Home

Nación

Artículo

LOS PATRIARCAS DE LA URIBE

Don Manuel y don Jacobo cuentan cómo les va, para dónde van, qué quieren; y esperan no tener que volver a lo de siempre.

Antonio Caballero
14 de julio de 1986


En el campamento del secretariado de las FARC huele a tregua. Un olor caliente a arepas recién hechas, a ropa lavada en el agua helada del torrente, a gallina mojada que se sacude al sol, a carne asada de la novilla que el "número dos" de la guerrilla, Jacobo Arenas, ha mandado matar en honor de la prensa visitante. Si no fuera por las armas -unas armas casi ostentosamente modestas y obsoletas: carabinas y revólveres, apenas un par de fusiles M-16 con mira telescópica-, y Si no fuera por el avión de observación del Ejército que a media mañana cruza el cielo sobre el cañón profundo del río Sinaí, se respiraría una paz pastoril. Cantan gallos, relinchan yeguas paridas, se oye el martillear de un herrero que cambia las herraduras de una recua de mulas. Manuel Marulanda y Jacobo Arenas, los feroces y legendarios jefes de la guerrilla más numerosa y antigua de Colombia, se calientan al sol con sonrisa bonachona y el ojo vago y soñador que da la digestión de un serio desayuno: café, changua, huevos pericos con tomate, arepas de maíz, pan acabado de hornear en el propio campamento.

"Los cuchos", llaman a sus espaldas, con cariño burlón, al par de jefes: tienen 58 y 62 años,respectivamente, y los dos llevan más de media vida en el monte. De frente el tratamiento es más formal: "Camarada Manuel, camarada Jacobo". "Los cuchos" cuentan don Manuel acariciándose pensativo la panza, -don Jacobo empinándose en sus botas pantaneras para parecer más alto que don Manuel- anécdotas de una guerra que parece muy lejana. Señalan picachos distantes, desdibujados por las nubes: "Por ese filo de la cordillera subí yo con cincuenta hombres, sacándole el cuerpo a la tropa, y perdimos a un compañero de mal de altura". Muestran orgullosos los paneles solares que le dan electricidad al campamento. Resuelven menudos problemas de disciplina con indiscutida autoridad patriarcal sobre el centenar de hombres y mujeres de tropa. Don Jacobo se queja de que una vez le envió un informe al Instituto Geográfico Agustín Codazzi corrigiéndole un mapa, señalando una curva cerrada -un "bolsillo"- que hace el río Guayabero, y no le contestaron. Don Manuel da instrucciones para que arreglen el broche de una cerca. Se discute sobre cuál de los dos invitará al almuerzo: si don Jacobo, que vive en el secretariado, o don Manuel, que tiene un campamento a dos horas de marcha. "¿Invitar a almorzar?"-se escandaliza don Manuel. Don Jacobo lo reprende por su tacañería y, rumboso, convida, a un brandy a todos los presentes. La botella la acaba poniendo Alfonso Cano, el más joven del secretariado (38 años), a quien los dos patriarcas llaman "el cucho"

Es lo que don Jacobo llama "el medio ambiente" de la tregua, resultado tangible del proceso de paz. El medio ambiente es que canten gallos y que paran yeguas, que los periodistas hayan atravesado toda la cordillera sin encontrar un soldado para llegar hasta allá, que el avión militar, en vez de bombardear el campamento como hace veinte años bombardeó Marquetalia, haya pasado simplemente mirando. Se oyen risas de guerrilleras, incongruentes en ese campamento guerrillero como muchachas en flor de Marcel Proust. No se habla de combates sino, como en toda Colombia, de elecciones. Don Jacobo se lamenta de que ya se había mandado comprar un vestido cruzado para usar en su campaña de candidato presidencial, y no pudo ni estrenarlo, por las amenazas. Se tiene la impresión un poco absurda de que, mientras don Jacobo perora promesas de candidato, don Manuel fuera a ponerse a cortarse las uñas de los pies con el filo de un machete, al pie de la quebrada, como hacen otros guerrilleros que perecean al sol.

Y sí. Están satisfechos -no entusiasmados, pero satisfechos- de los resultados electorales de la Unión Patriótica. Están contentos -no alborozados: contentos- con el producto de dos años de cese al fuego y tregua, y subrayan, tal vez en exceso que "no es que seamos belisaristas pero...". La paz va bien, en su opinión, y va para adelante. Confían en que el presidente Barco no interrumpa el proceso porque -dice don Manuel- "muy mal haría en un momento en que todos los colombianos quieren la paz en cerrarle él el camino. Para eso está la inteligencia, ¿cierto?". Creen, sin embargo, que la paz es lenta, como ha sido lenta y larga la guerra. Dice don Jacobo que después de veintitres años de guerra es muy difícil que la paz se haga en un día: "Hay una crisis muy profunda en toda la estructura del país y los problemas básicos y determinantes de la sociedad no han sido resueltos. Pero eso hay que manejarlo con una concepción que no sea militarista. El propio general Vega Uribe está ya usando ahora conceptos que antes no se le oían, conceptos políticos y sociales. Y uno cae en la cuenta de que estos militares, cuando comienzan a manejar la política, se vuelven más ministros y menos generales".

Pero esa paz política sigue siendo muy frágil. Las muchachas en flor de la guerrilla están armadas de guerra hasta los dientes. Los guerrilleros que se cortan las uñas con machete guardan el M-16 a su lado y cuentan que si están en el monte es porque "se cansa uno de que le maten a la gente: a mí me mataron a mi papá y dije bueno, y después a mi hermano y me vine para acá". En torno al campamento pacífico y bucólico de guerrilleros que aprovechan la tregua para lavarse los dientes están las avanzadas, los vigías, las guardias: por esas trochas de mulas escarpadas y abruptas no pasa un batallón, y mucho menos un ejército, y en todo el resto del país hay veintisiete frentes guerrilleros de las FARC dispuestos otra vez a empezar el combate. Don Jacobo asegura que cuando los sorprendió la oferta de paz del gobierno de Belisario, los hombres de las FARC se encontraban a punto de pasar a un "nivel superior de lucha". Y don Manuel añade: "Si el M-19, que equivale por ahí a un frente nuestro, los tiene como están, imagínese usted que entraran otra vez a la guerra los veintisiete frentes nuestros". Y explica: "Los compañeros de otros grupos dicen que nosotros vamos como muy despacito, y que ellos van más rápido, que van a hacer aquí la revolución en un prestico. Si es así, pues hay que saludarlos a sombrero quitado, como decimos nosotros. Pero es que no creemos en ese tipo de política. Pero ahí estamos, para lo que sea".

¿Una guerra para toda la vida? No lo creen. Consideran que esa guerrilla que ha durado treinta años que ha sido parte del paisaje como los derrumbes del invierno o los hospitales cerrados del desgreño burocrático, puede acabarse también de la misma manera: con reformas. Y consideran que el reconocimiento histórico que hizo Belisario Betancur de que en Colombia existe la guerrilla por razones sociales y políticas no puede echarse atrás sin el peligro de que el país reviente por todas las costuras. ¿Qué quieren ellos? Unas cuantas reformas. Garantías verdaderas para que hagan política: para que don Jacobo estrene su vestido cruzado de candidato presidencial y don Manuel sea elegido a un concejo, o tal vez al Congreso. Que se disuelvan los grupos paramilitares, que en seis meses de campaña de la Unión Patriótica les cobraron la vida de 165 militantes. Que dejen a la gente en paz: "Que no la jodan tanto", dice don Manuel. Y si no, están dispuestos a seguir la guerra. Una y otra vez don Jacobo explica: "Es que con la guerra irregular pasa que a veces son cincuenta hombres y a veces cinco mil, y eso se puede volver de la noche a la mañana cincuenta mil: depende de las condiciones y de las circunstancias".

Por lo pronto, ellos siguen ahí. Don Manuel se preocupa por la organización de su almuerzo: la novilla, la vajilla, el horneado del pan. ¿Hay plátano? La yuca. Don Jacobo, a espaldas del temible don Manuel, invita a los periodistas a un banquete crujiente y oloroso de hormigas culonas que desde Santander le hizo llegar un amigo: "A Manuel no le gustan".