en Colombia”.

Mientras en el exterior crece la preocupación por la vulnerabilidad de fiscales y testigos vinculados a casos de paramilitares y violación de derechos humanos, y por la impunidad con que actúan los asesinos, en Colombia no es claro quién debe responder ante estos hechos.

Tras el asesinato de la fiscal Paternina, que investigaba la masacre de Chengue, el presidente del Consejo Superior de la Judicatura, Carlos Enrique Marín, afirmó que ese organismo no era ni escolta, ni conductor, ni informante o analista de riesgos de los funcionarios judiciales que son amenazados . La enfática advertencia fue hecha por Marín Vélez al responder una solicitud del presidente de la Corte Suprema, Jorge Castillo Rugeles, para que tomara medidas sobre el caso. Como resultado de ese cruce de cartas entre los representantes de las máximas instancias judiciales del país la sala plena de la Corte Suprema de Justicia expidió un comunicado de prensa, en que instó al gobierno y a la sala administrativa del Consejo Superior de la Judicatura “para que adopten medidas excepcionales dirigidas a la protección de los funcionarios judiciales del país, quienes en muchas partes del territorio patrio laboran actualmente sin los debidos dispositivos de seguridad”. Y el nuevo director nacional de fiscalías, Justo Pastor Rodríguez, dijo a SEMANA que estos hechos demuestran que es urgente iniciar en la Fiscalía “una reingeniería a gran escala ya que los fiscales y testigos han sido abandonados a su suerte. No es posible que, por ejemplo, mientras algunos funcionarios administrativos andan en carros blindados, los fiscales de casos importantes lo hacen en bus”.

Y, al parecer, tiene mucho con qué mejorar la Fiscalía si se tiene en cuenta la revelación que hizo el comité del Senado de Estados Unidos, que presentó el pasado 4 de septiembre su propuesta de financiación de la continuación del Plan Colombia: “Sólo pocos de los fondos apropiados el año pasado para fortalecer el sistema judicial, particularmente la unidad de derechos humanos de la Fiscalía colombiana, han sido gastados”.

Por su parte el coordinador especial sobre desplazados internos de la ONU, Kofi Asamani, reveló durante su visita al país en agosto pasado que judicialmente en Colombia se persiguen menos del 10 por ciento de los delitos relativos a las violaciones de derechos humanos.

Con este panorama: impunidad, vulnerabilidad de jueces, fiscales y testigos, no se ve cómo Colombia va a poder comenzar a frenar efectivamente la acción criminal de los grupos paramilitares o de otros grupos clandestinos que contratan sicarios para silenciar a quienes los pueden identificar. Es claro que cada asesinato hace que menos personas estén dispuestas a colaborar con la justicia en estos escabrosos temas, pues saben que sus identidades pueden ser conocidas y sus vidas corren peligro. También habrá menos fiscales y jueces que encaren estas investigaciones a fondo cuando saben que no están protegidos por el Estado. La presión de la comunidad internacional para que cese la guerra sucia es de por sí enorme y sólo va a aumentar si Colombia no hace un esfuerzo mayúsculo para proteger y facilitar la labor de los héroes que imparten justicia en un país con criminales de talla mayor.