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México, transición y mediosMéxico,

Enrique Velasco Ugalde
13 de agosto de 2001

México, como casi todos nuestros países en América Latina, ha acumulado grandes rezagos sociales, muchos de los cuales alcanzan calificación de históricos. A lo largo de más de cinco siglos, esos atrasos se han constituido en heridas abiertas que lastiman, no sólo a mexicanos y latinoamericanos, sino a la humanidad en general, pues muestran de cuerpo entero de qué tamaño pueden ser las injusticias sociales y la inequidad en regímenes sociales y políticos poco o nada democráticos. Y no obstante esas proporciones, cuando de hacer el recuento de lo inexorable se trata, la inmediata preocupación no es en torno a si han sido o no resueltos, o por lo menos están en vías de su atención; ¡no!, el asunto es que muchas de esas grandes injusticias sociales en nuestras naciones no han sido ni siquiera enunciadas.



El primero de enero de 1994, por ejemplo, fue necesario que formalmente estallara en el sureste del territorio nacional una declaración de guerra contra el Estado para que los mexicanos todos, descubriéramos que en ese territorio, nada más en el estado de Chiapas, la población indígena que habita en cantidades muy importantes esas tierras, vive —y ha vivido siempre— en la marginación más dramática y en completo estado de indefensión propiciado por el abandono que de ellos han hecho modo y estilo los regímenes más antidemocráticos que en el pasado reciente venían gobernando a México, privilegiando los intereses de los grupos empresariales más poderosos en la economía nacional e internacional.



En un estado, como lo es el de Chiapas, donde las riquezas naturales renovables y no renovables son vastas; donde los medios de producción están concentrados en unas cuantas familias, la miseria abunda dramáticamente en la población menos atendida como lo es la indígena. Esto se refleja en cifras de la pobreza que indignan: 25.000 personas mueren al año por enfermedades fácilmente curables como gripes, males gastrointestinales, infectocontagiosos, partos mal atendidos y cantidades enormes de niños que fallecen antes de cumplir un año de vida en medio de la desnutrición y el subdesarrollo.



Y a partir de ese primero de enero de 1994, cuando México estaba en el umbral del primer mundo, no por decisión y esfuerzo populares sino por determinación casi dictatorial de la presidencia de la República, muchas cosas que hasta entonces ignorábamos la inmensa mayoría de los mexicanos relacionadas con nuestra sociedad, fueron saliendo a la luz pública.



Descubrimos cómo en el norteño estado de Chihuahua, en la serranía indígena de ese territorio, en pleno desarrollo tecnológico y alardes posmodernos, entre los taraumaras o rarrámuris, como se denominan esos grupos étnicos de allá, en medio de la pobreza extrema los niños y los viejos se mueren de hambre y de frío.



Nada de esto y mucho más se sabía o conocía en la inmensa mayoría del pueblo de México, pues estas verdades los medios las venían escondiendo en complicidad con la alta burocracia gubernamental. Fue necesario que hablaran las armas para que mexicanos y extranjeros descubriéramos el México profundo marginado, abandonado y omitido por los operadores del desarrollo modernizador.



La población mexicana, en los tiempos recientes, ha sido testigo de hechos conmovedores que van marcando nuestros destinos en la oscuridad de un largo túnel al que no se le ve todavía salida, por el empeño gubernamental aún vigente de aplicar una política económica aberrante que privilegia los intereses empresariales por encima de la equidad y la justicia social. Esto ha dado como resultado toda clase de fenómenos sociales que hoy en día no sólo cierran el paso al desarrollo individual, colectivo, regional y nacional, sino que —lo más grave— amenazan el patrimonio y hasta la vida de las familias y los individuos.



La incorporación de México en el mercado globalizado mundial, sin una planeación que valorara nuestro verdadero potencial industrial, nuestro desarrollo tecnológico, nuestra identidad cultural, nuestros recursos naturales renovables y no renovables, nuestros energéticos y el uso estratégico que de éstos han hecho las naciones poderosas para hacernos dependientes de los centros financieros internacionales vía deuda externa, para desestabilizar el mercado internacional con precios coyunturales a la baja en caídas estrepitosas que ha México le han significado devaluaciones, inflación, cierre de numerosas industrias y comercios de la pequeña y mediana empresas, ha dado lugar a un ahondamiento entre ricos y pobres de modo que cada día hay menos de los primeros pero más y más ricos y, en contraste, más y más pobres los que cotidianamente avanzan hacia la miseria y la miseria extrema.



Esta es una realidad que nadie puede negar. Los costos, trágicamente están a la vista: desempleo, disminución brutal de los niveles de bienestar social, pérdida de valores fundamentales, frustración en el yo individual y colectivo, crecimiento y fortaleza de la economía informal, la que se vuelve contra la parte formal haciéndola entrar en crisis y, de manera muy preocupante, inseguridad pública.



Las cifras reales de la desigualdad y la injusticia sociales en México son, para decir lo menos, conmovedoras e indignantes. El 62,5 por ciento de la población del país, 61 millones de personas, viven en la pobreza, y de éstas, 22 millones viven en la pobreza extrema. Esto equivale a la siguiente relación: de cada 10 mexicanos, casi siete son pobres y tres de éstos son extremadamente pobres; eso quiere decir que estos últimos no disponen de los recursos necesarios para poder adquirir la canasta alimentaria básica, es decir, no tienen ni siquiera para comer.



Por esto, en nuestro país cada año mueren 158.000 niños en la primera edad, por enfermedades que son hoy perfectamente curables, sobre todo las derivadas de afecciones respiratorias y males gastrointestinales; y no se diga, de anemia por la falta de nutrientes. Por eso también son más de 10 millones los menores que en México se ven en la necesidad de trabajar y hay 35 millones de adultos que carecen de educación básica; 10 millones de mexicanos no tienen el más mínimo acceso a servicios integrales de salud y miles de hombres y mujeres en edad productiva se ven precisados a emigrar, sobre todo a Estados Unidos, en calidad de trabajadores indocumentados, alterando dramáticamente el ciclo de desarrollo familiar y regional. No se tienen hasta ahora datos estadísticos que precisen cuántas madres solas hay y cuántas de éstas logran o no reunirse al cabo del tiempo en el seno familiar.



En contraste, el 27 por ciento de los más ricos en México, una notable minoría, concentra el 64 por ciento del ingreso nacional, mientras que los más pobres, que son la inmensa mayoría de individuos, se reparten apenas el 9 por ciento de ese mismo ingreso nacional. Esta es una relación de ingreso absurda, criminal e inaceptable. ¿Cuántos son los mexicanos que con la venta de su fuerza de trabajo generan la riqueza nacional, y no obstante no alcanzan ni el más mínimo de su disfrute?



¿Dónde esta realidad en los terrenos de la información?:



Todo esto que estoy diciendo es real y, déjenme decirles, aparece todos los días en algunos periódicos o revistas que se han distinguido por el empeño de apegarse a la verdad. La inmensa mayoría de estas cifras tienen su origen en los reportes de fin del hasta ahora último sexenio priísta, dadas a conocer por el mismo secretario de Desarrollo Social de ese gobierno.



Sí, a veces está en la prensa, en algunos periódicos y revistas que se esfuerzan por apegarse a la verdad; no obstante, nada de eso que acabo de señalar, que es real y existe junto a nosotros, en nuestros espacios y en nuestros tiempos con toda su enorme carga de desgaste social, pasa por la radio y la televisión.



Como dice el doctor Javier Esteinou Madrid, prestigioso y comprometido investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, "estos medios se han constituido en el cerebro de la nación; pero un cerebro desconectado, desprendido, divorciado de su gran cuerpo social y de sus estímulos y necesidades", simple y sencillamente porque la realidad nacional no pasa por ahí, se le esconde, se le disfraza, se le distorsiona.



Y es aquí donde surge la enorme necesidad de contar con un Estado emisor y no dejar nada más en los particulares la enorme responsabilidad de la eficacia, de la oportunidad y de la objetividad de la información que a todos nos atañe porque es parte fundamental de nuestro desarrollo.



La radio y la televisión privadas en nuestro país han sido empresas concentradas en unas cuantas manos, lo que ha dado lugar a uno de los más grandes monopolios nacionales. Si el valor de nuestra identidad no está en una cultura nacional porque ésta se integra con un enorme mosaico de múltiples, ricas y variadas manifestaciones culturales regionales, la radio, y mucho más la televisión, se han encargado de suprimirlas y de uniformarnos con la imposición de héroes culturales de moda que sólo se sostienen por un afán mercantil y monetario, y que en el mejor de los casos han dejado a nuestro legado histórico cultural para el folclorismo y los museos convirtiéndonos a cada uno de nosotros, a nuestras regiones, a nuestro patrimonio, en una razón más del interés mercantil de las empresas donde la sociedad es objeto y nunca sujeto.



¿Cuál ha sido la cuota que la sociedad mexicana ha tenido que pagar frente a los intereses empresariales y políticos de la industria privada de radio y televisión?



No sólo la ignorancia frente a los hechos reales sino también al saqueo impune de la inteligencia nacional; el México imaginario frente al México profundo, como nos lo legó ese gran antropólogo, desafortunadamente ya desaparecido, Guillermo Bonfil, frente al cual hemos propiciado y fortalecido como forma de vida una inmovilidad social y política que nos ha hecho individualistas, dispersos, faltos de solidaridad e inmóviles no sólo frente a necesidades sociales, sino dramáticamente frente a nuestras propias necesidades. Nos distinguimos por una cultura política que anda en los límites de la miseria y eso se refleja fielmente en nuestra relación con la lectura de libros, periódicos, revistas. En esto rayamos en el analfabetismo funcional y sólo cumplimos el protocolo supuestamente informativo frente a la televisión. Vale la pena recordar aquí aquello de, ojos que no leen, corazón que no siente.



En julio de 2000, la sociedad mexicana votó por el cambio. Hasta hoy poco se ha visto en ese sentido; no obstante, no podemos decir que las cosas van de mal en peor. Porque gran parte del cambio radica y se sustenta en el esfuerzo social y la acción ciudadana. En ese sentido, nadie duda del empeño de los mexicanos pues muestra de ello es precisamente la emisión del voto a favor de un partido distinto al que por más de 70 años gobernó y lo hizo muy mal en términos del desarrollo humano. Ante este panorama, el problema sigue estando donde siempre ha estado: en los intereses mercantilistas y de acumulación de poder económico y político de los empresarios de los medios electrónicos y también en el gobierno, pues sólo basta con que éste se decida a disponer de su capacidad rectora para hacer valer el principio social por encima del particular.



Ante esto la pregunta es: ¿Será...?