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Pedro Guarnizo ha estado 30 años en el Ejército. Pero dice que desde que la Fiscalía lo investigó por una masacre, y a pesar de que un juez lo absolvió, lo tratan como si tuviera una enfermedad contagiosa. | Foto: Daniel Reina

JUDICIAL

“Me han tratado como a un perro”: Guarnizo

Más allá de si es culpable o inocente, detrás del sargento Pedro Guarnizo, que sobrevivió al secuestro de las Farc, hay una dramática historia.

12 de enero de 2013

Hay unos cuantos que han salido ilesos de un ataque de las Farc donde prácticamente ningún otro ha sobrevivido. Muy pocos, por no decir ninguno, pueden contar que ha sobrevivido dos veces. Ese es el caso del sargento Pedro José Guarnizo. La primera vez fue cuando lo secuestraron, en Currulao, Antioquia, el 2 de julio de 1997, luego de un combate en el que el comandante del grupo y sus compañeros quedaron heridos. Y la segunda vez, el 5 de mayo de 2003, cuando en el fallido rescate del exministro de Defensa Gilberto Echeverri y el gobernador de Antioquia Guillermo Gaviria, murieron diez de los secuestrados. Solo sobrevivieron Guarnizo y dos militares más. El sargento cuenta que cuando el Paisa ordenó rematarlos, él, que estaba tendido al lado del gobernador, se hizo el muerto y rogó: “Diosito, perdóname todo lo malo”. Escuchó los dos disparos al gobernador y sintió el silbido de tres balas cerca de su cuerpo, dos al lado del brazo y otra en la sien. Pero quedó intacto.


Por eso resulta una enorme paradoja que Guarnizo haya sobrevivido a situaciones tan extremas para ahora terminar siendo condenado a 33 años de prisión. A sus 48 años, la condena es prácticamente una cadena perpetua.

¿Por qué lo sentenciaron? Por la matanza de cuatro personas en Puerto Unión, un corregimiento de El Castillo, Meta, el 20 de diciembre de 1992. Hasta allá, hacia las 11 de la mañana, llegaron dos jeeps con hombres armados, separaron a cuatro de los lugareños y los asesinaron. Al sargento lo acusan de haber participado en esa masacre.

¿Cuál es la prueba? En marzo de 1993, una comisión de la Procuraduría le tomó testimonio a 14 testigos y de ellos, una mujer, Olga María Triana, dijo que el sargento Guarnizo era parte del grupo. En abril de ese año lo repitió ante otra comisión de la Procuraduría. Y 12 años después, ante la Fiscalía, desmintió haber reconocido a cualquiera de los involucrados. El cambio de testimonio se podría entender por el paso del tiempo y por el miedo que puede sentir una mujer desplazada, ya mayor, que perdió a su esposo por la violencia. Lo que llama la atención es que al revisar los dos testimonios iniciales, que se hicieron con solo un mes de diferencia, se encuentran varias incongruencias y diferencias en el relato de Olga María Triana.

SEMANA la contactó y ella asegura nunca haber señalado al sargento Guarnizo como responsable de los hechos. “No sé ni quién es, ni de dónde apareció que yo lo denuncié”, dijo a esta revista Triana, visiblemente preocupada.

A esa sorpresiva negativa de la señora Triana se suma un interrogante: ¿Qué sentido tendría que un militar se presentara en un caserío en el que ya había estado dos semanas atrás, uniformado, mostrando su rostro, a plena luz del día, para participar de una masacre

El sargento Guarnizo alega que él solo pasó por ese caserío el 15 de noviembre anterior con tres pelotones en una operación en la que buscaban 600 reses que se habían robado de diferentes fincas. Y que para el 20 de diciembre, día de la masacre, él estaba en la base de Vista Hermosa, a 100 kilómetros del caserío, pues mientras sus compañeros se preparaban para salir hacia una operación, él organizaba una cena de Navidad que les iban a ofrecer anticipadamente a los que se iban al monte. El sargento tiene testimonios de seis soldados, un teniente y una vendedora de avena que aseguran haberlo visto ese día, y un documento sobre las órdenes de trabajo que ratificarían su versión.

Con esos argumentos, un juzgado de Villavicencio lo absolvió en 2008. La parte civil, la Corporación Reiniciar, abanderada del caso del exterminio de la UP, apeló. Y luego empezó un extraño peregrinar para el proceso. El expediente estuvo congelado un tiempo en el Tribunal de Villavicencio hasta agosto de 2011 cuando lo distribuyeron a una sala de descongestión. En esta sala primero lo asumió una magistrada y en febrero de 2012 registró una ponencia de fallo. Sin embargo, en octubre de ese año se ordenó distribuir el caso a otra magistrada para que cambiara la ponencia y esta, el 19 de diciembre, el último día de trabajo de los juzgados, dio su veredicto: revocó la absolución del juez de primera instancia y condenó al sargento Guarnizo a 33 años de cárcel. SEMANA trató de comunicarse con la magistrada pero ya no está en Villavicencio porque la sala de descongestión a la que pertenecía ya no funciona más. ¿Por qué tantos cambios y por qué al final se toma, al parecer con afán, una decisión de tan alto calado para una persona

Cuando se le pregunta cómo se siente dice sentir temor. “Tengo miedo por mi vida”, afirma y suena como una frase extraña para alguien que dos veces se le ha escapado por un pelo a la muerte. ¿Más miedo que cuando estaba secuestrado? “De pronto sí. Porque en ese entonces sabía quién me tenía. Ahora no se a quién tenerle miedo. Si a los paramilitares, a la guerrilla o a la justicia”, responde y su rostro se trasfigura en un gesto de repudio. “Me siento defraudado. Le he servido 30 años al país. Y ahora pienso para qué”.

Pero la tragedia del sargento Pedro José Guarnizo comenzó desde muy temprano en su vida. Su mamá murió cuando él tenía 3 años, y su papá se desentendió de él. Así que, como pudo, el pequeño rodó de casa en casa, según el familiar que quisiera encargarse de él. A los 14 años le tocó empezar a vivir solo y cuando estaba en cuarto de bachillerato decidió enrolarse en el Ejército.

“Yo no tenía quién me controlara y vi en el Ejército una familia. Me dio susto que no me aceptaran porque me había volado un pedazo de hueso de un dedo de la mano con un molino cuando trabajaba en una panadería. Entré al Ejército porque me sentía solo. Buscaba la cercanía de otras personas”.

Cuando la vida parecía sonreirle en 1997, pues hacía cuatro meses había tenido su primera hija, llegó el secuestro. Estuvo lejos de ella durante casi seis años. En las pruebas de supervivencia, él aparecía con una camiseta con la fotografía de Yeridza.

Durante el secuestro Guarnizo estuvo a punto de tirar la toalla. Le dio varias veces paludismo y candelilla, una enfermedad que pone los pies y las piernas en carne viva. Pero otra vez una muestra de afecto lo sacó del abismo. “Mi compañero de cautiverio Warner Tapias Torres, estando yo moribundo me hizo una aclaración que no se me iba a olvidar, que una cosa es que yo me muriera en la selva y otra que él dejara mis huesos botados. Que él los iba a cargar hasta donde se lo permitieran. Eso me dio fuerzas para salir adelante”. Y añadió: “Llegué a un momento en el que me acordé de mi hija y decidí sacar mi vida adelante”.

Cuando salió del secuestro se casó y luego de que tuvo su segunda hija, en 2006, la Fiscalía dictó medida de aseguramiento en su contra por el caso de la masacre y orden su detención. Dos años estuvo en la cárcel. Como dice su abogado defensor, su tío Carlos Guarnizo, “Pedro no pudo ser hijo, no ha podido ser padre ni esposo, y al paso que va, no lo dejarán ser abuelo”.

Y el 2013 empezó de nuevo su viacrucis. Su esposa, que acostumbra a revisar en internet cómo va el caso, se dio cuenta el lunes de la semana pasada del fallo de la sala de descongestión del Tribunal de Villavicencio. El sargento, que hoy trabaja en Acción Cívica Integral del Ejército en 60 municipios, está dispuesto a entregarse a la Justicia, pero nadie lo ha notificado. Su abogado dice que van a apelar ante la Corte Suprema y si es el caso irían hasta instancias internacionales para denunciar lo que ellos consideran una injusticia.

Más allá de si es inocente o culpable, el trato que le han dado al caso abre muchos interrogantes. “El Estado me ha tratado como un perro. Es que el problema mío es como si tuviera una enfermedad contagiosa. Por el hecho de que me tocó la Fiscalía ya nadie quiere saber de mí. Me han tratado como si tuviera sida”.