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| Foto: Guillermo Torres

DENUNCIA

Los nuevos dueños del viejo Armero

Hoy nadie sabe a ciencia cierta a quién le pertenecen los predios de la antigua ciudad. El ganado y los cultivos han desplazado a las tumbas levantadas en honor a los muertos.

7 de noviembre de 2015

En junio de 1986, solo ocho meses después de la tragedia, María Onino tuvo fuerzas para regresar a Armero, al terreno donde había estado su casa. Lo reconoció por un árbol donde su hijo había dejado enredada una camisa de cuadros blancos y rojos. La camisa seguía ahí. Onino entonces clavó una cruz blanca en nombre de su niño, sepultado por la avalancha.

Nadie sabe cuándo, pero con el tiempo la cruz fue removida para sembrar arroz sin que a ella, ni a los vecinos que improvisaron tumbas para rezarles a sus muertos, le pidieran permiso. “Es que no respetan”, le dijo a SEMANA la señora, visiblemente molesta, junto a la carretera que atravesaba a Armero.

Treinta años después del desastre no existe ningún documento oficial que acredite a quién pertenecen las tierras del casco urbano de Armero, que se extendían por 380 kilómetros cuadrados. En un principio, los sobrevivientes intentaron delimitar sus terrenos, convertidos en plantaciones de arroz y en potreros para el ganado. Muchas tumbas fueron destruidas y arrumadas, y los predios, cercados. Algunos oportunistas compraron tierras por pocos pesos para después venderlas por mucho más. Y casi nadie reclamó, porque hacerlo implicaba abogados, y estos, dinero. ¿De dónde iban a sacar plata quienes perdieron hasta la ropa que vestían ese 13 de noviembre?

Hace apenas un año, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac), para cumplir una ley de 2013, reconstruyó los planos del área urbana. Lo hizo con fotografías aéreas y datos recogidos en 1983. “Como si fuera un tema premonitorio se había hecho un plano a una escala detallada. Sin esto habría sido imposible identificar el terreno actual”, dice Juan Antonio Nieto, director del Igac. Y lo que sigue es aún más difícil: determinar quiénes son los propietarios.

Para esto, los pobladores deben aportar documentos que acrediten la posesión. “Yo soy franca… ¿de dónde vamos a sacar plata para recuperar escrituras si lo poco que ganamos apenas nos alcanza para comer?”, dice María Onino. Y añade: “Mi mamá era la dueña de la casa. Si no se salvó ella, ¿se iban a salvar los papeles?”. La misma pregunta se hacen cientos de armeritas.

La Superintendencia de Notariado y Registro, que creará el “registro único de propietarios”, sabe que no será fácil. La avalancha arrasó con la oficina de registro de Armero. Gloria Muñoz, que trabajó allí, explica que tras el desastre fueron reconstruidas unas pocas matrículas inmobiliarias, que serán esenciales para saber a quién le pertenece este pueblo. Un pueblo, sin duda, de dos caras: una desoladora, de ruinas abrazadas por las raíces de los árboles y tumbas mohosas; y una vital, de bosques verdes que albergan pájaros, lagartijas, monos titís y culebras. Muñoz dice: “Esto parece las ruinas de una guerra nuclear”, pero con el tiempo también “se volvió un pulmoncito lleno de vida”.

También se usarán para identificar a los propietarios las 4.480 fichas catastrales que poseía el Igac. Pero no serán suficientes pues contienen principalmente los datos físicos de los predios. Además, ni el Igac, ni la superintendencia cuentan con las tierras invadidas por arroceros, ganaderos y otros hacendados. De ellas no saben nada.

Un 'tour' por tierras usurpadas

Gustavo Prada, presidente de la Corporación Casa Armerita, sirve de guía de una expedición por las tierras usurpadas del viejo Armero. El tour comienza por el extremo sur del pueblo: el barrio El Carmelo. Lo primero que se ve es un terreno cercado con un letrero que reza “Bienvenidos. Bentominercol”. Junto a este hay un aviso de un juzgado de Lérida que invita a “todas las personas que crean tener derecho sobre el inmueble” a que reclamen. Según varias personas consultadas por esta revista, este es el único caso que ha llegado a un juzgado. “Un señor compró estos terrenos por muy poca plata, sin papeles ni nada, aprovechándose de la necesidad. Después los vendió”, sostiene Prada.

Los vendió a Bentominercol, una comercializadora de bentonita: una arcilla utilizada en la industria petrolera. Carlos Camargo, su administrador, cuenta que compraron los predios “legalmente” hace15 años, y que solo hace unos meses empezaron las reclamaciones. “Ellos no quieren pelear con nosotros sino vendernos”, explica. “Pero, ¿cómo vamos a pagar dos veces por esos terrenos? Además, ellos ya recibieron un beneficio”. Ese beneficio, calculan algunos, estuvo entre 800.000 y 1.000.000 de pesos.

El tour continúa por el antiguo barrio El Suizo, casi todo cercado, donde hoy se reconstruye una casona –de esas amplias de techos altos tan populares en el antiguo Armero– y se instalaron estanques para la piscicultura. Dentro de esos linderos quedaron las ruinas del colegio Carlota Armero, propiedad del Estado. Los invasores, coinciden varias personas consultadas por SEMANA, son los dueños de la única bomba de gasolina que existe en la carretera que cruzaba el pueblo. “El gobierno dice que no tenemos derecho a poner ni un palada de cemento, pero las personas con dinero sí pueden”, se queja José Rubio, quien vende videos de lo que un día fue Armero.

“Nosotros somos conscientes de que esas tierras son del Estado, están cercadas por seguridad”, dice José Luis Albornoz, administrador de El Puente, la hacienda que antes del desastre tenía el mejor ganado brahman puro de la región. “Es injusto que digan esto cuando hemos ayudado tanto al pueblo, pero es lógico, somos el vecino más grande. Nosotros también vivimos la tragedia. La hacienda quedó arrasada”. El Puente pertenece desde 1860 a la familia Rebolledo, entonces una de las más acaudaladas de la zona. La avalancha, cuenta Albornoz, se llevó a 100 de sus 400 empleados y los dejó con unas 30 cabezas de ganado de las 1.000 que tenían. “Levantarse de la quiebra ha sido muy difícil”.

Más adentro está la Hacienda El Pindal, que ha sido comprada y vendida tantas veces –como sucedió con la mayoría de los terrenos invadidos– que no se sabe en qué momento terminó por absorber el predio que pertenecía al acueducto. Y lo mismo pasó con el hospital psiquiátrico y la Federación de Algodoneros: terminaron cercados.

Omayra, la milagrosa


La última parada es el monumento a Omayra. Está su rostro grabado en lápidas, y hay crucifijos, escapularios, juguetes, velas y otras ofrendas para la niña “milagrosa”. A Gustavo Prada, como a muchos habitantes de Armero, le molesta que el sufrimiento de Omayra se haya convertido en un negocio. Y le molesta que la Ley de Honores aprobada en el Congreso contemple la construcción de tres monumentos en su nombre. “No estoy de acuerdo –dice–. En la tragedia murieron otros 7.000 niños. ¿Por qué no hay homenajes para ellos?”.

Esa misma ley reza que, cuando se establezca quiénes son los dueños de Armero, el gobierno les comprará sus predios para construir el parque temático Jardín de la Vida. “Es un pecado gastar 40.000 millones de pesos en un parque cuando hay gente que no tiene qué comer”, dice Gustavo Prada. “La postragedia ha sido más dura que la tragedia”. Y José Rubio, el vendedor de videos, añade: “Yo preferiría que invirtieran en el progreso de Armero Guayabal (donde hoy viven buena parte de quienes sobrevivieron). Da tristeza verlo tan acabado”.

Lo único que les queda a muchos de los sobrevivientes son esas tierras, que también recuerdan lo que un día tuvieron y perdieron. Por eso lamentan tanto “la apatía del gobierno” en los últimos 30 años. ¿Por qué no se habían puesto en orden estos terrenos antes? “Me imagino que ha sido un tema de voluntad política”, responde el director del Igac. Y la senadora Rosmery Martínez, ponente de la Ley de Armero, da una última pista: “El proyecto de ley fue radicado por primera vez en 2002, pero el gobierno de entonces nunca le dio viabilidad”.

Vea paso a paso cómo desapareció Armero.