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Informe Especial

¿Qué le pasa al alma de un país de desterrados?

Es urgente una salida excepcional. Así como la seguridad democrática o la Ley de Justicia y Paz, se necesita un proyecto de Nación para los desplazados.

15 de septiembre de 2008

En toda guerra hay vencedores y vencidos. Pero en el caso de Colombia, aunque la guerra no ha terminado, una inmensa cantidad de derrotados ha llegado a las capitales para colgarse, como si fueran salvavidas, de sus barriadas más pobres.

El drama del destierro va más allá de la cifra oficial de 2,6 millones de colombianos que tuvieron que escapar de su pedazo de territorio. Son una nueva clase social. Y los indicadores muestran que viven en condiciones más críticas que los indigentes urbanos. Los efectos sicológicos, sociales y culturales del destierro sobre toda una generación de colombianos son parte de una historia que ni se ha contado, ni se ha dimensionado, ni se ha padecido en su verdadera intensidad. ¿Cuántos pueblos murieron por completo tras una brutal masacre? ¿Cuánta memoria se perdió? ¿Cuántos vínculos de comunidad se rompieron para siempre? ¿Con qué recuerdos crecerán los hijos de los desterrados? ¿Qué puede ser, por ejemplo, de un municipio como el Carmen de Bolívar al cual 56.000 de sus 80.700 habitantes se ven obligados a huir por temor a la muerte? Es como si de Bogotá de repente tuvieran que huir cinco millones de personas.

Llegan a otros lugares, arrastrando sus cuerpos cansados, con el estómago vacío y miran aturdidos unas calles que nunca antes habían visto. Sin nada y sin nadie. Llegan como a otro planeta. En la jungla de cemento no les sirve para nada lo que saben: sembrar la tierra o levantar ganado. Muchos no saben leer y escribir y la vida se les vuelve una pesadilla. Y traen con ellos un recuerdo atrofiado de lo que era su familia y los lazos de comunidad que dejaron atrás y que nunca más se van a reparar. Sufren de tres enfermedades, para las que no hay cura: el destierro, el desarraigo y el ser descastados.

El costo para el país no se puede reducir simplemente a los casi seis billones de pesos que el gobierno del presidente Álvaro Uribe –puesto contra la pared por la Corte Constitucional– ha destinado para ellos de 2003 a 2010. Las consecuencias son inmensas: la tierra, la memoria, la cultura, la historia, el núcleo familiar, en fin, los pilares de una sociedad.

¿Qué pasó? Hay quienes dicen que la legítima defensa que invocaron los paramilitares fue sólo una distracción o un pretexto para tomar el control de las tierras. Y la realidad les da la razón. Para otros, la captura de las tierras fue el resultado de la guerra: quienes ganan se quedan con el botín.

En Colombia, los conflictos por la propiedad de la tierra son el epicentro del conflicto armado. A finales de los años 30, el agotamiento de la frontera agrícola y el crecimiento de las exportaciones provocaron que los grandes terratenientes expulsaran a los colonos y arrendatarios y los reemplazaran por trabajadores asalariados.

Hace apenas ocho años, cuando comenzó el siglo XXI, Colombia era una Nación altamente vulnerable. En el 60 por ciento de los municipios del país no había Fuerza Pública y en muchos de ellos no había nada ni nadie que representara al Estado. La guerrilla imponía sus impuestos, extorsionaba y secuestraba. Los paramilitares, asesinaban y robaban las tierras. Cada cual trataba de quedarse con el poder local y regional. Y para asumir el poder, el control territorial era esencial.

Se dio un fenómeno inverso a la modernidad. Al contrario de lo que significó el avance al Estado Nación que en el siglo XVIII destruyó las viejas formas feudales y construyó la idea de un ciudadano con derechos que reconoce al Estado como su ámbito legal, Colombia, en el ocaso del siglo XX estaba destruyendo ese Estado moderno para volver a un esquema feudal. Los señores de la guerra eran la autoridad: se dieron zonas donde la guerrilla impuso sus cartillas y otras donde los paramilitares ‘esclavizaron’ pueblos enteros.

En menos de 10 años el mapa del país cambió. Desaparecieron veredas y caseríos. Muchas regiones del campo se desocuparon, los cordones de miseria de las ciudades se ensancharon y la tenaza de los narcos con los paramilitares y la guerrilla impuso una contrarreforma agraria sin antecedentes en el país.

Nadie tiene aún los datos globales de lo que ocurrió. Cálculos académicos indican que si se fueran a restituir las tierras de los desplazados se tendrían que entregar cerca de siete millones de hectáreas. Los ejemplos de la concentración de tierras pululan (en un sector de Urabá, en el que en 1986 existían más de 600 propietarios de tierra, para el año 2000 ya no eran más de 50) y los del despojo también (en Tulapas, Turbo, alias el ‘Alemán’ desalojó a más de 350 familias y se quedó con sus tierras).

Frente a esta descomunal tragedia, frente al desafío más importante que tiene el país, el Estado ha sido tan negligente como indolente. Por momentos, se evidencia una mayor preferencia por el victimario que por la víctima. Mientras los unos reciben un apoyo de 520.000 pesos durante año y medio, estas reciben 280.000 pesos por tres meses.

Pero no es sólo la eventualidad de un pago. Servidores públicos de varias entidades, en especial en la región Caribe, sometieron al Estado al yugo de los paramilitares. Hay casos de funcionarios que expropiaron tierras entregadas a campesinos pobres, para luego adjudicárselas a testaferros de las autodefensas. Registradores públicos que legalizaron cambios en los linderos de los predios, notarios que dieron fe por miles de transacciones hechas a la fuerza o donde ni siquiera estaba presente el supuesto vendedor a quien en verdad le estaban robando lo que tenía. También participaron decenas de alcaldes y miembros de la Fuerza Pública, que permitieron que esto sucediera.

El Ministerio de Agricultura es el que más desdén ha mostrado por los desplazados. La ley de Desarrollo Rural, que los pudo haber tenido a ellos como protagonistas, por el contrario fue aprovechada para que los institutos que dependen del ministerio se descargaran de responsabilidades que tenían con los desterrados. Y ha sido el gran mentor del ‘modelo Carimagua’, toda una doctrina de desarrollo rural de grandes proyectos agrícolas en los cuales los desplazados no son protagonistas sino mano de obra barata contratada a destajo.

En el año 2004 fue tan evidente la falta de voluntad política del gobierno para enfrentar el tema, que la Corte Constitucional tuvo que declarar un Estado de Cosas Inconstitucional, que aún hoy, cuatro años después de la declaratoria, no se supera.
 
La única dependencia que parece estar haciendo un gran esfuerzo es Acción Social y ministerios como el de Educación y Salud, que han logrado importantes coberturas para la población desplazada. Pero a pesar de la envergadura del proyecto y de la inyección de nuevos recursos, ellos mismos admiten que todavía falta mucho para cambiar la historia.
Es una realidad abrumadora y a pesar de todos los esfuerzos no será suficiente mientras que no se diseñe una salida extraordinaria para el fenómeno de los desplazados ¿Por qué un gobierno que propone como proyecto de Nación la seguridad democrática para acabar con la guerra, o un Estado que propone un proyecto jurídicamente tan ambicioso como el de Justicia y Paz para desarmar a 35.000 paramilitares, no propone un proyecto de Estado para rescatar a los desterrados?

La Comisión de Seguimiento de la política pública sobre desplazamiento forzado propone la creación de una comisión de la Verdad y la Restitución de las Tierras. Hay otros que van a impulsar algo de mayor impacto: una justicia transicional –tipo Ley de Justicia y Paz– en materia civil para enfrentar el tema.

En la historia de la humanidad la tierra es mucho más que un pedazo de territorio. La tierra encarna la identidad, la cultura, el imaginario de Nación, la historia y la construcción de una sociedad a través del núcleo familiar. Grandes guerras de la humanidad y grandes revoluciones se ha dado por la emancipación, la libertad y la tierra.

Si 20.000 kilómetros cuadrados que los palestinos le reclaman a Israel han tenido en vilo al mundo y han marcado 60 años de guerra en Oriente Medio, el despojo de cinco millones de hectáreas tienen que sacudir el alma de Colombia.