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La tierra del olvido

Al cumplirse 40 años de la creación del Incora el país todavía está lejos de una verdadera reforma agraria., 48936

15 de octubre de 2001

Durante el año que terminó se realizaron en Colombia más de 17 foros sobre reforma agraria. El tema se ha convertido en un verdadero caballito de batalla en las negociaciones con la guerrilla, en los foros gremiales o académicos y en los debates políticos. Ríos de tinta han corrido a la hora de las propuestas y cientos de discursos de todo tipo la han defendido o condenado. Entre tanto miles de campesinos colombianos todavía aguardan que algo pase y la anhelada reforma de la que hablara Carlos Lleras Restrepo en los 60 se convierta en una realidad más allá de la simple retórica. El Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), que se creó para llevarla a cabo en el corto plazo, ya cumplió 40 años con más pena que gloria. ¿De qué le ha servido entonces al país y cuáles han sido los principales obstáculos para hacer reforma agraria en Colombia? A lo largo de cuatro décadas la ejecución de sus programas de reforma agraria ha pasado del típico esquema redistributivo, mediante el cual se compra la tierra para dársela al campesino que quiere trabajarla, al mercado subsidiado de tierras que opera libremente al vaivén de la oferta y la demanda. Entre 1961 y 2001 el Incora adquirió y subsidió 1.864.548 hectáreas, que equivalen a 8.590 predios, y ha beneficiado a 103.483 familias; tituló baldíos en 13.922.756 hectáreas, que beneficiaron a 426.756 familias, y 2.695.476 hectáreas fueron entregadas a las comunidades negras. Igualmente importante es el hecho de que más de 30 millones de hectáreas hayan sido legalizadas en aras de la constitución y saneamiento de resguardos indígenas, lo que ha traído beneficios a más de 75.000 familias. Sumando a esto la formación de cinco grandes reservas campesinas, que gozan de ciertos privilegios y constituyen formas organizadas de economía campesina, el balance del Incora muestra que en 40 años se han beneficiado, por lo menos en el papel, 634.132 familias con un total de 49.097.480 hectáreas. En la práctica los beneficios de la reforma han sido bastante más limitados. “La mayoría de los que recibieron tierras cayeron en la pobreza, las abandonaron o las entregaron al sector financiero en pago de deudas. Los más beneficiados fueron los propietarios, que hicieron buenos negocios al vender tierras caras y de mala o regular calidad a los gobiernos, así como los innumerables funcionarios públicos agazapados en las prácticas de la corrupción y el clientelismo”, dice el profesor Absalón Machado, uno de los más reconocidos expertos en el tema, en su ensayo publicado en el libro Colombia, tierra y paz, que acaba de lanzar el Incora con motivo de sus 40 años. Otras voces críticas delatan la falta de coherencia en las políticas agrarias, que han saltado de un marco jurídico al otro sin dimensionar la verdadera situación de abandono en que se encuentra el campo colombiano y denuncian el hecho de que en Colombia prevalecen la concentración de la tierra en pocas manos, el poder de los caciques políticos en las zonas agrícolas y la falta de oportunidades para que los campesinos mejoren sus niveles de ingresos y capacitación, más allá de la simple tenencia de la tierra en calidad de propietarios. El tema Incora merece mención aparte. Mientras unos piden a gritos que se fusione o se liquide por ser un monumento a la ineficiencia, la burocracia y la corrupción y otros abogan porque sus facultades sean trasladadas directamente a los departamentos y los municipios, aprovechando el espíritu descentralizador de la Constitución de 1991, también hay quienes lo defienden porque entre todos los males que padece el agro colombiano el Incora es el menos malo y todavía hay campesinos que le están agradecidos. Agobiado por una asfixiante carga pensional y con una importante reducción presupuestal para 2002 respecto del año que pasó, el Incora atraviesa uno de sus peores momentos y se ve a gatas para satisfacer tanto sus gastos de funcionamiento como las demandas de sus beneficiarios. Según el ministro de Agricultura, Rodrigo Villalba, el futuro del Instituto está próximo a definirse. “Ya estamos trabajando en un proyecto de ley que busca fusionarlo con las demás entidades que tienen en sus manos la reforma agraria, la adecuación de tierras y el desarrollo rural porque hasta ahora sólo hemos tenido reformas a medias y a un precio muy alto”. Al menos por ahora la posición oficial del gobierno es la de destinar sus mayores recursos a las alianzas productivas, que buscan acercar al pequeño productor al sector privado apoyándolo en la comercialización, la agroindustria y la obtención de insumos y no a sacar adelante los programas del Incora. Según las cifras presentadas por el Ministerio las alianzas productivas recibirán 52 millones de dólares en los próximos cinco años tal como se desprende del Plan de modernización de la economía campesina. De cualquier forma los fracasados intentos de reforma agraria no son culpa exclusiva del Estado colombiano. También obedecen a factores tan complejos y disímiles como la violencia indiscriminada en regiones agrícolas, al mal uso que se da a la tierra y, por supuesto, al cáncer de la corrupción y las componendas del poder político, que sigue siendo manejado por caciques en municipios y veredas. En Colombia la tierra sigue concentrada en pocas manos, mal distribuida y mal utilizada. Todos estos obstáculos hacen que el panorama sea poco alentador: el poder desestabilizador de la guerrilla y los paramilitares en importantes zonas agrícolas no ha generado alguna reforma agraria en aras de la justicia social sino que, por el contrario, hay una contrarreforma que va en contravía de los pocos esfuerzos estatales por mejorar las condiciones de vida de la población rural y fortalecer el desarrollo de la producción en el campo. La situación de los desplazados refleja claramente esa realidad, pues hay miles de familias que han recibido tierras aptas para trabajar pero han tenido que abandonarlas por la presión de los actores del conflicto. De otro lado está el hecho de que en Colombia hay 399.000 kilómetros cuadrados gravemente erosionados, según un estudio publicado recientemente por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi. Ello se explica en gran parte por la mala utilización de los suelos, la proliferación de cultivos ilícitos y por el hecho de que hay campesinos que reciben tierras pero no tienen éxito a la hora de ponerlas a producir. Mientras que el país cuenta con un área total de 114.174.800 hectáreas aprovechables sólo 5,3 millones de hectáreas están dedicadas a la agricultura. El potencial nacional en esta materia llega a las 11,2 millones de hectáreas. Los expertos coinciden en señalar como una de las principales causas de este fenómeno el agotamiento de la frontera agrícola y los pocos baldíos con que cuenta el país para la producción y el reparto agrario, así como la creciente ganaderización y potrerización del campo. Para algunos estudiosos el tema de la reforma agraria está en desuso y lo que debe emprenderse es una reforma rural que transforme radicalmente las estructuras rurales y apunte a un desarrollo agrícola más competitivo, tal como señala Machado. Pero además de repensar el campo y sus posibilidades reales de desarrollo a largo plazo Colombia también está en mora de echar a andar sus programas de reforma urbana, máxime si se tiene en cuenta que el peso de la agricultura en la economía nacional disminuyó de más del 40 por ciento en 1950 a menos del 12 por ciento en la actualidad y la tierra, que en ese mismo año representaba más de la quinta parte de la renta nacional, hoy alcanza menos del 1 por ciento. En ese nuevo contexto se ha vuelto clave la planeación de las ciudades en Colombia, que en buena parte se han convertido en los espejos que reflejan la miseria y el abandono del campo colombiano en estos últimos 40 años.