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La muerte de cada día

Cada 24 horas un hombre es asesinado en Buenaventura. ¿Quién está detrás de esta matanza en el principal puerto del país?

7 de agosto de 2005

Hay preguntas y silencio. Las dos mujeres están de pie en el sitio donde les mataron a sus maridos: la calle Brisas Marinas. Es un nombre poético que desentona con el lugar: niños escuálidos que juegan entre aguas malolientes, una humedad alta que hace de la ropa un fastidio, a lado y lado casas estrechas, desordenadas y en la playa gris decenas de muñones de troncos y astillas de madera. ¿Ya saben quién asesinó a los muchachos? ¿Por qué? ¿Qué les han dicho las autoridades? No hay respuestas.

Delfia y Marisol, casadas con los hermanos Luis Alfonso, 42 años, y Agustín Panameño Hinestrosa, 39, asesinados a sangre fría el 9 de julio junto con dos jóvenes más en la puerta de sus humildes moradas en el barrio Lleras de Buenaventura, no responden las preguntas de los enviados de SEMANA. No se trata, sin embargo, de terquedad. Sus rostros evidencian el dolor por la ausencia de sus maridos y el desconcierto al no saber nada de nada. Sólo que eran las 6:35 de la tarde de ese sábado, cuando varios hombres armados con fusiles, vestidos de camuflado y encapuchados, desembarcaron de dos chalupas, corrieron los 80 metros desde la orilla y les dijeron quietos ahí. Al frente, el tercer hermano de ellos, Jesús Marino, vio perplejo el fusilamiento de sus familiares y de los otros dos muchachos.

En el mismo instante, en otra calle del barrio y en circunstancias similares morían dos jóvenes más. El caso produjo una avalancha de reacciones. El Presidente, el gobernador, el alcalde, los ministros, los generales, todos se precipitaron a declarar su indignación y a anunciar medidas urgentes para ponerles fin a las matanzas en Buenaventura. Unos pocos días antes, el 19 de abril, 12 jóvenes del barrio Punta del Este habían sido convocados a jugar un partido de fútbol. Era una trampa. Los amarraron, los torturaron, los mataron y sus cuerpos fueron arrojados a los esteros.

Ambos hechos tuvieron repercusión nacional. Desde entonces, la situación de inseguridad no ha cambiado. Ahora ya no hay muertes colectivas sino individuales, aisladas, que ni siquiera registran en las notas breves los periódicos.

El rosario de asesinatos ha continuado gota a gota. El Instituto Nacional de Medicina Legal cuenta 215 homicidios en Buenaventura en lo que va de este año. Esto es un asesinato cada día. El 96 por ciento de las víctimas son hombres, la gran mayoría de entre 15 y 30 años. Por eso, ronda la pregunta: ¿quién está tras esta cadena de crímenes?

"Tenía un carrito en el que cargaba frutas para vender en las calles. En esas estaba cuando lo mataron", dice Esmeralda Bonilla, de 25 años, esposa de José David Reyes Sánchez, de 31. La pareja tuvo tres hermosas niñas, las dos menores gemelas de 7 años. Como las otras viudas de la violencia del puerto, tampoco tienen respuestas. Sólo interrogantes: ¿cómo voy a hacer para alimentar a mis niñas? ¿Cuál será el futuro de ellas? Su incertidumbre va en contravía de las formidables cifras que arroja este puerto.

Según los registros de la Dian, la Nación recibió aquí un billón 600.000 millones de pesos en 2004 por recaudo de impuestos. Una cifra natural, ya que por Buenaventura pasa el 55 por ciento del total de la carga de exportación e importación del país. O sea 10 millones de toneladas por año. Con 6.788 kilómetros cuadrados, es el municipio de mayor extensión del departamento del Valle del Cauca, además de ser un territorio de especial importancia para Colombia y el mundo por su extraordinaria biodiversidad ambiental.

¿Cómo es posible que, a pesar de estas condiciones, las 450.000 personas que aquí viven estén a la deriva, sin saber cuándo y quién le pondrá freno a esta cadena de muertes que en cada esquina, en cada calle, deja una viuda más? La raíz del problema es estructural: el analista Diego L. Arias, en un estudio para la Vicepresidencia de la República, hace una radiografía concluyente: el 80 por ciento de la población pertenece a los estratos 1 y 2 y de ellos, el 90 por ciento está en condiciones de pobreza, y el 10 por ciento en indigencia. "Eso del estrato 6 aquí no existe. Esto sí es el Tercer Mundo", dice otro estudioso de las condiciones económicas del puerto. Abrumado por tanta riqueza en medio de tanta pobreza, el alcalde Saulo Quiñónez dice con desazón: "En Buenaventura no sabemos cuántos nacen y cuántos se mueren, estamos llenos de subregistros y de proyecciones". El líder popular Arlintón Agudelo dice que el puerto es un polvorín al que el país debe auxiliar de inmediato: "Imagínese que hay 64 por ciento de desempleo. Ningún núcleo urbano resiste eso". Y los que tienen trabajo tampoco son privilegiados pues, según el Dane, el promedio de ingresos mensual por persona no supera los 200.000 pesos.

Y en lo social, las cifras de la Dirección de Planeación Municipal también son escalofriantes: el analfabetismo en la población mayor de 15 años roza el 20 por ciento, mientras que la deserción escolar alcanza el 48 por ciento de los niños y los jóvenes. El 60 por ciento de las viviendas son de estratos 1 y 2 dispuestas en su mayoría en zonas de alto riesgo y en donde se hacinan sin esperanza hasta 13 personas por vivienda. No son sólo los lugareños, sino más de 23.000 desplazados. Todos provenientes de poblaciones ribereñas como Cajambre, Yurumanguí, El Naya, Punta Soldado, lugares de donde además salieron espantados por la violencia. Ahora malviven esperando la presencia de un Estado que los dejó a las manos de Dios. "Últimamente se ha visto más el Estado. Pero se ha hecho visible en lo militar, que es muy importante, pero son más urgentes las escuelas, los hospitales, el alcantarillado, el agua", dice Antero Viveros Viveros, presidente de la junta de acción comunal del barrio Lleras. Su queja está sustentada: el 65 por ciento de los hogares de Buenaventura no tiene saneamiento básico y en el 50 por ciento el agua sólo llega dos horas cada tercer día.

Es paradójico que en un puerto escasee el agua. Máxime que se trata de un lugar a donde llegan decenas de ríos y quebradas que bajan de la cordillera Occidental y cuya costa está rasgada por centenares de esteros, de brazos del mar Pacífico que se meten entre los manglares. Pero esa exuberancia es al mismo tiempo una maldición, pues es el camino natural para el tráfico ilegal de drogas y de armas. Lo descubrieron hace una década los paramilitares, los guerrilleros y los narcotraficantes que convirtieron en un escenario de batalla a este otrora oasis de paz. En agosto de 1998, la guerrilla incluso se atrevió a incursionar en el casco urbano. Luego entraron a sangre y fuego las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que impusieron su ley hasta principios de este año, cuando se combinaron dos elementos que provocaron el actual baño de sangre.

En primer lugar, la desmovilización de las AUC que comenzó el Bloque Calima, el 18 de diciembre del año pasado, y que debería seguir en los próximos días con la del Bloque Pacífico. Bajo esta circunstancia, las Farc vieron un escenario ideal para tomar posesión de los sitios clave del puerto. Al fin y al cabo, esta es la puerta para Nariño, Cauca, Chocó y Valle y de paso el destino de embarque de la droga que sale de Putumayo. Y simultáneamente, también en este año se estrechó el cerco a los barones de la droga del norte del Valle, Diego Montoya, alias 'don Diego', y Wílber Varela, alias 'Jabón', quienes, según informes de inteligencia de la Policía Nacional, decidieron apostarle a Buenaventura para abrir nuevas rutas.

Como estos narcos y la guerrilla marxista no estaban insertos en el tejido social de la ciudad, se han ido abriendo paso con estrategias similares: pagarles sumas millonarias a los humildes residentes de los barrios populares y ante las negativas, irrumpir disparando para dejar constancia de quién es la nueva ley.

Los paramilitares no se han quedado atrás y han reaccionado con fiereza: las autoridades les atribuyen, por ejemplo, la masacre de los jóvenes del equipo de fútbol. Sin embargo, sus tropas desmovilizadas también han puesto gran número de bajas. Según cifras de la alcaldía, han sido asesinados 16 ex paras en lo que va corrido de este año. La muerte más notoria fue la de Wílmer Valencia, conocido como 'Félix', muerto a tiros de fusil el 4 de febrero, en una camioneta blindada, cuando iba escoltado por un puñado de hombres. Los atacantes cerraron el vehículo y le dispararon hasta que vencieron el blindaje. Se estima que hubo más de 200 tiros de fusil a sólo 100 metros del comando de la Policía.

Matar a 'Félix', el hombre fuerte del Bloque Calima en Buenaventura, fue la declaración de una guerra que cada vez se agudiza más y en la que los hombres, en especial jóvenes, han puesto el mayor número de muertes. "Me mataron mi marido, mi hermano, mi hijo", dice Dioselina Rodríguez, de 32 años. "Mi familia se quedó sin varones", dice, entre el bochorno de su casa de madera, en el barrio Lleras.

Por ahora, las Farc se han hecho fuertes precisamente en este barrio, mientras los paramilitares han hecho lo propio en el Alfonso López. Ambos son zonas deprimidas, donde cualquiera se vende por unos cuantos pesos. El barrio Lleras, lugar de las últimas masacres, está construido en palafitos, casas de madera levantadas entre las aguas. Ello hace que los navegantes clandestinos carguen y descarguen armas y drogas sin mayor esfuerzo y entren y salgan en la oscuridad sin problemas. Todo ello con la participación, o al menos la presencia, de los lugareños, que terminan involucrados aun sin quererlo.

¿Qué va a ocurrir? Las autoridades municipales creen que la solución debe ser integral. A los desmovilizados no se les puede dejar solos, a los narcos hay que combatirlos, a la guerrilla hay que enfrentarla pero, sobre todo, el desarrollo hay que estimularlo con urgencia. Para el Estado, perder la principal ciudad sobre el Pacífico tendría consecuencias incalculables. Y eso es precisamente lo que está ocurriendo. No sólo los muchachos mueren por las balas, sino los niños y los enfermos, por las condiciones de salubridad. Mientras que la expectativa de vida tiene un promedio nacional de 62,3 años, en Buenaventura es de 51. "Hay que tener cuidado", advierte Elvia Cruz Mina, de 29 años, y madre de seis hijos. "No lo digo por los de 20 y 30 años que están matando porque al fin y al cabo ellos ya vivieron mucho tiempo, sino por los niños, pues si se caen, se los lleva el mar", explica, resignada, en su improvisada vivienda de madera. En la distancia, Arsenio Celorio Garcés observa confundido y adolorido. Le mataron a su hijo Rudiney Celorio Vivero, de 19 años, en otra masacre. Las autoridades le prometieron que le iban a ayudar, que no lo iban a dejar solo, cuando lo vieron llorar de rodillas ante el cuerpo inerte y baleado de su hijo. Pero al hacer el levantamiento del cadáver, el agente de la Fiscalía que hizo el acta anotó el nombre mal. Desde entonces no ha podido convencer al Estado que su hijo, su único hijo varón, está muerto y enterrado. Le contestan que el equivocado es él y que deje de quejarse.