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LOS OLVIDADOS

La familia Rivera no es sino un caso más. Pero su drama es igual al de las 150 familias de policías asesinados, que no saben cómo ajustar sus vidas a una nueva y desoladora realidad. SEMANA pasó dos días con la familia ...

13 de agosto de 1990

Sobre el fogón de un destartalado reverbero una vasija con agua y media panela hierve a borbotones. Seis pocillos en hilera están sobre un pedazo de tabla que hace las veces de comedor. Al "ojímetro" doña Rosa reparte en porciones iguales la humeante agua teñida de un color amarillo pálido. De una bolsa plástica saca un pedazo de pan, tan duro como una piedra, y lo corta en seis partes iguales. Luego, esta mujer de carnes metidas, de ojos saltones pero apagados por sus desgracias, se dirige a la puerta de la cocina y pega un grito: "Carajo, la comida se enfría y no hay más gasolina para recalentarla" . Es el mismo menú que desde hace tres meses se sirve cada dos días en la casa de doña Rosa Amparo Arango de Rivera. Los otros días no hay nada qué comer y al estómago se le engaña con un vaso de agua para que "las tripas dejen de reclamar".

Los Rivera viven en una humilde vivienda en las colinas que conforman la comuna noroccidental. Allá en el barrio Castilla, al occidente de Medellín, donde la pobreza es la fiel compañera de una romería sin fin de hombres y mujeres que con el credo en la boca esperan que la muerte no los sorprenda. Esa que todos los días ronda como un fantasma por las calles en busca de colegialas que son violadas y después asesinadas, y de jóvenes que permanecen en los cafetines y cantinas y que después de muchos tragos y droga se enfrentan en fenomenales balaceras que dejan muchos muertos. Ahí, en medio de esa manigua de cemento y tierra, vivía Luis Fernando Rivera Arango.
El hijo mayor de doña Rosa Amparo, el soporte económico de una familia conformada por cinco hermanos y tres tías. El era agente de la Policía Metropolitana de Medellín. En mayo del año pasado había sido asignado como escolta del vehículo del gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur, un cargo que le reportó unos pesos de más, pero que también fue el trampolín para que encontrara la muerte aquel 1º de julio de 1989 cuando una bomba voló en mil pedazos el carro del gobernador y la motocicleta en que se dirigía el agente Rivera Arango.

"Ese día, antes de que mi hijo se fuera a cumplir con su deber, hablamos un rato. El me dijo que se iba a retirar porque tenía miedo que de pronto lo mataran y nos dejara desamparados. Y se iba a retirar porque el gobernador le habíá ofrecido un puesto mejor en la gobernación y también le había prometido una beca para el estudio de su hermana menor. Cuando me enteré por las noticias de la radio que Luis Fernando había muerto, una gran parte de mi vida murió con él", dice doña Rosa Amparo de Rivera.

La muerte del agente Rivera fue el comienzo del drama para una familia que durante un año ha llevado a sus espaldas el costal de la miseria. La única entrada económica que tenían se derivaba del sueldo que mensualmente recibía Luis Fernando. Con esos $52.000, doña Rosa Amparo hacía milagros: pagaba el arriendo de la casa, el estudio de sus tres hijos menores, hacía el mercado del mes y vestía a la familia. Con la muerte de su hijo, su esposo Eduardo Rivera, un anciano de 73 años, tuvo que emplearse de celador. Pero el trabajo apenas le duró un mes. "Me echaron por viejo", dice don Eduardo Rivera, mientras exige una explicación del por qué un hombre a su edad se convierte en un estorbo para todo el mundo.

Por esa época la familia Rivera aguardaba con mucha esperanza que las autoridades de Medellín le tendiera la mano y le ayudara a salir de aquel difícil trance, que con los días estaba convirtiéndose en pesadilla. Pero como siempre, desde que en Medellín están matando policías, las viudas y las madres de los agentes asesinados, sólo han recibido promesas. "La nueva gobernadora--dice doña Rosa Amparo- nos prometió que nos ayudaría para que nos dieran una casita y trabajo para dos de mis hijos. Pero eso nunca se cumplió. Lo de la beca de estudio para mi hija menor, también se quedó en veremos. Nos dejaron a la deriva y así están todas las demás madres y esposas de todos los policías que han asesinado en Medellín. Parece que de la noche a la mañana nos hubiéramos convertido en una plaga".

Entonces los Rivera se aferraron a su única salida: la plata que recibirían por el seguro de vida de su hijo y un auxilio que les entregaría el comando de la policía metropolitana. En total recibieron un millón 200 mil pesos. Pero más se demora un mojicón caliente en la puerta de una escuela, que la plata en la casa de los Rivera. Ya para entonces, las deudas los tenían ahogados. Debían tres meses de arriendo y una larga cuenta en las tiendas del barrio, donde hacía varios días les habían cerrado los créditos. Después de saldar las "culebras", a los Rivera sólo les quedaron $200.000 que en el transcurso de los tres meses siguientes se les agotaron. Y una vez más las penurias económicas volvieron y con ellas el hambre y el temor de ser lanzados a la calle por la dueña de la humilde vivienda donde hace cinco años habitan.

Las esperanzas se centraron en su segundo hijo. Oscar Darío, un jovencito de 20 años que para entonces cursaba el quinto de bachillerato y que tuvo que dejar los estudios para dedicarse a buscar trabajo. Con los clasificados de los periódicos debajo del brazo, Oscar Darío recorrió las empresas de Medellín. En todas contó su historia. Esa cargada de drama que incluía la muerte de su hermano mayor y la echada de su padre del puesto de celador. Pero su historia no alcanzó para que las puertas de un empleo se abrieran. Mientras tanto, los problemas económicos tocaban fondo en la familia Rivera. En los escaparates del mercado en la cocina sólo había cucarachas y el gorgojo que daba buena cuenta de la madera. La dieta se hizo obligatoria y desde diciembre del año pasado, lo único que los acompaña es un pocillo de aguadepanela y un pedazo de pan. Pero hay días que a la mesa sólo se sirve un vaso de agua.

En vista de que Oscar Darío no consiguió trabajo, doña Rosa Amparo le aconsejó que se presentara como voluntario a la policía y que a pesar de los riesgos y el peligro, siguiera los pasos de su hijo mayor. El muchacho alcanzó a presentar los exámenes físicos aunque un problema ocular lo tenía por puertas de la institución. Sin embargo, guardaba la esperanza de que el buen comportamiento de su hermano fuera suficiente palanca para ingresar a la institución así fuera de oficinista.

Pero la vida no le alcanzó para saber si también se convertiría en policía. Hace 15 días, a sólo media cuadra de su casa, a plena luz del día, se presentó una trifulca entre dos bandas de sicarios que tienen sus cuarteles en el barrio Castilla. El enfrentamiento terminó a bala y con varios muertos. Oscar Darío estaba en ese momento en su casa y cuando oyó los gritos y los disparos salió para enterarse de lo que estaba ocurriendo. Fue la última vez que lo vio su madre y su hermana menor que en ese momento se encontraban con él. En medio de la confusión y la presencia de la policía que llegó para controlar la situación, el muchacho se perdió. Durante tres días doña Rosa Amparo lo buscó. Y después de visitar los hospitales, las emisoras de radio, las estaciones de policía, lo encontró en el anfiteatro. Había recibido tres impactos de bala en la cabeza. No se sabe cómo ocurrió su muerte. Lo único cierto de este otro drama de los Rivera, es que el joven fue recogido muerto por una patrulla en un paraje solitario en el barrio Castilla, cuando dos mujeres que transitaban por el lugar, descubrieron el cuerpo sin vida.
"No sabemos quién lo mató Cuando llegó la policía las cosas se complicaron porque los muchachos que estaban enfrentados se unieron y comenzaron a disparar. ¡Dios mío mi vida ha terminado!", dijo Rosa Amparo de Rivera, mientras sus ojos se nublaron por el llanto.

Pero el drama de esta humilde familia paisa no termina. Quedaron los dos hijos menores y los dos viejos. No tienen quién les ayude. Danny Andrea, la hija menor, no pudo volver al colegio. Desde hace tres meses una banda de jóvenes se dedicó a violar a las colegialas cuando salen en las tardes de las clases. "Muchas de mis amigas han pasado por esa situación. Esos desgraciados se esconden en cualquier esquina del barrio y esperan que alguna de las muchachas pase para secuestrarla y llevársela a los potreros que hay por ahí. Las maltratan y si oponen resistencia las matan. ¿Cómo puede uno vivir así?. ¿Como pueden pedirle a los jóvenes que tenemos que unirnos para rescatar a nuestra ciudad cuando nadie se entera de que aquí en las comunas también vivimos gente de bien?", señaló Danny Andrea Rivera.

Pero las penurias de los Rivera no terminan. Ahora, no tienen con qué pagar los 30 mil pesos mensuales del arriendo de la casa. La dueña ya los sentenció: si no pagan se van. Y como van las cosas, en pocos días, esta familia, víctima de la violencia de Medellín, quedará en la calle. Doña Rosa Amparo no quiere ni pensar en ello. Su situación es tan dramática, que cada vez que recorre la película de vida, estalla en un llanto doloroso e interminable.