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“No sería exagerado afirmar que por más de 20 años su poder no conoció límites. El sólo hecho de no dilapidarlo con conductas abusivas lo consagraba con el paradigma del demócrata para todo el liberalismo colombiano”, escribió López de quien reemplazó a su padre en la Presidencia en 1945

crónica

Lleras por López

Alfonso López Michelsen se enfrentó durante un cuarto de siglo con Lleras. Finalmente se reconciliaron. Estos son apartes del homenaje póstumo que le hizo.

24 de junio de 2006

Los políticos somos un caudal de veleidosos y encaprichados que un día estamos de amigos, otro de adversarios enconados, reconciliados luego y enfrentados más tarde. Mis relaciones con Alberto Lleras a lo largo de 60 años se caracterizaron por lo tornadizo de nuestras respectivas situaciones. En el fondo había algo de una recóndita rivalidad, impensable en el terreno intelectual, pero verosímil en el afectivo, como suele ocurrir entre dos hermanos de un mismo tronco.

Contaba yo con escasos 15 años cuando lo vi por primera vez en París. Venía de la Argentina y mi padre lo llevó al apartamento en donde residía nuestra familia. Conservo viva en la retina la silueta extremadamente flaca de aquel joven que ostentaba una prenda de vestir poco común, como era el smoking circular de procedencia porteña, que desentonaba con su pinta de adolescente. Era entonces Alberto Lleras un escritor más, como tantos otros de su generación, que habían recorrido el mismo periplo. Contertulio del Café Windsor con Luis Tejada, Jorge Zalamea, León de Greiff y, tal vez, con el mismo Porfirio Barba Jacob, nombres que entraron todos a la historia de nuestras letras. Algunos de ellos se dispersaron por el mundo en busca de nuevos horizontes. Alberto Lleras fue a parar al norte de Argentina como editorialista de una hoja política local y luego como escritor del diario bonaerense La Nación.

Regresó a Bogotá con la aureola de haber sido columnista de uno de los más prestigiosos diarios del continente. Lo aguardaban las dos grandes influencias que lo enrumbaron por la ruta de los más altos destinos. En el costado norte estaba la residencia de la embajada de Chile donde vivía su novia, la joven Bertha Puga, hija del embajador, y, calle de por medio, despachaba como jefe único del Partido Liberal, Alfonso López Pumarejo, huésped de la casa de su cuñada, Cecilia Michelsen de Marchi.

El segundo factor fue, en lo político, Alfonso López Pumarejo. Contaba apenas 43 años cuando asumió la jefatura del Partido Liberal con el propósito de tomarse el poder. A la sombra del jefe, como lo llamaban afectuosamente, Lleras Camargo comenzó a visualizar la política colombiana bajo otro prisma.

Con los años, el hombre nuevo que había dejado de ser un periodista para convertirse en un hombre de Estado excepcional, se perfiló por unánime consenso como el más maduro y ponderado de los epígonos de la reconquista liberal. Su consejo comenzó a ser solicitado en las más diversas circunstancias. Sin haber jamás estudiado el Derecho Internacional, se reveló como un sagaz diplomático en sucesivas conferencias panamericanas y mundiales, aun antes de la Segunda Guerra Mundial. Merced a estos atributos que se fueron aquilatando con los años, su nombre permanecerá siempre unido a los grandes episodios de la Colombia del siglo XX, yo me atrevo a aventurar la hipótesis de que estos últimos 50 años quedarán cobijados con el nombre de 'La era de Lleras'. Entre 1930 y 1980 estuvo presente en el teatro de los acontecimientos en palco de primera fila.

El rasgo por el cual se le recordará por muchos años entre los presidentes de Colombia, fue su desinterés en materias económicas, su desdén por el dinero. Alguna vez, en las épocas de la oposición virulenta, se le quiso comprometer en un ridículo negociado a propósito de la importación de un automóvil puesto a su servicio durante su embajada en Washington.

No se le limitó Lleras a desbaratar el mezquino infundio, sino que aprovechó la ocasión para reafirmar su conducta diamantina y ufanarse de la pobreza tradicional de su estirpe, haciendo mofa de quienes lo calificaban desde El Siglo como un oligarca. No lo era en modo alguno, y en las enconadas controversias que mantuvimos por años, jamás apelé al expediente de tildarlo de oligarca o clientelista. Era un aristócrata en el cabal sentido del vocablo. Venía de una estirpe unida a la historia de la República desde sus orígenes e identificada con el Partido Liberal desde las épocas de Santander. Lleras se enorgullecía de su estirpe de educadores, a la que llamaba "mi gente", no sin temer que se le tachara de pretencioso. No hacía de su pobreza un culto, pero el desinterés por el dinero era su timbre de orgullo íntimo y pocos colombianos saben hasta qué extremos llegó su desprendimiento de las cosas de este mundo.

Los dioses se habían dado cita para favorecerlo. Quienes hubieran sido sus rivales desaparecieron prematuramente de la escena: Jorge Eliécer Gaitán, Gabriel Turbay, Carlos Lozano y Lozano, murieron en la flor de la edad. Darío Echandía, a quien por mil títulos se consideraba como el legítimo heredero de su grupo político, mostró siempre un tal desgano por el poder, que jamás le hizo sombra a Lleras.

Reunía, además, al lado de su autoridad moral por su desinterés, un sinnúmero de atributos para hacer una carrera pública sin par. Una acerada pluma, capaz de conmover a la opinión pública con un documento de dos cuartillas, que al ser leída con su espléndida dicción le daba un efecto multiplicador, como se registra en muy pocos casos. Contaba con una experiencia de la cosa pública que le permitía diagnosticar los más abstrusos problemas desde el punto de vista político, sin tener que comprometerse en cuestiones de carácter técnico. Conocía, además, la maquinaria del Partido, cuando esta aún existía como un organismo que respetaba las jerarquías intelectuales y se sometía ante el prestigio de la inteligencia. No se movía una hoja del árbol liberal por intereses subalternos sino por la mística y el amor a la causa de su militancia.

Por último, contaba con el respaldo incondicional de los grandes diarios liberales del país y de los ex presidentes Santos y López, a quienes justamente se calificaba como jefes naturales de la colectividad. No sería exagerado afirmar que por más de 20 años su poder no conoció límites. El sólo hecho de no dilapidarlo con conductas abusivas, lo consagraba con el paradigma del demócrata para todo el liberalismo colombiano. Nadie vio cernir sobre sus sienes tantos laureles.

Tuvo el coraje de enfrentarse casi solitario a la dictadura de Rojas, en páginas polémicas tan brillantes como las de Laureano Gómez contra el régimen militar. Hacer oposición constituía para él una tarea tan fácil como hacer gobierno. La había hecho contra la administración Santos desde las páginas de El Liberal y volvió a hacerla en 1957 con su pluma versátil, desde el diario El Espectador. Suya, en unión de Laureano Gómez, fue la idea del Frente Nacional. Con el transcurso del tiempo, Alberto Lleras acabó siendo el símbolo mismo del establecimiento colombiano y su más insigne representante y vocero. Con su tradicional modestia seguía transitando en un automóvil anacrónico que él mismo conducía desde Chía. Ningún extranjero hubiera podido sospechar que se trataba del hombre más poderoso de Colombia, dueño de la opinión pública, a través de la radio y de los diarios de mayor tiraje. Como Secretario de la OEA había intervenido con fortuna en los conflictos regionales y en la propia esfera mundial, con lo cual se renovaba el prestigio de la institución. La viuda del presidente Kennedy lo calificaba como el estadista más consumado con quien había tropezado en sus años de vida pública.

No solamente no tenía rivales, sino que el país entero se negaba a darle carta de ciudadanía a quien se erigiera como su competidor en el terreno político. Poco a poco el tedio de la vida de que hablaban de los romanos lo convirtió en su presa. No solamente se retiró de la vida pública sino que su propia vida privada fue de alejamiento y reclusión de anacoreta, a quien le servía de pretexto su salud para reducir sus relaciones humanas a un estrecho círculo de amigos, como los presidentes de turno que iban a consultarlo. La nueva Colombia, a la que aludía con tanta frecuencia en sus escritos, había ocupado el lugar de aquella que le había servido de escenario y que él mismo había contribuido a crear.

Una Colombia más rica, más próspera, más consciente de su inserción en el mundo, pero víctima de un desarrollo que no pudo asimilar sin graves traumatismos por lo excesivamente rápido. Una Colombia, en fin, que era el anverso en lo moral de lo que habían soñado tres generaciones de educadores de la estirpe Lleras.

Cuando murió su hermano Felipe estábamos distanciados de nuevo desde hacía algún tiempo. Ante el agobio de su dolor en la pequeña iglesia en donde se celebraron las exequias, opté por escribirle una carta asociándome a su pena. Recogía en pocas líneas los mismos sentimientos que embargan este escrito ante su tumba: el cercado íntimo de más de medio siglo de vida en común que sólo sobrevive en la memoria de los menos. Conmovido, me llamó y sin proponérnoslo en forma explícita, recapitulamos, como lo hago ahora, nuestro repertorio de recuerdos, ya sin amores y sin odios, ambos convencidos de lo vulnerable de la criatura humana y del tiempo que se pierde en herirla.