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La pesca más grande de la historia

Ciro Durán, el director de una película sobre la toma de la embajada de República Dominicana, escribe para SEMANA sobre lo que sintió al revivir ese histórico episodio.

1 de enero de 2001

Por que retomar un hecho ocurrido hace 20 años para hacer una película? Es una pregunta que se me hace a menudo con ocasión de la filmación de la película La toma de la embajada, ocurrida en Bogotá el 27 de febrero de 1980. Ese día, para decirlo en términos de hoy, ocurrió la ‘pesca’ más grande y más grave de diplomáticos de la historia: 14 embajadores —incluido el norteamericano Diego Ascencio—, además de muchos otros diplomáticos, fueron secuestrados por un comando guerrillero del M-19 para ser canjeados por 311 prisioneros políticos. Con un ingrediente adicional, la exigencia de 50 millones de dólares por su liberación. Es decir, un secuestro extorsivo similar a los que ocurren hoy diariamente en Colombia pero de carácter político-militar, cobijado con una alta dosis de ideología.

Fue una violenta acción que Rosemberg Pabón, quien comandó el asalto con el nombre de combate de Comandante Uno, recuerda así en su libro sobre la toma, refiriéndose a los momentos iniciales, cuando vestidos elegantemente como ‘invitados’, dos parejas de guerrilleros se acercaban a la puerta de la embajada para asistir a la recepción ofrecida con motivo de la fiesta nacional de República Dominicana, mientras al frente 12 guerrilleros fuertemente armados, divididos en tres columnas que cubrían todos los flancos del edificio, esperaban para atacar. Eran las 12.10 del día: “Al dejar el grupo de guerrilleros atrás, me adelanto con mi pareja otra vez y ya puedo ver el interior de la casa. Nos observan… Pero yo veo que la puerta se aleja, como que camino y camino y la puerta sigue estando lejos. Ya vamos a llegar… Hay un tipo, tal vez para control. Seguro nos pide la invitación. Le sonrío, meto la mano en el bolsillo como para sacarla y agarro el arma. Pero él me dice: ‘Doctor, bien pueda, siga’, y yo, ‘muchas gracias, caballero’. Vamos entrando y vemos a la gente: todos encopetados, en sus grupitos, hablando, con la copita… Cruzando el umbral escuchamos ¡Fuego!”.

Era la señal convenida para entrar en acción.

Las dos parejas de guerrilleros ‘invitados’ sacan repentinamente sus pistolas. El Comandante Uno empieza a disparar al aire y grita: “¡Esto es un asalto! !Al suelo todo el mundo!”. La reacción de los diplomáticos es diversa pero, en general, sus refinadas maneras vuelan hechas añicos, como los vidrios de la casa, impactados por las balas.

El Comandante Uno trata de controlar muchos ángulos a la vez y en uno de sus giros ve que alguien le apunta con una pistola. El Comandante Uno dispara. El espejo de la sala donde se refleja su imagen apuntándose a sí mismo recibe el impacto y se parte en dos, quedando todavía la mitad del reflejo. El Comandante Uno rápidamente vuelve a disparar. El espejo se derrumba y su imagen desaparece.

Cuando el embajador estadounidense fue obligado por el guerrillero ex tupamaro ‘Omar’ a pararse frente a la puerta de vidrio de la embajada para detener el avance del Ejército, utilizándolo como escudo humano, él recuerda así dicha experiencia en su libro escrito sobre la toma: “Todavía me erizo de pensar en el magnífico blanco que ofrecía. Me sorprendió cómo pude pararme ahí con relativa ecuanimidad y hasta cierto desdén mientras que una que otra bala me silbaba cerca de las orejas… Posteriormente he pensado si no sería mi herencia hispánica, a la que se atribuyen conceptos de fatalismo y machismo, la que me dio la fuerza que necesitaba. Octavio Paz habla de esta mística de los hispanos y dice: ‘Morir o matar son ideas que rara vez nos abandonan. Nos seduce la muerte”.

Fueron 61 días que estremecieron al mundo. Enjambres de periodistas venidos de todos los rincones del planeta se instalaron en carpas, en un campamento que denominaron ‘Villa Chiva’, para cubrir el hecho minuto a minuto, teniendo que soportar durante la noche temperaturas bajo cero, lo cual incrementó grandemente el consumo de aguardiente. Y muchos vecinos del área convirtieron el asunto en negocio, alquilando habitaciones a tarifas muy altas, sobre todo a los periodistas de las más conocidas cadenas de la TV norteamericana. Colombia entera se trasnochó pendiente a todo momento de la TV y de la radio.

Vinieron luego los diálogos con el gobierno, sostenidos en una camioneta frente a la embajada. Diálogos largos y tormentosos, interrumpidos en varias ocasiones, mientras los rehenes ‘agonizaban’. “Nos importa un carajo su tal Constitución que no es la nuestra, por algo la estamos combatiendo”, les decía en el momento más álgido ‘La Chiqui’ a Ramiro Zambrano y a Camilo Jiménez, los dos negociadores delegados del gobierno colombiano. Cuando, recientemente, un alto dirigente de las Farc expresó lo mismo con las mismas palabras, no pude dejar de pensar en que muy poco ha cambiado.

Así, pues, todos los ingredientes que permiten hacer una película de acción estaban presentes, algo similar a lo ocurrido en la toma de la embajada japonesa en Lima. Sin embargo no fueron estos elementos de acción, tipo Schwarzeneger —con cuya más reciente película deberemos competir, además de los dálmatas de Disney (¡Sálvanos Señor!) en las salas de cine el próximo 25 de diciembre—, los que más me llamaron la atención, sino lo que vino después, todo lo contrario de la acción física, y hablo de un proceso interior ocurrido a raíz del inevitable contacto humano posterior entre guerrilleros y rehenes. “Desde el principio —escribe el embajador norteamericano Diego Ascencio en su libro sobre la toma— unos pocos terroristas no disimularon que me despreciaban como agente del imperialismo capitalista norteamericano. Yo era un monstruo de un país monstruoso”. Sin embargo, dos meses después, durante la Semana Santa, con ocasión de un accidente ocurrido con unos huevos de Pascua ilustrados por el pintor David Manzur y enviados como regalo al diplomático de Estados Unidos, el mismo embajador escribe: “Más tarde ‘La Negra’ (la guerrillera María Eugenia Vásquez, una de las pocas sobrevivientes de la toma), admirando uno de estos huevos de Pascua, accidentalmente lo dejó caer y se rompió. ‘Norma’ (nombre de guerra de la famosa guerrillera ‘La Chiqui’, quien murió después combatiendo en las selvas del Chocó) se apenó mucho y para compensar me obsequió con una tarjeta de Pascua hecha por ella. En la tarjeta aparecía un huevo, en un extremo una mano empuñando un fusil, y en el otro una bandera norteamericana y bonos de tesorería colombianos cayendo. En el anverso Norma había escrito: ‘Señor Diego, ojalá no tenga nunca que disparar contra usted…’. Las palabras de Norma me produjeron sentimientos encontrados pero le agradecí la intención”.

“Ojalá no tenga nunca que disparar contra usted”, la frase clave que viene a ilustrar lo que ocurrió después. El conflicto interior que produce el hecho de tener que disparar a sangre fría contra alguien a quien ya se conoce, en el caso de que los comandos combinados —junto con israelíes y americanos— del Ejército colombiano decidieran entrar. Este dilema interior, de carácter humanitario, terminó por relegar a segundo término el canje y las exigencias del dinero. ¿Romántico para los tiempos duros de hoy? Tal vez, pero así ocurrió. Dicen que aun en el caso de los secuestros más atroces deben cambiarse regularmente los guardianes de la víctima para evitar que un potencial acercamiento termine por ablandar al secuestrador y lo imposibilite para matar a su víctima en caso de una operación rescate. Una luz al final del túnel. Y fue esa luz la que condujo a la solución del más grave secuestro ocurrido en Colombia y que ojalá sirva para iluminar la despiadada guerra de hoy.

Fue por esa luz también que decidí rescatar ese hecho de hace 20 años para convertirlo en película. Espero que sea mi grano de arena en la construcción de la paz en Colombia.