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Lara, Gómez y Garzón. | Foto: Archivo particular

LIBRO

Tres increíbles historias de grandes de la política colombiana

A propósito del lanzamiento de ' Las Colombias que he vivido' de Hernán Andrade Serrano, SEMANA comparte uno de los capítulos de la obra.

17 de diciembre de 2018

Con su libro ‘Las Colombias que he vivido‘ Hernán Andrade muestra diferentes caras del país que han sido olvidadas. Revela los entresijos y los detalles inéditos de los acontecimientos que han conmovido y modificado el orden y la estructura del país. Andrade es de los pocos colombianos que puede contar, de viva voz y con experiencias directas, lo que ha ocurrido en últimas tres décadas. Fue protagonista en los debates políticos más relevantes. Desde el Congreso demandó la elección del expresidente Virgilio Barco, defendió judicialmente al periodista Jaime Garzón y estuvo en el equipo de Álvaro Gómez Hurtado en la Constituyente de 1991. Como senador, propuso la primera reelección presidencial, enfrentó a las mafias con la extinción de dominio, denunció la loca carrera armamentista de Hugo Chávez y se la jugó por la paz.

A propósito del lanzamiento del libro, SEMANA reproduce ‘Los grandes de la política’, el tercer capítulo de la obra original.

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RODRIGO LARA BONILLA

Pese a que ya moldeaba mi personalidad hacia el conser­vatismo colombiano, en el ambiente político regional del Hui­la la figura del liberal Rodrigo Lara Bonilla era enceguecedora: joven, vigoroso, frentero, mezcla de brillante orador y abogado decente, enfrentado a curtidos caciques como Guillermo Pla­zas Alcid, mi admiración por él iba más allá de lo partidista. Y por mi formación jurídica tenía mucha afinidad a tal punto que lo acompañé – siendo él Ministro de Justicia del presiden­te Betancur – a presentar el proyecto de Código Contencioso Administrativo en Barranquilla; mis pinitos políticos fueron a su lado pero la atracción era más intelectual que ideológica, sobre todo porque compartía su lucha – suicida quizá – con­tra el narcotráfico que ya permeaba todas las capas sociales, económicas y políticas del país. Su asesinato en abril de 1984 a manos de la mafia fue tanto un cimbronazo a la elasticidad moral de los colombianos como un agudo golpe a las espe­ranzas que él encarnaba para jóvenes como yo, más aún si era mi paisano neivano y me había permitido compartir algunos escenarios del Derecho.

La cercanía con Lara Bonilla se facilitó, además, pues poco antes el Ministro Justicia había sido otro huilense, Felio Andra­de Manrique, hijo del gran líder Luis Ignacio Andrade Díaz, un 30

portentoso mariscal de las huestes de Laureano Gómez que fue Ministro de Obras Públicas y de Gobierno, y quien cuando estaba a punto de ser candidato presidencial para 1958, colgó los hábitos de la política y se enfundó en los de la vida mona­cal para terminar sus días – murió en 1966 - convertido en un monje de la Comunidad Claretiana bajo el nombre de Fray Anselmo de Santa Quiteria. Tengo un lejano parentesco con Felio, por lo cual en muchas campañas me he beneficiado de que algunos viejos copartidarios que lo conocieron y apoyaron, tanto a él como a su padre, lo reconozcan así y me den su voto con mayor convicción conservadora; claramente no es difícil crear esa bondadosa relación. Felio murió en 2010 tras una prolífica carrera, tan prolongada como la de su padre; fue cón­sul en New Orleans (Estados Unidos) y trabajó en la embajada en Panamá; Representante a la Cámara, Concejal y Senador en varios períodos; Lleras Camargo lo nombró el primer Goberna­dor del Huila del Frente Nacional, cargo en el que recuperó la explotación de la Lotería del Huila que había estado en manos de la multinacional Philipp Morris, y fundó el Reinado Nacional del Bambuco junto con el gran compositor y médico Jorge Vi­llamil, y otros notables opitas. Como Ministro de Justicia fue el gestor de la construcción del actual Palacio de Justicia de Neiva.

Los nombres de mis antecesores Andrade tienen origen curioso: los que adoptó Luis Ignacio para el sacerdocio, Fray Anselmo de Santa Quiteria, eran los de sus padres, Anselmo Andrade y Quiteria Díaz, nacidos como él en Altamira, Huila; el de Felio correspondió al masculino de su madre Felisa, por cuya salud Luis Ignacio ofreció abandonar la política y dedicar­se a la dignidad de ser ministro de Dios; esa promesa la hizo el 9 de abril de 1948 en la Clínica Marly en la carrera 13 con 50 mientras en el centro de Bogotá era asesinado Jorge Eliécer Gaitán, y la cumplió en enero de 1957, un mes después del fa­llecimiento de Felisa.

Y fue justamente Felio Andrade como Ministro de Justicia de Betancur quien me dio el primer cargo público como secre­tario de las Comisarías Nacionales de Policía, cuyas oficinas quedaban en la calle 12 que da hacia la Universidad Externado en la Candelaria, de Bogotá. El nombramiento ocurrió por ges­tiones de mi tío Eduardo Serrano Gutiérrez, ya curtido político “alvarista” (de la línea de Álvaro Gómez Hurtado) en el Huila, amigo y copartidario del Ministro.

En esa Comisaría hacíamos una especie de justicia comu­nitaria, barrial, lo que me permitió conocer palmo a palmo las zonas más complejas de Bogotá donde la pobreza se enseño­reaba; las diligencias de levantar cadáveres eran frecuentes y de ellos recuerdo uno particularmente doloroso, aterrador que atendimos. Por allá arriba en los cerros, quizá en la zona de San Cristóbal, al salir a trabajar una humilde mujer dejó a su bebé solo en la casa y el pequeño fue atacado por un cerdo que criaban dentro del hogar; el animal literalmente lo devoró. Era un cuadro impactante, de un estado de miseria en el que confluyeron la condición de cabeza de hogar de la mujer, la im­posibilidad de llevar al bebé a su trabajo en la calle, la ausencia de alguien que lo cuidase y el cerdo que era el único patrimonio con que contaban.

Pero la tarea permanente era la de resolver casos de conflic­tos entre vecinos, pleitos menores y promover la convivencia, que se resolvían con órdenes directas o con multas y la gente acataba, había respeto por la Justicia fuese comunitaria o de despachos formales. Todo ello me sirvió muchísimo, ya como congresista, para instaurar los jueces de paz y ser apasionado defensor de los sistemas alternativos de resolución de conflic­tos.

Estuve dos años en ese cargo pues cuando salió Felio del Ministerio y llegó el maestro Bernardo Gaitán Mahecha, nom­brado por Betancur por quien yo había votado, me echó justo en la semana en que me graduaba de abogado. Lo elegante sería decir que renuncié pero no, me declaró insubsistente, o como dicen los bogotanos, me botó del puesto con la razón elemental del esquema partidista: ya el Ministro no era conser­vador sino liberal y yo era conservador. Nada qué hacer. Enton­ces con el cartón de la Universidad debajo del brazo me lancé a litigar, con énfasis en el Derecho Público Administrativo que hoy me sigue apasionando; del año 1983 al 1992 los juzgados y tribunales fueron mi casa y el escaso patrimonio que alcancé a acumular fue producto de ese ejercicio, un capital que se fue diluyendo en la carrera política.

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DEMANDANDO AL PRESIDENTE

Mi debut en grandes ligas del Derecho fue en 1986 con apenas 25 años de edad y pichón de abogado con ínfulas de estrella de la jurisconsulta. Y me fui por el nivel más alto de cualquier pretensión, como aquellas que sueñan los periodis­tas que se dedican a la investigación: tumbar un Presidente de la República. Bueno, casi, un sólido candidato a la Presidencia, el ingeniero cucuteño Virgilio Barco Vargas, del Partido Liberal y rival de mi ídolo conservador Álvaro Gómez Hurtado. A po­cos días de la elección presidencial, cuando las encuestas le daban holgada ventaja a Barco, me sumí en largas jornadas de análisis de montañas de folios y normas para alegar, ante la Sala Electoral del Consejo de Estado, que la inscripción de la candidatura de Barco Vargas debía ser anulada. Por supuesto que ello desató un terremoto político y una aguda controversia, más partidista que jurídica, pues de lograr mi propósito le que­daba allanado el camino a Gómez Hurtado para ser el Primer Mandatario en su segundo intento.

La demanda nació de la estrecha amistad de Felio Andra­de Manrique con Gómez Hurtado; en las discusiones también participó Juan Gabriel Uribe Vegalara, para la época joven se­cretario privado del candidato conservador. Inicialmente era otro abogado el encargado de tramitarla pero se negó asusta­do – y al parecer había exigido que, en caso de ganar Gómez, lo nombraran Embajador en Madrid - y me la asignaron a mí con apenas 25 años de edad y cuatro de experiencia; recorrí 34

diversos juzgados de Bogotá acopiando documentos a contra reloj pues faltaban pocos días para la elección.

El encabezado de la demanda, con el que mi juvenil pecho de novato jurista se inflaba, decía:

“Consejo de Estado. - Sala Contenciosa Electoral.

Referencia: Electoral N º 021.

Actor: Hernán Francisco Andrade Serrano.

Nulidad del acta N º. 05 del 17 de abril de 1986. Producida por el Registrador Nacional del Estado Civil, por medio de la cual se inscribió la candidatura a la Presidencia de la República del doctor Virgilio Barco Vargas, por el Partido Liberal Colombiano”.

Mis argumentos se sostenían en que había una especie de conflicto de interés del futuro Presidente debido a pleitos ju­rídicos contra la Nación promovidos por una empresa de su familia, en la que él también fungía como socio con sus hijos. Los pleitos eran de años atrás cuando se revirtió a favor del Estado colombiano la famosa “Concesión Barco” para explotar el petróleo en el Catatumbo, de la que fue original propietario el general Virgilio Barco Martínez, abuelo del entonces candi­dato, usufructuada rentablemente por tres generaciones entre 1905 y 1981. En esos años, aún la Concesión les producía a los Barco más de 50 mil dólares mensuales, a valores de hoy unos 100 mil dólares, esto es cerca de 310 millones de pesos colombianos (al cambio promedio de 2018).

La sociedad Escobar Barco y Compañía Ltda., y la Funda­ción Virgilio Barco (en homenaje al abuelo, no al candidato), pretendían en las demandas obtener más regalías en dólares por un mayor valor del petróleo y por la terminación – ilegal se­gún ellos – de la “Concesión Barco”, y tales procesos aún esta­rían en curso y se fallarían en el período para el cual podría ser 35

electo Barco Vargas, beneficiario millonario de esos recursos. Firmé, radiqué en el Consejo de Estado y salí muerto del susto a coger un bus hacia Neiva para esperar el cimbronazo de lo que acababa de hacer; al día siguiente la demanda fue primera plana en los medios bogotanos.

La gravedad del caso era mayor pues el candidato liberal se había inscrito ante la Registraduría el 17 de abril, mi demanda la radiqué a fines de ese mes y la elección sería el 25 de mayo de 1986. Apenas cuatro días antes de los comicios, la Sala Electoral del Consejo de Estado, con ponencia del magistrado Jorge Valencia Arango, decidió no admitir la demanda y dejó libre el camino a la presidencia del líder liberal. Según Valencia, lo que se podía demandar era el acto de elección, no el de ins­cripción por ser un acto intermedio o previo2

  1. Luego, ya como congresista, defendí la misma tesis y se estableció que es proce­dente demandar el acto de inscripción electoral. Acto Legislativo 01 de 2009. 

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ÁLVARO GÓMEZ HURTADO

Hasta ahí llegaron mis ínfulas del David joven litigante con­tra el Goliat de quien fue electo Presidente para el período 1986 – 1990. La idea, planeada por Gómez y Felio, era que apenas entrara la demanda se la asignarían a un magistrado conser­vador y este la admitiría, pero no ocurrió así; finalmente era más una acción desesperada de Gómez Hurtado pues ya las encuestas lo daban como perdedor casi 2-1 frente a Barco y esa acción fue contraproducente, un bumerán del candidato conservador. Pero pese a que lo marcó tanto esa segunda de­rrota se volvió a postular en 1990 bajo la bandera de su propio Movimiento de Salvación Nacional, una escisión del conserva­tismo enfrentada a la línea oficial que seguía liderando su gran rival Misael Pastrana Borrero. Gómez le ganó esa lid por amplia ventaja al candidato oficial de Pastrana, Rodrigo Lloreda Cai­cedo pero perdió por el doble con César Gaviria Trujillo, imba­tible tras recibir en el cementerio las banderas del asesinado Luis Carlos Galán.

Gómez Hurtado, aunque no pudo ser Presidente sí dejó una impronta indeleble al llegar la Constituyente de 1991, en la que plasmó muchas de sus tesis en esa Carta que nos rige. Esa fue su revancha histórica.

Y justamente volví a estar al lado de Gómez Hurtado cuan­do éste llama a Gabriel Melo Guevara y a Dionisio Gómez Rodado a que lo asesoren en la presidencia colegiada de la Constituyente de 1991, y me vinculan a ese equipo, honor que sentí como nadie; uno de los temas sustanciales para el líder conservador, en los que puse mi cuota, era instituir la segunda vuelta presidencial ante la imposibilidad de que la ley pudiera reglamentar los partidos; Gómez Hurtado decía que para de­rrotar a lo que él llamaba el “PRI” Liberal (en alusión a la larga hegemonía del PRI mexicano, que mantuvo el poder durante 70 años ininterrumpidos) era necesaria la segunda vuelta presi­dencial. Y logró incluir el artículo en la nueva Constitución pero no pudo derrotar al liberalismo; cae asesinado cuatro años, en 1995, después de firmar esa nueva Carta Política, que tiene su impronta indeleble. Y curiosamente quien se benefició de esa segunda instancia electoral fue Andrés Pastrana Arango, hijo del gran rival de Gómez Hurtado, el expresidente Misael Pas­trana Borrero. En 1998 Andrés perdió la primera vuelta contra Horacio Serpa y le ganó en segunda.

Pero la discusión de no reglamentar la organización de los partidos sí la perdió póstumamente Gómez Hurtado 12 años después de la Constituyente. Aunque logramos incluirla en la Carta del 91, en dos reformas del 2003 y 2009 establecimos, siendo yo ponente, todo el mecanismo constitucional y legal para disminuir el número de agrupaciones políticas. Lo que nos pedía Gómez Hurtado era una norma que atomizara e hiciera estallar el espectro partidista con muchos grupos para derro­tar al liberalismo; él decía que era la única forma y lo demostró con la instauración de la segunda vuelta presidencial que es donde los pequeños grupos pueden armar alianzas y coalicio­nes para sumarse a uno de los dos finalistas, como ocurrió con Andrés Pastrana quien pierde la primera vuelta en 1998 y arma sociedad con los candidatos perdedores para derrotarlo en la segunda. Igual ocurrió con Juan Manuel Santos en 2014 frente a Oscar Iván Zuluaga: el exministro de Defensa perdió en primera vuelta y le ganó en segunda al exministro de Hacienda. Pero en cuanto a no permitir que hubiese estricta reglamenta­ción de los partidos, esa flexibilidad constitucional – artículo 107 que redactamos - se volvió inmanejable a tal punto que en 2002 llegamos a la cifra de 74 movimientos y partidos inscritos legalmente, muchos de ellos convertidos en simples vendedo­res de avales para candidatos a alcaldías, concejos, goberna­ciones, asambleas y Congreso; tras las dos reformas pasamos a 16 partidos en 2006 y a 13 en la actualidad.

Otro caso singular que tramité, esta vez como litigante in­dependiente y fuera de esos grandes escenarios de la políti­ca y del Derecho, ocurrió en las vastas, desoladas y calientes arenas de La Guajira donde los pleitos electorales son tan fre­cuentes como las parrandas al son de vallenatos y el whisky, o chirrinchi a palo seco y chivo. Entablé un proceso por el trasteo de más de 1.000 indígenas wayuu que, curiosamente, apare­cían votando el mismo día en cuatro y cinco puestos pero con distintos nombres. La prueba del fraude era grafológica, con la huella digital y así lo pudimos demostrar; a los wayuu los sa­caban de sus rancherías el domingo electoral a punta de ron, chivos y plata y, ahí sí literalmente, los trasteaban por pueblos y veredas votando una y otra vez con las cédulas y nombres ficticios. Recorrí muchos de esos lugares en búsqueda de los elementos de prueba, logré demostrar esa insólita corrupción electoral; sin embargo, por aquellos avatares de la discusión formal del Derecho, el pleito finalmente se perdió frente al otro candidato, Rodrigo Dangond Lacouture que era apoderado por el ya famoso jurista y congresista (antes del 91 los parlamen­tarios podían litigar) Hugo Escobar Sierra, quien fue predecesor de Felio Andrade en el Ministerio de Justicia. Escobar Sierra, distinguido laureanista, había sido el primero en el Congreso, en la década de los 70, en denunciar la influencia de los dineros de la mafia en la política, tarea que luego asumiría con valen­tía y arrojo Lara Bonilla. El candidato al que defendí, Hernando “Nando” Iguarán, es miembro de la familia del que sería años después Fiscal General, Mario Iguarán Arana.

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DEFENDIENDO A JAIME GARZÓN

En la calle 16 con 34, cerca del centro de Bogotá, funciona­ba la oficina de uno de los más prestigiosos juristas del país, Dionisio Gómez Rodado con su socio Eduardo Fonseca Prada, quienes solían reclutar a los mejores noveles abogados, en­tre ellos uno que ha descollado a muy alto nivel en el campo del Derecho Administrativo, Weiner Ariza Moreno, con quien yo compartía la sustanciación de los procesos. Allí me vinculé enfocándome en materias administrativas, contratación y res­ponsabilidad estatal. Y a esas oficinas llegó un desconocido exfuncionario del Distrito a solicitar los servicios para una de­manda pues alegaba que lo habían echado injustamente de su cargo de Alcalde Menor de Sumapaz, la localidad más grande y alejada de Bogotá, vecina por su extremo sur con el Huila y epicentro histórico de las Farc. El exfuncionario había sido destituido por el alcalde Mayor, Andrés Pastrana Arango y su Secretario de Gobierno, alegando que había descuidado sus deberes durante unas elecciones regionales. Él era el encarga­do de abrir las mesas de votación de su zona. Dio apertura a la primera y por llegar tarde a la segunda, separada por tres horas de trocha, fue notificado de su despido.

Jaime Hernando Garzón Forero era aquel exalcalde Menor de Sumapaz; luego se convertiría en Jaime Garzón, a secas, el más reconocido periodista y humorista político del país por sus programas de televisión Zoociedad, ¡Quac! El Notice­ro, Lechuza y con su personaje “Heriberto de La Calle” en el noticiero CM& y conductor de la emisora R@dionet. Tomé el poder para la demanda sin un peso de honorarios de Jaime y sin contrato; mientras yo redactaba el documento él se divertía imitando personajes y mamándoles gallo a todos los de la ofi­cina, así que me terminó pagando con su gracia. Me acompa­ñó luego al Tribunal a radicar la demanda, como casi siempre ocurre con los buenos abogados apenas faltando 10 minutos para el cierre y justo cuando vencían los términos. Volvimos caminando por la Séptima y al llegar al Museo Nacional me dijo que nos sentáramos cerca de una verja y que lo acompañara ahí. Al cabo de unos 15 - 20 minutos le dije “bueno, ¿pero qué hacemos acá güevón?” y me contestó “no, es que yo todos los días me siento acá” (él vivía arriba, en La Perseverancia, en el mismo edificio donde residía Antonio Navarro Wolff). Entonces le pregunté “¿y usted qué hace acá?” y me responde “es que yo todos los días me siento acá a ver pasar Bogotá”. Ese era su mejor plan, ver el paso de la ciudad en las caras, movimientos, colores y cuerpos múltiples de sus habitantes.

 Como debate jurídico era un caso interesante pues el viejo Código Electoral (que viene de 1986 y aún sigue vigente en la mayor parte de su contenido) establece que se puede destituir al funcionario sin fórmula de juicio cuando incumpla sus debe­res durante un proceso comicial, por lo cual el alcalde Pastrana y su Secretario de Gobierno creían estar actuando correcta­mente. Esa fue la causa jurídica y no aquella que se ha repeti­do en algunos medios: que la Secretaría de Gobierno le había pedido notificar las casas de lenocinio autorizadas en la zona, frente a lo cual Garzón respondió: “Después de una inspec­ción visual, informo que aquí las únicas putas, son las putas FARC”. El episodio, propio de su chispa e inteligencia, fue real pero no el motivo de su salida.

Al llegar la Carta Política de 1991, el constitucionalismo se puso de nuevo en el primer plano del debate filosófico y ello me permitió ahondar en los derechos fundamentales del debido proceso que le habían sido vulnerados a Jaime.

La demanda siguió su curso y cuando Jaime ya era famo­so y yo estaba inmiscuido a fondo en la política regional y ad portas de la nacional, se falló a su favor en 1997 en el Consejo de Estado ordenando pagarle una indemnización por los ocho años desde la destitución, incluyendo salarios y prestaciones por ese tiempo. Igualmente nombrarlo en un cargo de igual o superior categoría al de Sumapaz; sin embargo transcurrieron dos años antes de que el Distrito cumpliese esa segunda par­te; en la primera alcaldía de Enrique Peñalosa, en agosto de 1999, se dispone nombrarlo como Subsecretario de Gestión y Planeación, pero solo por un día como acto simbólico y al siguiente Garzón tomaría vacaciones aplazadas por 146 días y luego renunciaría; incluso llegaron a contemplar designarlo como jefe del Cuerpo de Bomberos por ese día pero alguien previno que, dada la increíble personalidad de Garzón, había el riesgo de que quisiese quedarse en el puesto. Finalmente se convino posesionarlo el 5 de agosto pero por razones que desconozco, se aplazó para dos semanas después.

Nunca hubo posesión. Jaime fue asesinado por sicarios al amanecer del 13 de agosto cuando iba hacia la cadena radial R@dionet, en la zona bogotana de Quinta Paredes. Su muerte provocó una de las más grandes olas de indignación en el país, comparable o superior a la de los magnicidios de Galán, Piza­rro o el mismo Gómez Hurtado.

De mis honorarios nunca supe; el único intento que hice, al saber que la demanda se había fallado a su favor, fue buscarlo para que me pagara con una lustrada de zapatos y la entrevis­ta de su personaje “Heriberto de La Calle” en el noticiero CM& pero finalmente no pudimos encontrarnos. Yo ya era congre­sista, lo cual hubiese sido un baño de fama en el noticiero más visto. Alguno de sus amigos diría luego que con la indemniza­ción Jaime se había comprado una camioneta, que estrelló en las afueras de Bogotá.