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Y de los policías y militares secuestrados ¿qué?

Para el coronel Alvaro Acosta, recuperarse pasa también por la liberación de 54 oficiales y suboficiales, 22 de la Policía y 32 del Ejército, todavía secuestrados. Después de un largo silencio, su testimonio, exclusivo para SEMANA, busca que los Colombia.

20 de agosto de 2001

La vida en 40 segundos

Para este pastuso de 42 años, el pasado inmediato sabe a doble pesadilla: permaneció secuestrado por las Farc durante 14 meses; pero luego de la intensa y fugaz alegría de la liberación, le volvió a caer la roya: a los ocho días murió su padre de un cáncer y, como si fuera poco, tuvo que afrontar una inevitable situación conyugal.

- ¿Por qué el secuestro político es más duro que el extorsivo?

- De todas maneras, el secuestro es un estado cataléptico. Sin pretender que el secuestro extorsivo no sea duro y atentatorio de toda libertad humana, por lo menos hay una pequeña luz de esperanza: si pagan rescate, pueden recuperar esa libertad. Nosotros no teníamos esa esperanza. Estábamos sometidos al resultado de conversaciones que el gobierno nacional mantenía en la mesa de negociaciones. Escuchábamos por la radio las dificultades del intercambio humanitario, considerado inviable por algunos. Depender de eso vuelve más duro el secuestro. Se pierde la noción de vida y, poco a poco, los días se van apagando. Por eso me duelen mis compañeros secuestrados. Hacia su liberación deben converger los esfuerzos del gobierno y del pueblo colombiano.

- ¿Qué hacía para luchar contra la depresión?

- Leíamos la Biblia, jugábamos ajedrez. Lo importante era mantener la mente ocupada para cuando se cerraran los ojos y pudiera llegar el sueño profundo. Pero el dolor físico, la impotencia, llevan a pensar en el suicidio. Uno no sólo está privado de la libertad física sino también de la mental, porque en la medida en que pasan los días, se acaban las palabras, la imaginación, las fantasías. En esos espacios negros de la mente vacía solo caben el suicidio, la fuga, la amargura por la injusticia.

-¿Qué pasó el 5 de abril de 2000 ?

- Hubo una toma subversiva al corregimiento de Barragán, en donde resistían unos 18 policías. Yo era comandante del distrito Palmira. El comandante del departamento, en vista de mi conocimiento de la zona pues había sido comandante allí el año anterior, me ordenó irme para Tuluá, desde donde nos comunicamos por radio con los agentes de Barragán para darles las instrucciones. Ellos reclamaban el refuerzo de su institución y, como comandantes, no queríamos defraudarlos. Luego me fui en un helicóptero de la Policía en dupleta con otro de la Fuerza Aérea, con el fin de turnarnos en el apoyo a la unidad atacada. Como es una región fría, la nubosidad bajó y, de pronto, un artillero me gritó:

- Coronel, ¡Al parecer nos dieron! ¡Tenemos que aterrizar!

- En el helicóptero íbamos el piloto, mi escolta, el mayor jefe de la Sijin en el Valle, que murieron, el copiloto, dos artilleros y yo. El piloto buscó un sitio donde aterrizar, pero 12 ó 15 guerrilleros dispararon con sus fusiles y él recibió un tiro en la cabeza. Entonces, el helicóptero se encabritó y, a pesar de los esfuerzos del copiloto, empezó a rodar por un barranco de 500 metros.

-Pensé que nos íbamos a matar, pero no sentía miedo. En 40 segundos, pasó por mi mente la película de mi vida: mi primera comunión en Pasto, la confirmación con el obispo en la catedral, porqué ingresé a la General Santander cuando mi padre me mandó para Bogotá, mi matrimonio, el nacimiento de cada uno de mis hijos. Esperaba el estallido, pero sentía una gran paz interior.

Chocamos contra un palo. Como pude, me quité el cinturón de seguridad. Arrastrándome, salí del helicóptero y me fui caminando. El agente Murillo y el teniente Ruiz me alcanzaron y me hicieron caer en cuenta de que estaba herido. Luego, otra vez los disparos. Mis compañeros me ayudaronn a saltar un alambrado, nos tiramos por otro barranco, y en ese momento, dejé de sentir mis piernas.

Aunque sus compañeros no querían abandonarlo en ese estado, el coronel Acosta les ordenó que fueran a buscar refuerzos y permaneció escondido hasta el día siguiente, perdiendo el conocimiento. De pronto, escuchó unas voces:

- Coronel Acosta, somos de la Cruz Roja de Tuluá. Siga hablando para saber donde está…

- No me puedo mover, estoy botando mucha sangre..

Habló hasta que lo encontraron. Eran la Farc.

- H...P.. si me van a torturar, ¡mátenme!

Yo sabía que me tenían ganas. Como quede bien de las piernas, no me cogen, porque conozco la zona. El desespero: no me obedecen las piernas, a pesar de que siento unos dolores tremendos en todo el cuerpo. Una hernia discal no tratada agrava mi situación.

Lo cargaron en un caballo, pero no aguantó el dolor. Entonces le improvisaron una hamaca. Apenas llegaron a un cambuche, luego de unas dos horas de camino, el comandante le dijo:

-Tranquilo, que a usted lo vamos a entregar. Estamos esperando que llegue la Cruz Roja Internacional.

Mentira, era sólo para que me calmara. Pregunto por mis compañeros y me dicen que están bien. Me lavan las heridas, me aplican inyecciones. Pido un espejo y me espanta mi propia cara, desfigurada, el ojo sanguinolento. Pregunto :

- ¿Y mi gente ?

Luego me dirían que el mayor Rojas y el patrullero Valencia estaban muertos. Me dio dolor y rabia. Al rato llegan el teniente Ruiz y el agente Murillo. También los habían capturado. Al intendente González lo cogieron al otro día y lo unieron al grupo.

A los tres les debo mucho, porque me ayudaron durante todo el cautiverio. Cuando nos vimos, dejamos de sentirnos solos, aunque no hablamos.

EL SUPLICIO DE LAS HORAS

No recibí malos tratos físicos, pero sí sicológicos: sus comentarios sobre acciones contra policías y militares me deprimían sobremanera. A mis compañeros los amarraron con una cuerda atada al cuello, por si intentaban fugarse.

Otra vez el ruido de los helicópteros, y la intolerable paradoja del peligro de morir por las propias balas del Ejército, o lo que me habían dicho y yo sabía: en caso de intento de liberación del Ejército o de la misma Policía, la primera bala era para mí. Llegamos a un pastizal y el comandante del sexto frente de las Farc, alias Gerardo, un paisa de unos 35 años , nos advierte :

- La decisión que hemos tomado es que van pa’l canje.

- Estoy muy malherido

- No importa: a caballo, en avión, en tren, cargado, como sea, pero va pa’l canje.

Tuve un sentimiento de impotencia. Sabía hacer muchas cosas pero en el estado en que me encontraba, no podía realizarlas.

La idea era llevarnos hasta el Caguán. Nos asignaron un grupo de 30 guerrilleros al mando de un comandante al que llamaban Pegote. Eran muy jóvenes. Campesinos que a duras penas sabían leer pero debían ser eficaces operativamente. Luego, cuando tuve la escasa oportunidad de hablarles, pude percibir que se habían metido a la guerrilla por varias circunstancias: unos, porque les garantizaban comida, dormida y vestido; otros, por venganza, por la muerte de un ser querido a manos de los paras; otros, porque huyen de una acción penal; otros, por problemas en el núcleo familiar; otros, porque les prometen ayuda económica; otros, porque un amigo les dice que eso es bueno; otros en fin, porque el simple hecho de tener un arma les da cierto poder. Por ideología, sólo los comandantes, que tienen formación política, preparación, y conocen la problemática colombiana. Así es Pablo Catatumbo, a cuyo mando estaba la zona donde cayó el helicóptero. Con él hablamos de la situación del país, pero nunca buscó adoctrinarme, pues sabía de mi preparación. Vio que yo estaba mal y me insistió en que se buscaría el intercambio humanitario. Me prometió que si yo salía, saldrían mis compañeros y así fue. También me devolvió un día el reloj que se me había perdido en el accidente del helicóptero, diciéndome :

- Como que esto es suyo, coronel.

Me dio una gran alegría. El comentó:

- Para que vea que las Farc no somos ladrones…

Aunque les prohibían hablar, a veces los muchachos me preguntaban cómo era eso de la reinserción. Lo triste es que el guerrillero raso, a pesar de ser campesino, no tiene planes para el futuro. Solo piensa en morir.

-¿Y eso en qué se notaba?

- Estaban preparados para la muerte, a morir por la causa, pero no entienden cuál es esa causa, más allá de lo discursivo: lucha contra las oligarquía, el neoliberalismo, los políticos corruptos, palabras grabadas mecánicamente. Los que se quieren quedar aspiran a una jerarquía dentro de la organización subversiva. Los otros viven el día a día y lo único que esperan es el combate. ¿Y en qué más se puede pensar en un bosque oscuro, donde casi nunca asoma el sol, mientras los días transcurren todos iguales? Estoy seguro de que si el señor Marulanda los reúne y les dice no habrá represalias, váyase el que se quiera ir, se va un 70 por ciento; no quedan sino los ideólogos y unos pocos viejos guerrilleros.

- ¿Y la instrucción política?

Una vez escuché una instrucción, leían la revista Resistencia. Le pregunté al comandante del grupo que nos custodiaba qué era eso del neoliberalismo y la apertura económica. Me miró y luego hizo el gesto de que ni idea. Pienso que no hay mucho interés de los altos mandos en formarlos.

Lo que pasa es que cuando llegan a sitios donde no hay presencia del Estado, los campesinos se entusiasman y creen todo lo que les pregonan.

Veintiocho días recorriendo monte, yo a cuestas, sin poderme mover, en mi hamaca improvisada. A veces salíamos a las 4 de la mañana, a veces de noche, cuando los parajes eran poblados. Durante el cautiverio, me visitaron cuatro médicos. Todos encapuchados, salvo el primero que me examinó el ojo, la columna golpeada. Me recetaron droga, y me mejoré, pero nada que sentía las piernas. Me alimentaba de jugos, sobre todo de tomate de árbol, que hoy no puedo ver ni pintado, frutas, pan. Los compañeros sí comían lo que comen allá lentejas, arroz, fríjol. Los guerrilleros se turnaban para preparar la comida.

Pasamos cerca de las jurisdicciones de Marquetalia, Planadas y La Gaitana. En el sitio al que llegáramos, nos armaban el cambuche. Por algunos lugares por donde transitábamos, alcanzamos a ver cultivos de amapola y ellos nos decían que no estaban de acuerdo con eso. Un día, escuchamos los aviones de fumigación y los helicópteros que los protegían. De nuevo, el temor: si la Farc o algún campesino le dispara al avión….¡Ave María!

EL PODER DE LA RADIO.

Nos levantábamos desde las 5 de la mañana con ‘La Carrilera’ y sus mensajes, esperando los de nuestras familias. Escuché a mi padre: fue duro contra las Farc, contra el gobierno. Preguntaba por qué tanta insensibilidad, tanta inoperancia, tanta debilidad. El Maestro -así lo llamábamos pues había sido maestro de la construcción- me daba ánimos. Luego, las noticias. Radio, radio, en las buenas y en las malas, como la nostalgia que le da a uno en la época de Navidad. Recibíamos, aunque con retraso, la revista SEMANA y siempre encontré en sus artículos un escrito sobre nosotros. Su apoyo en mi caso fue excepcional .

-¿Sus captores son creyentes ?

-Algunos, pero no los dejan. Un día, un guerrillero se quiso quedar con nosotros a rezar el rosario: ustedes rezan bonito pero a mí me da miedo que los compañeros se me burlen, nos comentó. Uno ve que muchos se echan la bendición y varios llevan crucifijos colgados al cuello. En Navidad nos llevaron un asado, pero fue triste, aunque más todavía el 31, sobre todo cuando cantan por radio "faltan 5 para las 12"...

- ¿Cómo eran las medidas de seguridad ?

- Muy estrictas. Tres anillos de seguridad y nosotros en el centro. En el primer anillo, 12 ó15 cambuches, y así con los anillos siguientes. Ellos saben muy bien cortar las ramas para armar una cama y luego le ponen un plástico. Dura, la vida del guerrillero: duermen con ropa, aunque a nosotros nos compraron sudadera.

DESEMPAQUÉ EL UNIFORME

Siempre, durante mis crisis de dolor y de impotencia, les pedía que me mataran. Los provocaba para que lo hicieran. Pero siempre, en ese estado, ellos me ignoraban. Yo prefería morir a otra solución, más en el estado en que me encontraba. Sabía, y convencido estaba de que mi sangre sería una gota más para alcanzar la paz en Colombia, sin pretender ser un héroe.

Por las noches leíamos la Biblia, cantábamos un salmo y rezábamos el Rosario: eso nos fortalecía mucho. Yo peleaba con Dios, pero cada vez que peleaba con Él, me mandaba algo. Me evitó la muerte en la caída del helicóptero y en la lluvia de balas. Fui el último de los policías en ser secuestrado y el primero en volver y pensé que nunca podría caminar otra vez. Este es el gran milagro: el que no crea en Dios, que mire mi caso. Aunque mantengo problemas en la columna, aquí estoy… ¡y para allá voy!

Los primeros días, mis compañeros y yo peleábamos mucho. Yo los responsabilizaba por la caída del helicóptero. Luego cambié de actitud. Una noche tuve en mis manos una lata de atún y quise cortarme las venas, pero los compañeros me animaban y yo lo mismo con ellos. El que amanecía depresivo no se levantaba, no quería hablar, y uno sabía qué le pasaba.

A medida que pasa el tiempo, a uno se le acaban los temas, centra su atención en planear una fuga. El problema era yo, que no podía caminar. El plan era suicida, pero queríamos morir libres.

El 3 de junio del 2001 se firmó el acuerdo y el 5 nos liberaron.

-Coronel Acosta, mañana se van, me dijo el comandante Jairo.

Desempaqué el uniforme. Me llevaron a un caserío, en donde una señora me cortó el cabello; yo me afeité la barba. Luego, alegría al escuchar el helicóptero de la Cruz Roja. Lágrimas en el encuentro con el Alto Comisionado. Maluquera en el helicóptero, tal vez por los recuerdos. Y , todos, en carne y hueso, esperándome en Cali.

¿La enseñanza? Ya no puedo planear mi vida. Trato de olvidar el pasado y el futuro es incierto. Sólo cuenta el hoy. Pero la solidaridad del pueblo colombiano fue inmensa y tengo muy claro que lo de ahora es tan sólo una pausa. Dedico mi tiempo al trabajo y a mi familia. Sé que tengo que volver y si hay que morir pues muero, pero seguiré defendiendo la democracia colombiana.

-¿Cómo ve el proceso de paz ?

- El gobierno, el Alto Comisionado, hicieron mucho por mí. Acabar en cuatro años lo que lleva 40 es difícil, pero yo soy un convencido del proceso de paz, que ha tenido sus altibajos, por el radicalismo de la guerrilla ¿De qué sirve mantener a 54 policías y soldados secuestrados? Ellos me decían, coronel, a usted le pasa lo mismo que a nosotros cuando nos meten a la cárcel. Yo les contestaba: no, ustedes tienen abogado, visita de sus familiares y dependen de la justicia colombiana; nosotros aquí estamos aislados, sometidos a ustedes. Eso es muy diferente.

-¿Qué ajustes se le podrían hacer al proceso de paz ?

-Yo percibí que en las propias Farc hay desacuerdos. En el mando medio, unos eran radicales, desfavorables al intercambio humanitario. Decían: sería mejor ustedes muertos; ¿cómo es que El Viejo –así apodan a Marulanda- va a permitir que los suelten así porque sí? Cuando llegó la orden del intercambio humanitario, al grupo que nos tenía no le gustó y sé que se le manifestaron al Secretariado en contra.

Como en el resto del país, tampoco hay consenso en las Farc. Pero el coronel Acosta no cree viable en lo inmediato la solución militar

-Se perderían muchas vidas de población civil. El conflicto se descontrolaría al volverse una guerra abierta en la que todo vale. No sé si más adelante se den las condiciones para esa intervención militar aunque -agrega la frase de rigor- la Policía y las Fuerzas Armadas están preparadas para eso. Pero concluye- si va uno a mirar el costo-beneficio de una intervención militar, las consecuencias serían gravísimas. Y agrega: la guerrilla es joven, los paramilitares son jóvenes, nosotros también. Nos estamos matando. El pueblo está cansado de violencia, pero su esperanza en la paz se está oscureciendo. Es hora de aplicarle el ‘turbo’ a la firma de acuerdos para que vuelva la esperanza mediante el diálogo. ¿Hasta cuándo seguiremos usando esa frase de cajón "todo eso lo hago para que a mis hijos les toque un futuro mejor"?