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Más que pólvora

El conflicto armado ha impulsado obras civiles que de otra manera el Estado nunca hubiera construido. Pero el desarrollo todavía no llega.

13 de junio de 2004

Desarrollo y guerra son conceptos que parecen antagónicos. Pero cuando se trata de territorios olvidados, el conflicto puede ser paradójicamente el único vehículo de desarrollo.

Ese parece ser el destino de Marandúa, la base aérea construida hace 20 años en medio de miles y miles de kilómetros de un llano árido al que cada año un invierno de 10 meses convierte en pantano. Al presidente Belisario Betancur se le ocurrió en 1983 que este yermo territorio del Vichada sería un buen sitio para hacer una base aérea que jalonara el desarrollo de esta inhóspita región. En la imaginación de quienes la construyeron estaban los centros de entrenamiento militares de Texas y Colorado, en Estados Unidos, que convirtieron extensas zonas desérticas en centros industriales. Pero el desarrollo no llegó. No hubo inversionistas ni colonos. Sólo guerra.

Desde 1998 la base se convirtió en un sitio estratégico para la interdicción aérea y la seguridad nacional. Son 62.000 hectáreas que en abril pasado fueron finalmente escrituradas a la Fuerza Aérea y donde se construirá el más importante centro de entrenamiento para el combate aéreo. La FAC retomó la idea de hacer un proyecto de desarrollo en sus alrededores inspirado en el Centro Las Gaviotas, un milagro de la ciencia que funciona a 250 kilómetros de distancia. Allí, el científico Paolo Lugari sembró 12.000 hectáreas de pino tropical cuya corteza produce trementina y colofonia, dos sustancias industriales exportables, lo que ha dado trabajo a más de 100 personas de la región.

Con esa inspiración la FAC creó un grupo de trabajo llamado Amigos de Marandúa, que apoya la iniciativa de hacer alrededor de esta base un proyecto de palma que atraiga a nuevos pobladores, en el que participa entre otros Fedepalma. El proyecto ya tiene la aprobación del presidente Álvaro Uribe, y se ha creado una gerencia para garantizar su éxito.

El Ejército también está dedicando los batallones de ingenieros no sólo a obras de valor táctico sino a proyectos de mayor envergadura que por razones de seguridad no se pueden encargar a contratistas civiles. Es el caso de la carretera Tame-Arauca, que hace parte de la Ruta de los Libertadores que unirá a Caracas y Bogotá. Allí el Batallón de Ingenieros construye un tramo de 60 kilómetros y es la primera vez que acomete una obra de esa magnitud.

La inseguridad es la razón principal para que sean los militares y no los civiles los encargados de ciertas obras. En Bojayá, la población del Chocó donde un cilindro de las Farc mató a 119 personas en una iglesia, ha sido el Ejército el encargado de remover 260.000 metros cúbicos de tierra para la construcción del nuevo caserío. La Armada y la Fuerza Aérea han servido de apoyo para que ingresen la maquinaria y los operarios. Sólo por estos conceptos el Ejército asegura que el Estado se ahorra los 2.000 millones de pesos que un contratista civil tendría que pagar por su seguridad.

Igual cosa ocurre en Juradó, en los límites con Panamá, adonde sólo se accede por mar y alrededor del cual actúan guerrilla y paramilitares. En 1999 el puesto de Policía fue destruido por las Farc, y los militares tuvieron que hacer su recostrucción su reconstrucción pues la única manera de llevar los materiales era a través de la Armada.

Pero estas son obras puntuales. La estrategia de seguridad democrática contempla una fuerte intervención social que hasta ahora no se ha visto en las zonas de conflicto. Además de la infraestructura, los problemas básicos como salud y educación no están resueltos. Mucho menos la pobreza de las zonas donde el conflicto es más agudo y que suelen ser fronterizas, aisladas. Se están dando los primeros pasos para crear un sistema de atención social, para unir los esfuerzos que se hacen desde las Fuerzas Armadas, con las que se desarrollan la Red de Solidaridad Social y el Plan Colombia.

De que esta acción social sea tan agresiva como la militar depende que el Estado pueda resarcir décadas de olvido y abandono en busca de la paz.