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LA PREGUNTA POR ANDRES

Muere Andrés Holguín: un hombre Culto, con mayúscula.

24 de julio de 1989

"Es claro que la "felicidad" no existe. Pero sí existen los instantes felices. Y la mejor vida, la del hombre más consciente de su situación dentro de la naturaleza, es la de quien puede, prescindiendo de los mitos y las ofertas de la religión, vivir su existencia en plenitud, sin desechar ninguno de los placeres inmediatos que la vida ofrece desde la lectura que nos colma de asombro hasta la experiencia sexual que nos llena de júbilo). Y así el "carpe diem", el aprovechar el dia, antes de que llegue la muerte, sigue siendo, como en las épocas de Anacreonte y de Horacio, de Omar Kayyham y de Ronsard, una lección de sabiduría perdurable". Este es el párrafo final de "La pregunta por el hombre", el último de más de veinte libros publicados por Andrés Holguin. Lo paradójico--o lo lógico tal vez--es que cuando lo escribió estaba poniendo sobre el papel el testimonio de su propia vida, una vida que avanzaba rápidamente hacia su inevitable destino final.

Nacido en Bogotá, en el seno de una familia de la más rancia estirpe conservadora, Andrés Holguín fue un hombre de ideas liberales en el más amplio y filosófico sentido de la palabra. Y ateo por más señas. Pero hizo del humanismo y de la cultura su culto personal. Aunque era un Intelectual--con mayúscula--y un hombre Culto--también con mayúscula, "porque su cultura era de verdad y no aparente", según le dijo a SEMANA el doctor Abelardo Forero Benavides--, Holguín, pequeño, afable, de hablar pausado y movimientos cautelosos, detestaba que lo llamaran así.
A pesar de ser poeta y ensayista y filósofo. A pesar de vivir rodeado de libros, de buenos libros, todos leidos de principio a fin. A pesar de su larga trayectoria de maestro de filosofia y cultura griega y egipcia. A pesar de sus vastos conocimientos.

Simpático, poco amigo del deporte, experto en tortugas y, por consiguiente, reflexivo por naturaleza y sensible hasta los tuétanos, los viajes y las lecturas le dieron una visión del mundo y del hombre equilibrada y justa, visión que tal vez no hubiera logrado si hubiera seguido por el camino del derecho, de los juzgados y los procesos. Porque de sustanciador de procesos en un juzgado cualquiera, por allá en el año del "Bogotazo", pasó a convertirse, por decisión de los doctores Mariano Ospina y Darío Echandía, en Prefecto de Seguridad Nacional, un cargo exótico para el poeta que llevaba por dentro.
Fue encargado de la seguridad del Estado cuando el país estaba incendiado, cuando las turbas enardecidas saqueaban el comercio, cuando los presos se desbandaban por las calles de la capital. Nunca entendió por qué lo nombraron, aunque en algunas oportunidades afirmó que tal vez "porque necesitaban a alguien que no tuviera resistencias en ninguno de los dos partidos".

Pero la diplomacia, indirectamente, lo rescató para la cultura humanista. Cuando dejó el puesto, con una úlcera entre pecho y espalda, para viajar a ocuparse de un cargo diplomático en París, llevó consigo un tema que, desde su adolescencia, le martillaba en la conciencia: el problema del mal. Tardó 30 años en su interpretacion, hasta que en 1972, después de haber hecho algunas escalas en la administración pública --fue procurador general de la Nación y consejero de Estado--, se reservó cuatro meses para poner en orden sus ideas y sus notas. El mal es una limitación, una imperfección de la naturaleza, concluyó.

Desde entonces se consagró definitivamente a escribir, a enseñar, a viajar. A compartir con sus alumnos de las universidades de los Andes y del Rosario y con las señoras "bien", ansiosas de escaparse de la vida rutinaria de pañales y tés, todo el acervo de conocimientos adquiridos a lo largo de una vida consagrada al estudio y a la búsqueda de respuestas para las preguntas fundamentales del hombre: la vida, la muerte, el amor...

La vida y la muerte. Siempre estuvo consciente de que vivir era estar muriendo, pero nunca sucumbió al pesimismo o a la amargura. De ello lo salvó el amor, eso que él no sólo volcó al traducir a los mejores poetas franceses o al escribir sus propios poemas o al elaborar una antologia de la poesia colombiana, sino que vivió a plenitud, enamorado siempre de una mujer. Lo corrobora su amigo el doctor Forero Benavides: "Andrés siempre estuvo muy enamorado". Y como el mismo Holguin lo dijo: "Cada hombre que haya amado verdaderamenle, podrá pensar que no ha vivido en vano..."
Enamorado y leyendo, como era su costumbre, le llegó la muerte el pasado 22 de junio. Lo sabía, porque el hombre vive fugazmente entre dos momentos absolutos: la vida y la muerte. Lo único cierto. Por eso también escribió: "Lo cierto--debo confesarlo en voz baja--es que no resulta fácil, por doloroso, escribir todo esto; ¿ pero qué ganaría yo, o qué ganaría el lector, con describir otros sueños, similares a los mitos o a las creencias de tantos sistemas religiosos, filosóficos y místicos? El escritor sólo tiene un compromiso, el de expresar su "verdad" o lo que, muy vacilantemente, vislumbra como lo más probable frente al interrogante terrible--es la palabra--sobre el destino humano...". La muerte no lo sorprendió, la estaba esperando. Con calma, sin angustia. Y aunque no creía en el más allá, ni creía que el hombre tenia algún derecho o privilegio para superar la muerte, también sabia que "la vida no tiene un desenlace en la nada. El ser vivo muere y, al morir, (...) se integra, transformado en polvo y ceniza, a la ceniza y al polvo del universo que lo recibe y lo comprende. Ese polvo (ese "polvo enamorado" si se quiere) y esas cenizas no son, evidentemente, la nada, la nada pura".-