Home

Nación

Artículo

LOS DIAS CONTADOS

En la que puede ser su última concesión, el gobierno responde al terrorismo de las Farc con la más generosa oferta de desmilitarización de La Uribe.

24 de julio de 1995

EN CUMPLIMIENTO DE LA tendencia imperante en Colombia desde hace años, la semana pasada una vez más las diferentes noticias relacionadas con la paz parecieron ir unas en contravía de las otras. En efecto, mientras que en una vereda del municipio de Medina, Cundinamarca, aparecían muertos y con claras señales de tortura dos misioneros secuestrados hace 18 meses por las Farc, en Bogotá el gobierno insistía en tenderle la mano a ese grupo con la idea de buscar la consolidación de la posibilidad, cada día más esquiva, de iniciar un diálogo útil con los hombres de 'Tirofijo'. Pero si bien el gobierno fue fiel a su principio de responder con generosidad a la violencia guerrillera, la verdad es que en esta ocasión el asesinato de los dos misioneros norteamericanos y la inmediata condena del hecho por parte de la opinión pública nacional e internacional, especialmente de Estados Unidos, lo obligó a presentar una nueva oferta como un ultimátum a las Farc.
Y es en efecto un ultimátum, pues por primera vez desde que se inició el proceso de paz de esta administración, el gobierno le fijó un plazo -de dos semanas- a las Farc para que respondan, de una vez por todas, si están dispuestas a sentarse en la mesa de negociación. La idea de una fecha límite para celebrar una primera reunión fue bien recibida por algunos sectores de la opinión, especialmente por los gremios económicos. Pero hay en el ultimátum una oferta que para muchos pasó de muy generosa a demasiado peligrosa. Se trata del despeje militar de la zona rural del municipio de La Uribe, Meta, y la concentración de tropas del Ejército con armamento defensivo y no ofensivo en la cabecera municipal. Aunque al pronunciamiento gubernamental -que se produjo por medio de una carta abierta a las Farc dada a conocer el jueves- siguió el modelo de zanahoria y garrote -lo mismo en el fondo que en la forma, ya que la carta fue divulgada en rueda de prensa conjunta del alto comisionado de paz Carlos Holmes Trujillo y el ministro de Defensa Fernando Botero-, lo cierto es que al final de la semana era claro que la zanahoria era mucho más grande que el garrote.
Fueron muchas las voces de alarma que sonaron la semana pasada. El ex ministro Juan Manuel Santos las resumió con claridad en su columna habitual en El Tiempo: "Se optó por el complicado camino de negociar y guerrear al mismo tiempo. Infortunadamente ya se han roto los más elementales principios que deben regir tanto una buena negociación como una buena guerra", escribió Santos. Y agregó de forma contundente: "Lo primero que aprende un negociador es a no mostrar demasiadas ganas ni a ceder posiciones a cambio de nada. Desde el propio nombramiento del Comisionado de Paz, hasta la más reciente aceptación de retirar los avisos ofreciendo recompensas, lo que se ha visto es una cadena de permanentes concesiones sin contraprestación alguna". Ante las protestas de Santos y de otros comentaristas y dirigentes, la respuesta del gobierno fue tajante: "El compromiso del presidente Samper con la paz es indeclinable", dijo Trujillo en su declaración a la prensa.
EL CASO DE LOS MISIONEROS
Pero hacía falta mucho más que declaraciones como esta para borrar de la mente de los colombianos las imágenes de los cuerpos torturados y acribillados de los dos misioneros norteamericanos Timothy Van Dike y Steve Welsh, quienes habían sido secuestrados por las Farc el 14 de enero del año pasado en la vereda La Esperanza, Meta. El episodio sirvió de paso para volver a caldear los ánimos de medios de comunicación de Estados Unidos y funcionarios del Departamento de Estado en Washington. El trágico final de los dos norteamericanos le recordó a los medios y al gobierno estadounidenses, tan sensible s como es apenas obvio a este tipo de noticias, que ocho de sus compatriotas aún permanecen en poder de las Farc y el ELN (ver recuadro).
Van Dike y Welsh pertenecían a la comunidad Misión Nuevas Tribus de Colombia, organismo que condenó el asesinato y pidió castigo ejemplar para los autores. El primero de ellos era profesor y llegó al país en compañía de su esposa y cuatro hijos en 1989. El segundo llevaba más tiempo en el país: estaba en el Meta desde 1981. De acuerdo con informaciones de inteligencia, la guerrilla pedía tres millones de dólares por la liberación de esta infortunada pareja.
El delicado caso venía siendo manejado directamente entre el embajador Myles Frechette y el ministro de Defensa Fernando Botero. Por esa razón, cuando las unidades especializadas del cuerpo Unase en Cundinamarca obtuvieron, gracias a datos suministrados por surtidores de alimentos del frente de las Farc que operaban en la zona, información precisa acerca del paradero de los dos misioneros secuestrados, las autoridades colombianas consultaron al embajador Frechette acerca de la viabilidad de una operación de rescate. El diplomático lo hizo a su vez con su gobierno y con algunos familiares de los misioneros. Como consecuencia de esa serie de conversaciones vino al país un experto norteamericano en operaciones antisecuestro, quien, después de evaluar la situación, llegó a la conclusión de que, en caso de un operativo, las posibilidades de éxito eran tantas como las de fracaso. Por todo ello y además por la clara oposición de los familiares, al final ambos gobiernos tomaron la decisión de dejar a un lado cualquier idea de rescate.
Pero una cosa es descartar cualquier posibilidad de intentar un rescate y otra muy distinta suspender operaciones en una zona tan agitada en los últimos años en materia de confrontación entre Ejército y guerrilla, como lo es el área que rodea al municipio de Medina en el piedemonte cundinamarqués. En desarrollo de planes estratégicos que las tropas de la VII y la XIII brigadas del Ejército, con sede en Villavicencio y Bogotá respectivamente, vienen cumpliendo desde hace algunos meses, los comandantes de esos dos cuerpos estaban comenzando a cerrar un cerco en torno al frente 53 de las Farc, cuyo cabecilla es un guerrillero apodado 'Romaña', quien recibe órdenes directas del tristemente célebre 'Mono Jojoy', miembro del estado mayor del grupo subversivo.
Las tropas habían consolidado posiciones importantes cuando el 15 de junio se produjo un contacto armado con la guerrilla. Los hombres del frente 53 atacaron las posiciones del Ejército para evitar que el cerco se cerrara, y decidieron huir de la zona."Cuando la guerrilla se siente cercada, decide que los secuestrados le estorban. Esa es una vieja y cruenta tradición que suele terminar en la muerte de las personas retenidas", explicó a SEMANA un oficial con amplia experiencia en lucha antiguerrillera. Fue así como los subversivos asesinaron a Van Dike y Welsh. Cada uno de los secuestrados recibió ocho disparos a quemarropa. "A los dos les dieron por la espalda y les pegaron un tiro de gracia en la cabeza con armas de grueso calibre, al parecer Punto 60. Los dos tenían muestras de tortura", aseguró uno de los oficiales que intervino en la operación que culminó con el hallazgo de los cadáveres.

¿GUERRILLEROS O TERRORISTAS?
El episodio, además de haberse convertido en tragedia para los allegados a los misioneros, sucedió en el peor momento, cuando el gobierno estaba decidido a dar un nuevo y audaz paso en la búsqueda de una negociación con las Farc, que venía más bien demorada frente a los aparentes avances alcanzados hace algunas semanas en los contactos con el ELN y el EPL. En el seno del alto gobierno hubo por ello agudas discusiones pero al final, tal y como viene sucediendo desde hace meses, la decisión del presidente Samper de no cerrar las puertas a una salida política se impuso.
Para poder ofrecer a las Farc la desmilitarización casi total del municipio de La Uribe, el gobierno tuvo que hacer a un lado su decisión, muehas veces reiterada, de no dialogar ni negociar con terroristas. Y es que no de otra manera se puede califiear a quienes mantuvieron secuestrados por 18 meses a estos dos misioneros, y luego los torturaron y acribillaron simple y llanamente porque les resultaba incómodo huir eon ellos. Como quien diee, el gobierno tuvo que hacerse el de la vista gorda y, al contrario de lo que sus voceros les pidieron a las Farc -que demostraran su voluntad de paz con hechos y no con palabras- prefirieron creer en los comunicados de ese grupo guerrillero antes que valorar sus actos. El secretariado de las Farc había dicho en un comunicado una semana antes, a propósito del atentado en el parque San Antonio de Medellín, en el que murieron 29 personas: "El terror nunca ha sido ni será un método de lucha revolucionaria. Solo mentalidades enfermas de militarismo y ciegas de odio pueden concebir un crimen semejante contra ciudadanos inocentes e inermes", palabras éstas que perfectamente se podrían aplicar al caso de los misioneros.
¿Por qué, a pesar de lo anterior, el gobierno decidió seguir adelante? Si bien ha tenido que hacerse el tonto con su principio de no negociar con terroristas, en la decisión adoptada la semana pasada el gobierno ha actuado de modo coherente con su reconocimiento -hecho desde los episodios iniciales del actual proceso- de que por ahora no es realista exigir una tregua para dialogar. También ha sido coherente con la actitud asumida por el propio presidente Samper desde su discurso de Bucaramanga el 18 de mayo, en el sentido de dar todas las muestras posibles de generosidad como una manera de arrinconar a la guerrilla y obligarla a meterse en serio a la negociación.
Pero claro, semejante apuesta no puede menos que entrañar unos riesgos muy altos. Las Farc pueden ahora aceptar la oferta de desmilitarización casi total de La Uribe -que según el gobierno estaría limitada a 60 días- y luego, después de los primeros contactos en la mesa de diálogo, simple y llanamente decidir que la negociación no puede continuar. Como es obvio, en el entretanto no sólo se desbarataría el cerco mantenido por el Ejército sobre el secretariado durante los últimos años, sino que las Farc recuperarían el dominio que habían perdido sobre una zona de la cual fueron dueños durante casi una década antes de diciembre de 1990. Y si las cosas llegan a terminar así, entonces el gobierno no sólo habrá perdido su apuesta, sino que todos los colombianos tendrán que pagarla al incalculable costo de haberle devuelto a la guerrilla el único territorio que le había sido arrebatado en cerca de dos décadas de lucha antisubversiva.