Home

Nación

Artículo

Durante la travesía de dos días, Norah hablaba por celular con Marcela, quien también busca a su esposo pero no pudo acompañarlas

CRÓNICA

Las fosas vacías

Norah, Irleny y Marcela llevaban nueve años buscando los cuerpos de sus hombres asesinados por los paramilitares. SEMANA las acompañó en una jornada de dos días en la que estaban convencidas de que, por fin, los iban a encontrar.

7 de marzo de 2009

Dicen que la tierra cambia de color cuando tiene huesos y restos humanos. Se vuelve marrón, casi negra. No importa si llevan dos meses, cuatro o 15 años bajo tierra, es fácil saber cuándo se está en frente de una fosa común. "Además -dice Norah Tamayo como si se tratara de una receta para buscar muertos- si la tocas es blandita, como en granos desmenuzados". Ella es pequeña y usa botas pantaneras cinco tallas más grande que la suya. Está en el filo de un monte desolado del Magdalena Medio buscando el cadáver de su esposo. Está convencida de que esta vez sí va a encontrarlo, y sus dos hijos, que ya habían dejado de rezar, esperan que su mamá les lleve buenas noticias.

No van solos. En fila india van una fiscal y tres investigadores, cuatro agentes del CTI, cuatro soldados, un capitán del Ejército, el informante y, detrás, Irleny Valencia, quien al igual que Norah, tiene una historia de búsqueda que completa ya nueve años.

Es posible que esta sea la caminata más importante de sus vidas. Un informante y un paramilitar desmovilizado que no se conocen coincidieron en la ubicación donde pueden estar enterrados Byron Velásquez, el esposo de Norah; José Yandú, el cuñado de Irleny, y Gonzalo Serna, el esposo de Marcela, quien no pudo acompañarlas porque no tenía con quién dejar a sus dos hijas menores de edad.

Han estado esperando este desentierro desde que los paramilitares detuvieron en San José del Nús una buseta y bajaron a los tres hombres porque, según los paras, eran colaboradores de la guerrilla. Sus mujeres aseguran que eso no es verdad, ellos eran vendedores ambulantes en Medellín y revendedores de boletas de grandes espectáculos. De hecho, ese fin de semana regresaban de un concierto de Shakira en Bogotá y preparaban correría para Cali a una feria equina: "En toros y eventos de caballos era donde mejor les iba -comenta Norah-; mi Byron llegaba a la casa hasta con 700.000 pesos de un solo fin de semana".

A las 9:00 de la mañana, cuando arribaron a San José, el capitán Lozano, encargado de la seguridad, les sugirió esperar hasta la una de la tarde porque en la zona había combates entre soldados y guerrilleros. Durante la espera, Norah comenzó a contar su vía crucis. Lo primero que hizo fue averiguar el pueblo donde habían detenido a su esposo, y una semana después estaba allí. Se sentó en el estadero donde estacionan los buses y comenzó a preguntar por Byron. "Al rato se me acercó un señor y me dijo: 'Soy el comandante Arrieta. Lo lamento pero su esposo fue ajusticiado"'. Cuenta que se llenó de rabia y de preguntas que le lanzó al tal Arrieta: que cuándo, que por qué, que dónde está su cuerpo. Arrieta le dijo que ellos no devolvían cadáveres y le ordenó salir de pueblo.

Norah no le obedeció. A las 8 de la noche reconoció el carro del escolta de Arrieta. Estaba lloviendo fuerte y Norah decidió correr detrás de él hasta alcanzarlo. Le dio manotazos a las ventanas polarizadas y tres fusiles apuntaron en su cara. "Vea señora, que mi comandante no tuvo que ver con esa masacre, que se largue de este pueblo". La mujer entró en pánico. Cayó arrodillada en la carretera que ya era pantano y comenzó a darle puñetazos al suelo. "Esa noche me enloquecí", recordó Norah mientras Irleny le pasaba un pañuelo.

Las vivencias de Irleny son también crueles. "Mi hermana murió hace años de una enfermedad y dejó dos hijos con sida que hoy son unos adolescentes y que quiero como si fueran míos. Son los hijos de José y ellos tienen derecho a saber de su papá", dice Irleny como tratando de continuar el relato trágico de Norah. "Hubo un tiempo en el que me tocó inventarles muchos cuentos para que el sida no les cogiera ventaja. La depresión me los puede matar".

Norah dice que perdió el apetito desde hace años, Irleny está comenzado a perder el cabello y Marcela sufre noches de insomnio, pero el amor a sus hijos y la tradición de darle una cristiana sepultura no les permiten el olvido.

A la una de la tarde, en tres carros se dirigen a la vereda San Joaquín. Cuando llegan, el informante les indica de qué lado de la trocha caminar. Van en fila india y el capitán ordena que se detengan: "Inteligencia militar me acaba de informar que esta zona está siendo repoblada por los ex paramilitares. ¿Está segura que desea continuar?", le pregunta a la fiscal. Ella no parece dudarlo. Los mira a todos y decide continuar. Veinte minutos después el informante se quita las gafas oscuras y señala un árbol con raíz en forma de pulpo: "Es aquí", dice.

El equipo del CTI rompe con la pica la tierra. Norah empieza a llorar mientras Irleny la consuela en su hombro. Sólo se escucha el golpeteo de las palas. Pasan casi cuatro horas y las noticias no son buenas. Se tienen que retirar porque ya empezó a oscurecer. Abrieron dos hoyos de un metro con 20 centímetros de profundidad. Dos huecos vacíos.

Al día siguiente, mientras caminan hasta la raíz en forma de pulpo, el informante señala otros lugares. Son pequeños rectángulos a un nivel más bajo que el resto de la superficie de la tierra. Una agente del CTI salta sobre ellos, palpa la tierra, dice: "Esto es excesivo" y le comenta a la fiscal que allí pueden desenterrar más de 10 cadáveres. La idea era volver después de terminar el trabajo en el otro sitio. Llegan a los dos huecos, pasaron tres horas, se hicieron otros tres más y la noticia era la misma: no hay nada. Norah, dando señas de un desconsuelo intenso, se tapa la cara. Y se le oye decir a Marcela por el celular: "No mija. Acá ya hicieron cinco huecos y nada. Pídale a mi Dios que encontremos algo más arriba".

Se devuelven sobre sus propios pasos para esculcar el sitio que la agente del CTI bautizó como 'cementerio' y tampoco hallaron nada. Solo raíces y rastros de desentierros recientes. Ya son las 3:00 de la tarde y el capitán les recuerda que en una hora deben marcharse. Irleny al ver a su amiga perdida en el llanto decide coger un azadón y empieza a cavar. Lo hace de forma torpe y apresurada.

Este tipo de situaciones se han hecho habituales en las exhumaciones que desde 2005 hace la Fiscalía por todo el país y que, en promedio, tienen un costo de cinco millones de pesos. A la fecha han recuperado casi 2.000 cadáveres pero en otros tantos casos las diligencias fracasan, entre otras, como en este caso, porque los verdugos regresan a la zona y desaparecen, una vez más, a sus víctimas.

Pero antes de partir algo inesperado ocurre. Se aparece Érika, una campesina joven, implorando que le saquen al papá de una fosa. Le explica a la fiscal que a su papá lo sacaron los paras de su propia casa hace cuatro años, que lo descuartizaron, que su mamá no duerme de tanta tristeza, que el jueves pasado le dijeron dónde está enterrado, que ella ya fue a comprobar, que cavó con la mano y le sacó el dedo meñique. Que por favor no se vayan sin darle a su papá.

Una hora más tarde y después de pedir la autorización, el equipo llega hasta la fosa detrás de una casa que en 2005 sirvió como lugar de desmovilización para el Bloque Héroes de Granada, comandado por alias 'don Berna'. Érika saca de su mochila una bolsa negra de carnicería y después de desanudarla muestra un par de huesitos: "Mire, esto lo encontré ahí el jueves pasado. Creo que es el dedo meñique de papá". Otra vez las palas, otra vez la tierra y, otra vez, los restos del papá de Érika tampoco están.

En el viaje de regreso a Medellín los rostros de estas mujeres están demacrados. Mojados de tanto llorar y desencajados por la tristeza. Su mirada está perdida y parece que no les importan las explicaciones ni los consuelos de los demás.

No modularon hasta pocos kilómetros antes de entrar a la ciudad cuando sonó el teléfono móvil de Norah: "Aló, Marcela. Nada mija. Llego sin nada.Se nos quedaron en el monte". n