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La tercera guerra

Después de declararle la guerra al narcoterrorismo y a la guerrilla, el país parece habérsela casado a la corrupción. Pero como en las otras dos, ésta también requiere de prioridades y estrategias: ¿cuáles deben ser?

8 de marzo de 1993

LA SEMANA PASADA, Y UNA VEZ QUEDO ATRAS el impacto inicial de la detención masiva de concejales y ex funcionarios distritales por el lío de los auxilios, los comentaristas de prensa y los tertuliadores de coctel comenzaron a plantear la discusión en torno a las consecuencias que la decisión tomada por la Fiscalía General en este sonado caso puede tener en el corto y el mediano plazo. Muchos criticaron los procedimientos espectaculares de la detención de los ediles y otros el que la Fiscalía no haya hecho diferencias entre quienes hicieron buen uso de los recursos asignados y quienes no. Pero además de estas observaciones, no faltaron quienes de manera directa se preguntaron si la sociedad colombiana, enfrentada como ninguna otra en el planeta a la guerrilla y al narcoterrorismo, está en capacidad de librar una tercera guerra, a manera de cruzada ayatolesca contra la corrupción.
Los argumentos de quienes esto plantean van desde consideraciones, según las cuales es un error colocar a un Juan Martín Caicedo en la misma picota pública de un Tirofijo o un Pablo Escobar, hasta aspectos menos epidérmicos, como el hecho de que si no se tiene cuidado en el manejo de las proporciones y alcances de la guerra contra la corrupción, se puede lograr un efecto negativo consistente en deslegitimar la validez de las instituciones que se pretende defender contra narcotraficantes y guerrilleros.
Pero es posible que las anteriores consideraciones, en cierto modo clasistas, no sean válidas, pues así como la guerrilla y el narcoterrorismo han puesto en peligro la existencia de Colombia como Nación, algo similar puede llegar a suceder si se desborda la corrupción y carcome desde adentro los cimientos de Estado. "No se puede dar prioridad a un aspecto sobre otro, pues todos son igualmente graves. Narcoterrorismo, guerrilla y corrupción son igualmente culpables de la crisis actual", le dijo a SEMANA el presidente de Fenalco Sabas Pretelt.
Es evidente, pues, que las dudas expresadas por distintos sectores de opinión y de la clase dirigente no apuntan a pedir que las autoridades bajen la guardia en el tema de la corrupción. Lo que se busca es que no se desaten cacerías de brujas y campañas indiscriminadas, en vez de librar esta guerra de manera ordenada, con prioridades y estrategia.

LOS RIESGOS
Hace cerca de cuatro años, la administración de Virgilio Barco trajo a Colombia a un grupo de expertos extranjeros quienes, con el patrocinio de las Naciones Unidas, integraron una misión destinada a analizar los problemas de la administración pública nacional, especialmente la corrupción.
Dicha misión produjo un documento final que ha sido escasamente divulgado, y que contiene algunos elementos que bien pueden servir en estos momentos para determinar qué se está haciendo bien y qué mal en la lucha contra los corruptos.
Dicha misión concluyó, entre otras, con una interesante recomendación de realizar una lucha selectiva aleatoria, en contra de la idea que ha hecho carrera de colocar prácticamente todos los funcionarios públicos bajo sospecha. La propuesta de los expertos es escoger a ciertos funcionarios sobre quienes pesan severas sospechas, y someterlos a la más rigurosa y tecnifieada investigación, con el fin de revisar todas sus aetuaciones y de estudiar la evolución de sus cuentas bancarias y las de sus allegados. Este sistema selectivo tiene, según el documento final de la misión, "la doble ventaja de mejorar sustancialmente las posibilidades de detectar un comportamiento corrupto en el universo de funcionarios investigados, y la de crear un importante elemento disuasivo para el universo global de los funcionarios".
Eso es todo lo contrario de lo sucedido en el caso de los concejales y del ex alcalde Caicedo. Allí ha habido evidentes dificultades para demostrar quiénes de entre ellos se alzaron con los auxilios. Eso pudo haber llevado, según opinión de algunos penalistas, primero al juez 23 y ahora, al parecer, a la Fiscalía, a meter a todos los investigados en el mismo saco, sin importar el destino de los dineros y con la acusación no de haberse robado la plata, sino de haber participado en un proceso administrativo que la Fiscalía considera ilegal.
La definición de peculado por apropiación que se encuentra detrás de la postura de la Fiscalía, implica que puede ser procesado por peculado por apropiación no el que se alce con recursos del Estado, sino simplemente el que, como consecuencia de sus actuaciones -de y buena o de mala fe permita que unos - fondos se inviertan de manera irregular.
No hay duda de que se trata de una tesis jurídica tan interesante como discutible.
Pero más allá del debate jurídico, la pregunta debe plantearse en el terreno práctico: ¿se combate realmente a los corruptos de esta manera? Columnistas que por años han escrito sobre el tema de la corrupción, como es el caso de María Teresa Herrán, Roberto Posada o Enrique Santos Calderón, creen que no. El temor de ellos y de muchos otros colombianos es que los verdaderos corruptos se oculten en el tumulto de todos los investigados. Y teniendo en cuenta que la posibilidad de que los acusados vayan a la cárcel depende de un asunto de interpretación jurídica alrededor de la definición del peculado por apropiación, debe contemplarse la opción de que en las instancias superiores o en el propio juicio esta interpretación cambie y todo el mundo, ladrones y no ladrones, salga libre.
¿Qué pasaría si en cambio se hubieran concentrado los recursos investigativos y la seriedad que ha caracterizado a la Fiscalía en definir a dónde fueron a parar los auxilios, y cuáles se usaron bien y cuáles mal? Tal vez se habría logrado demostrar en una media docena de casos una clara malversación de fondos, un caso evidente de corrupción que no dejaría las dudas que hoy tienen muchos colombianos con respecto a si es justo que todos los concejales sin excepción -de ahora y de varias administraciones anteriores- vayan a terminar enjuiciados.
En la guerra contra las drogas se han hecho varias distinciones según el tipo de conducta del delincuente. Una cosa es lavar dólares, otra consumir marihuana, cocaína o heroína, otra traficar con drogas y otra muy distinta -y sin duda la más peligrosa desde el punto de vista de la supervivencia de la sociedad- poner carrobombas. Por eso se han escogido unas prioridades que han permitido, sin dejar de combatir ninguno de los tipos de delito relacionados con el narcotráfico, concentrar los mayores esfuerzos en aquello que se considera más peligroso y dañino: el narcoterrorismo.
En cuanto a la batalla por sanear a la administración pública, también es necesario que se hagan distinciones. No puede ser igual equivocarse de buena fe en la expedición o en la interpretación de una determinada norma, que adueñarse de bienes del Estado cuando se ocupa una posición que lo facilita. Como le dijo a SEMANA un alto funcionario del Gobierno nacional "no todo el que viola una norma es un corrupto y aunque uno y otro deben recibir una sanción, la sanción no puede ser la misma en ambos casos".
En los últimos tiempos se han dado numerosos episodios que demuestran que los distintos organismos de investigación y de control -Procuraduría, Fiscalía, Contraloría y Veeduría-, unos más que otros, han caído en el error de apuntarle al bulto de funcionarios con una escopeta de perdigones, en vez de afinar la puntería con un fusil de mira telescópica, directo al corazón del verdadero corrupto.
Fue el caso, por ejemplo, del apagón. Cerca de un centenar de destituciones y decenas de pliegos de cargos: imposible distinguir entre quienes participaron del festín de los millones de sobornos, sobreprecios y negociación de sobrecostos de las hidroeléctricas, de aquellos que simplemente hicieron uso de un modelo técnico equivocado que impidió que los recursos hídricos se usaran de manera más prudente.

EL CASO DEL VEEDOR
Pero quizás ningún ejemplo ilustra mejor los excesos y equivocaciones que pueden darse en la lucha contra la corrupción, que el caso del veedor del Tero, Jorge García. Esta atípica figura fue creada por la nueva Constitución en el marco de los acuerdos políticos que condujeron a la disolución del Congreso.
El Veedor desató, desde su posesión a fines de 1991, una cruzada contra el uso indebido de dineros públicos.
Pero la espectacuaridad de sus declaraciones de prensa ha sido inversamente proporcional al resultado efectivo de su gestión. Son muchos los colombianos que están convencidos de que García ha obtenido grandes logros en la lucha contra la corrupción. Sin embargo, un análisis de sus acciones no parece demostrarlo.
Su primera y draconiana actuación fue congelar alrededor de 50.000 becas para estudiantes que iniciaban el bachillerato, dentro del marco de los planes educativos del Ministerio de Educación y del Icetex. Para ello partio de la base, sin demostrarlo, de que dichas becas iban a ser usadas con objetivos políticos, a pesar de que quienes coloquen estos programas aseguran que se trata de los únicos que operan en el sector público con base en criterios relacionados con las buenas calificaciones y los bajos ingresos de los beneficiarios.
¿Se evitó con dicha medida la corrupción y el mal uso de dineros públicos? Es muy posible que no. Lo único que logró el Veedor fue que meses después el Consejo de Estado echara atrás su resolución de congelación de esos recursos, con el argumento de que no se podía confundir las becas con los auxilios. Logró, además, que hace algunas semanas el procurador ad-hoc, Gustavo Zafra, pidiera su destitución por extralimitación de funciones, en un proceso que será estudiado ahora por el Consejo Superior de la Judicatura al que el Veedor acudió para evitar ser removido de su cargo.
Más allá del debate sobre la competencia de la Procuraduría o del Consejo Superior para juzgarlo, lo que parece claro es que las actuaciones del Veedor pueden haber resultado contraproducentes en la lucha contra la corrupción.
A nombre de esa guerra, paralizó un masivo programa de becas sin contar con mayores pruebas de que hacían parte de un procedimiento clientelista, y logró con ello que decenas de miles de estudiantes de primaria no pudieran pasar al bachillerato el año pasado. Nadie niega que García podía tener las mejores intenciones, pero es evidente que la efectividad de su gestión -que no su popularidad- ha quedado en entredicho: por cuenta del Veedor no se ha instruido ningún proceso que permita meter a la cárcel a un solo corrupto.
Lo grave de estas acciones indiscriminadas, carentes de elementos probatorios, es que al mismo tiempo que poco o nada se logra en la batalla contra los corruptos, lo que queda en el ambiente popular es la sensación de que todos los funcionarios y todos los políticos están comprometidos con la corrupción. No se logra con ello golpear a la corrupción pero sí desprestigiar el sistema político, en favor, claro está, de los enemigos que éste tiene en los guerrilleros y narcoterroristas .
Todo esto para no mencionar el riesgo que existe -y que está empezando a volverse realidad de que las acusaciones de corrupción comiencen a ser utilizadas como instrumento de lucha política. La campaña electoral que se está iniciando puede estar condenada a sufrir de ese mal. Los diferentes sectores que van a participar en la contienda parecen dispuestos a socavar la imágen de sus adversarios con toda clase de cuestionamientos morales, sin que a nadie le importea portar pruebas.
Esto último puede conducir a la venezolanización del proceso político colombiano, con consecuencias que están a la vista en el vecino país. Por cuenta de unas acusaciones que la semana pasada la Corte Suprema de Venezuela encontró absolutamente infundadas, Carlos Andrés Pérez lleva más de un año en peligro de caerse y de dejar el poder en manos de militares sobre cuyos propósitos de gobierno nada se sabe a ciencia cierta.
Son estos algunos de los riesgos que habrá que sortear para que la guerra contra la corrupción, que cuenta con gran apoyo popular, se libre de manera acertada y eficiente. Si no se abre un debate nacional sobre cuáles deben ser las prioridades de esta lucha, si no se establece una estrategia coordinada que reemplace la batalla de protagonismos entre los distintos organismos de control, y si no se concentran los esfuerzos en combatir a los verdaderos peces gordos de la corrupción en Colombia, se puede caer en una crisis peor que la que se está afrontando, y en la cual va a resultar tan difícil explicarle a la gente que no todo funcionario ni todo político es corrupto, como ha resultado tratar de explicarle a los norteamericanos que no todo colombiano es narcotraficante.

JORGE RAMIREZ OCAMPO, PRESIDENTE DE ANALDEX
Tradicionalmente, la JusticiA ha sido más eficaz entre más discreta.
En el caso de los concejales y en muchos otros, la espectacularidad puedE no sólo resultar en desmedro injustificado de la honra de algunos, sino perjudicar la aplicación misma de la Justicia.

ENRIQUE SANTOS CALDERON, Columnista
Me preocupa mucho que la Fiscalía, dirigida por un hombre excelente, no tenga sin embarlgo prioridades claras en la lucha contra la corrupción, pues corre el peligro de no lograr sus propósitos por querer abarcar demasiado.

ROBERTO POSADA "D-ARTAGNAN Columnista
En el caso de los concejales, creo que debe juzgarse la destinación de los auxilios, pues es un despropósito condenar de igual forma a quienes malgastaron los dineros y a quienes los emplearon correctamente.
Pienso además que parte de la culpa de la espectacularidad tan criticada del arresto de los concejales se le debe a los medios.

CARLOS ARTURO ANGEL, Presidente de la Andi
No tiene sentido que la ley juzgue en los mismos términos a quienes se vieron envueltos en un error procedimental que a aquellos que, según se dice, se robaron la plata del Distrito.

MARIA TERESA HERRAN, Columnista
En los tres frentes de guerrilla, narcotráfico y corrupción, hay demasiada vitrina. En el caso de la corrupción a uno le gustaría ver menos circo y más pan, es decir, menos show y más sentencias condenatorias.