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NO FUTURO

A pesar de los esfuerzos de las autoridades, en el primer semestre fueron asesinados 256 menores en Medellín

3 de agosto de 1998

Cuando John Jairo vio a los milicianos se le enfrió el cuerpo. Estaba advertido de que cumplirían la amenaza de muerte que le habían hecho. Entonces olvidó la propina que cobraría por los cinco carros que estaba cuidando y empezó a correr. Antes de llegar a la esquina dos de los proyectiles que salieron en ráfaga lo dejaron tendido en medio de la calle. Dos horas después apareció el fiscal de turno para practicar el levantamiento. A esa hora los negocios estaban cerrados y, como siempre, nadie supo nada, excepto que John Jairo tenía 14 años. Ese fue apenas uno de los 256 homicidios de menores que ocurrieron en los primeros cinco meses de este año en Medellín, 200 de ellos con arma de fuego. "Si bien estamos alejados de las cifras de 1991, cuando la guerra del narcotráfico estaba en todo su furor, los esfuerzos que ha hecho la ciudad para cambiar su estigma de violencia no son suficientes todavía", dice el capitán Orlando Rivas, jefe de criminalística de la Sijin. Los datos de medicina legal de aquella época _la peor en la historia de la ciudad_ hablan de 1.343 menores muertos en un año. Y aunque de continuar las cosas como van este año la cifra no pasará de 600, lo cierto es que las estadísticas recientes no son más alentadoras. En lo que va corrido de la década han sido asesinados 6.117 niños en Medellín, y la ciudad mantiene el triste récord de tener la tasa de mortalidad infantil más alta del país: 200 homicidios por cada 10.000 habitantes. Gran parte de la situación _que tiene atemorizada a la ciudad_ es fruto del resurgimiento de las bandas delincuenciales. Se habla de 90 bandas que funcionan actualmente en el perímetro urbano. Bandas que, de alguna manera, han aprovechado el régimen especial que contempla la legislación penal para los menores de edad. Se calcula que el 90 por ciento de los miembros de las bandas son menores que en ocasiones no llegan a los 12 años. Un investigador de la Fiscalía consultado por SEMANA cree que quienes integran las bandas de hoy son hijos o hermanos de los que protagonizaron la violencia de finales de los 80 o crecieron en los mismos ambientes hostiles. "Muchos delincuentes se desarrollan en medio de las armas y sus padres se enorgullecen cuando sus hijos pueden tomar una de éstas en sus manos", señaló el funcionario. Y es que un factor fundamental en la violencia de Medellín es el enorme comercio de armas ilegales. Una investigación del Instituto Popular de Capacitación reveló que en la ciudad circulan el 70 por ciento de las armas ilegales del país. Este fenómeno se explica, según el estudio, por la cercanía con Panamá, el mayor centro de contrabando de la región, y con algunos países de Centroamérica que después de la guerra conservaron un gran mercado negro de armas. Antioquia concentra, además, el 42 por ciento de los agentes del conflicto interno. Es decir, militares, paramilitares y guerrilleros. Y el mayor número de enfrentamientos entre ellos. Como resultado, Medellín es la mayor receptora de desplazados por la guerra. Según la investigadora social María Teresa Uribe, "los huérfanos y las viudas de la guerra son recibidos por los únicos habitantes que los acogen y les garantizan un orden en los territorios donde se asientan: las bandas y las milicias".
Conflictos con la ley
En ese círculo cerrado, que no parece acabar, los niños son víctimas y actores de la violencia. De ahí la gran cantidad con problemas judiciales. Se estiman en más de 4.000 los menores que tienen conflictos con la ley penal. Por lo general el menor infractor es conducido a un centro especial, donde espera la decisión del juez que conoce su caso. En Medellín esta etapa se cumple en el Centro La Floresta. Si es condenado se lleva al Centro de Trabajo San José o al Carlos Lleras Restrepo, con capacidad para albergar entre 250 y 400 menores. Si el juez o el defensor de menores considera que no es necesaria la custodia forzada, opta por el programa de la libertad asistida, en la cual el menor debe concurrir a los talleres de resocialización programados por ONG especializadas en pedagogía reeducativa. Aunque el modelo de tratamiento al menor infractor en Colombia es admirado por muchos países las opiniones difieren sobre sus alcances. Según un miembro del CTI que pidió reserva de su nombre, "si estos muchachos son audaces y temerarios para manejar un arma y hacerle inteligencia a sus víctimas, ¿por qué no pueden recibir todo el peso de la ley?". Otros analistas miran el problema desde una óptica socializadora. No ignoran que gran parte de la responsabilidad de la violencia la tienen factores como la falta de educación, la impunidad de la justicia, la falta de empleo y la gran estigmatización que se ha hecho de los jóvenes. El extinto jurista y defensor de derechos humanos Jesús María Valle, en su proyecto de 'Legislación de fin de siglo para jóvenes en conflicto urbano con voluntad de paz', criticaba cómo la legislación penal del menor se alejaba cada vez más de la realidad social del país. Y enfatizaba el hecho de que el criterio castigador se imponía al formativo. "Se supone _decía_ que la imposición de penas a los menores haría que el fenómeno delincuencial desapareciera, cuando se sabe que este fenómeno no es producto del azar sino que además confluyen circunstancias culturales, económicas y comunitarias". En esta encrucijada los jóvenes tienen muchos reclamos que hacerle a la sociedad. Al respecto, uno de los jóvenes del Parche Elegante, un programa de Asesoría, Paz y Convivencia de Medellín, afirma: "Ante la ausencia del Estado, que nos negó la posibilidad de una vida digna, fuimos caldo de cultivo del narcotráfico y ahora vivimos la secuela del dinero fácil, de los tenis caros, de la vida fina, de la droga, el alcohol, el sicariato, la venganza. Ese Estado que nunca llegó y si llegó fue a sobornarnos y a vendernos munición y armas, nos combate, nos mata, nos niega la posibilidad de ser jóvenes, nos trata como delincuentes". El problema no es fácil. Porque si la ciudad está llena de pequeños que no tienen capacidad para perdonar, para hacer amigos, para vivir y expresar afecto, para relacionarse sin humillar a los demás, "es por nuestras propias dolencias y enfermedades sociales", según el sacerdote Horacio Arango, secretario ejecutivo del Programa por la Paz. Y en una sociedad que mata lo mejor de sí, que son sus niños, el futuro es bastante incierto.