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¡Qué pena de pena!

Coger a un fulano de tal, no importe su nombre ni su apellido. Sentarlo en una silla. Amarrarlo meticulosamente. Hacerlo entre cinco, después de conducirlo por un pasillo, encadenado, escoltado por funcionarios de la penitenciaria.

Juan Ortiz Osorno
14 de mayo de 2001

Coger a un fulano de tal, no importe su nombre ni su apellido. Sentarlo en una silla. Amarrarlo meticulosamente. Hacerlo entre cinco, después de conducirlo por un pasillo, encadenado, escoltado por funcionarios de la penitenciaria. Darle la oportunidad de las últimas palabras y después ponerle en las venas tres venenos o dispararle desde 10 metros de distancia o rostizarlo en la silla eléctrica, cuando podría ser también verle su rostro desfigurarse por 10 minutos, detrás del cristal y ver como en un acto surrealista, dos hombres de trajes similares a los lunares, lo sacan muerto, envenenado por el gas y lo meten entre una bolsa negra. Ese, es un espectáculo aterrador y existe. Sólo en seis países en el mundo pero existe. Tan sólo en Estados Unidos le ha ocurrido a 683 personas desde 1976, cuando se restableció la pena de muerte. Tan sólo en Missouri, dos colombianos la esperan.

Es una medida de control de una sociedad que ha elegido la ley del "ojo por ojo" para controlar los crímenes capitales. Es real. Pasa. No todos los días, pero tan sólo en el 2000 ocurrió 40 veces en Texas, 11 en Oklahoma y ocho en Virginia, por citar tres de los 38 estados que la mantienen.

Esa es la propuesta que algunos pretenden implementar en Colombia. Opera de la siguiente manera: al hombre o mujer, lo apresan sospechoso de un crimen, lo juzgan en juicio durante 15 días; la Fiscalía recopila pruebas en su contra y los abogados de la defensa pruebas en su favor y si los 12 jurados definen que es culpable, le recomiendan al juez se le aplica la silla, no obligatoriamente eléctrica. Puede ser la silla de fusilamiento o a la camilla con agarraderas donde los inyectan. Claro que el hombre tiene oportunidad de apelar cuatro veces y en esas apelaciones se gasta en promedio ocho años.

La silla eléctrica va rumbo al olvido. "Es parte del progreso. La tecnología y la justicia van juntas. Antes solíamos colgar la gente, después cambiamos a la silla eléctrica, porque nos parecía más civilizado. Después vino el escuadrón de fusilamiento y la cámara de gas. Pero era poco diplomático, aunque aún se mantienen en algunos estados. Pero ahora la moda es usar la inyección letal" según, James Marcor, criminalista de Sam Houston University, es posible que la condena mude a una píldora en este milenio: "El condenado podrá escoger entonces o pasar el resto de sus días en la cárcel, viendo el mismo día repetido una y otra vez o tomarse la píldora".

Sería mas bien como condenarlo a uno al suicidio: si quieres la vida en prisión no la tomas, si te hartas, te la jartas. Pero eso está lejos, bien lejos. Ahora el mayor privilegio de la justicia en América, es tomarse todo su tiempo para condenar y evitar que los presos se suiciden. "En el libro de instrucciones escrito por mí" afirma Gary Deland, director del proceso en Utah, "está lo que debe hacerse. Las últimas 24 horas el condenado es vigilado en la celda de la muerte. El libro explica los químicos a usar o cómo deben ingresar los voluntarios del pelotón de fusilamiento. Cómo debe estar el área. Cómo proteger al prisionero. Es eficiencia. Ninguna emoción está envuelta en tomar una vida y aplicar la sentencia". Ésta puede tardar hasta 12 años por el proceso de compilación de pruebas. Doce años en que los condenados no pueden volver a tocar a nadie ni recibir visitas de nadie. No hacen nada más que rumiar su culpa o su inocencia, porque según un estudio de Columbia University, realizado durante 23 años, el 82% de las condenas a muerte, son apeladas y el 7% de éstas logran el perdón.

Los norteamericanos siempre han sido metódicos y exactos. Su pena de muerte no se diferencia mucho de su cine, en el que durante una hora y media hacen gala de descripción de los escenarios donde suceden historias, que en cinco minutos pudieron haber sido resueltas. Esto es igual. En celdas límpidamente blancas, neuróticas en su orden, con la luz encendida 22 de las 24 horas del día que es igualitico a la noche, se la pasan los condenados, sin que puedan hablar entre ellos, sin que alguno pueda circular por el pabellón si otro está tomando una ducha, así sea en el segundo piso de la prisión a puerta enrejada con la luz prendida, cámara y una ventana por donde pueden ser observados.

Por eso cuando miraba los corredores de las prisiones de Mississippi, Florida, Texas y Utah para un documental sobre la pena de muerte, se me antojaba una sonrisa sarcástica, tratando de imaginar cómo podría a alguien ocurrírsele implementar semejante método en Colombia. Claro que la sonrisa se acaba cuando un hombre de 90 kilos, William Morray, llora, a través de un teléfono y un cristal y dice: "Tengo miedo. Me asusta lo que viene pero sé que matar a una anciana de 93 años es un error para pagar, pero que lo hagan ya, estoy loco de soportar la espera". No hay sonrisa que quede cuando lo ves caminar con los pies y las manos encadenadas; cuando ves que los guardias le sujetan, no de las manos sino de las cadenas; cuando ves que toda la celda de unos tres metros cuadrados está vigilada por cámaras, que le impiden incluso orinar sin que lo vean. "Estar encerrado no es lo peor. Lo peor es que otra persona o varias te ordenen hacer lo que ellos quieran. Tú no tienes voluntad", dice un indígena condenado en el estado de Utah que escogió el pelotón de fusilamiento en su última decisión.

Algo macabro. En Utah, les dan la posibilidad de escoger entre la inyección letal y el pelotón de fusilamiento: cinco fulanos, cinco rifles Winchester de repetición. Cuatro con balas de plata de puntas expansivas y uno con una bala de salva.

"De esta forma nos aseguramos de que nadie queda con la sensación de ser un asesino. Nadie sabe quién tiene la bala de salva. El Winchester al disparar no hace diferencia" Especifica Thomas, cuyo oficio en la prisión incluye vigilar y mantener los rifles. Al hombre lo amarran a la silla, un cajón de madera con agarraderas de tobillos, muñecas, pecho, nuca, rodillas, muslos, cabeza y cuanta parte se le mueva. Le ponen después una tarjeta con círculos, de esos de tirar al blanco, en el pecho, a la altura de lo que palpita y después todos al unísono le disparan. "La calcomanía a la altura del pecho es reflectiva. La ubicamos sobre ropa oscura con la que se viste al condenado y en esa forma el pelotón no tiene perdida de acertar en el blanco. Nadie quiere que el condenado sufra y no muera", remata Hang Golequia, director de la prisión federal de Utah.

Para Thomas Truph, el armero encargado de cuidar los Winchester en Utah, los presos escogen el pelotón para demostrar hombría, pero el indígena americano que lo escogió y aún lo espera, dice que lo hizo para experimentar algo de dolor y expiar así su pecado. A él le parece que la inyección letal es morir como un perro. "No quiero acostarme y esperar. Quiero estar de frente y observar como indígena lo que me está sucediendo". Algo que no podrá hacer porque "uno de mis roles", comenta Hang Golequia, es poner la capucha sobre la cabeza, después de que el condenado dice las últimas palabras.

Por eso el pensamiento sarcástico y la consecuente sonrisa negra, al ver el titular en los periódicos colombianos. Y no se me quita la risa ni oyendo al indígena decir que no lo condenaron por el asesinato sino por ser indígena. "Estoy aquí por asesinato premeditado. Y mire lo que pienso: Cómo el estado de Utah planea mi muerte. Cómo hay hombres que preparan armas para dispararme. No es acaso eso lo mismo. ¿Un asesinato premeditado?" No se me quita viendo a un chico de 23 años en Florida, Martínez, que dice no ser peligroso. "Yo sólo estuve con un amigo a los 17, que se volvió loco en el lugar equivocado. Entramos a la casa de nuestro jefe. Mi intención era robarle como represalia porque acosaba a mi hermanito sexualmente. Y de repente mi amigo empezó a acuchillar a los dos chicos que dormían con mi jefe. A él también lo mató. Yo no hice más que ver y luego huimos. Mi amigo alcanzó México. Yo fui arrestado en Laredo". No se me quita, mirando al gordo blanco que parece hablar con un leve retardo mental, decir que lo condenaron por pobre. "Mi madre vino al día siguiente del crimen y me dijo, William, en la calle de arriba mataron a una anciana de 93 años. Yo me quedé pensando. No lo recordaba. Cuando estaba en drogas, hacía todo: cocaína, heroína, alcohol, crack, todo. Me senté en las escalas. Tenía un golpe en la cabeza inmenso. No se cómo lo hizo la anciana (risas) pero lo hizo. Yo la golpeé y ella cayó por las escalas. Fui y confesé. Mi madre me acompañó y después me dijeron que yo era el criminal más espantoso de todos las épocas". No se me quita la sonrisa, porque nosotros tenemos el vicio de burlarnos de la tragedia. Porque nadie puede decirme que es normal pasar de una masacre de 20 a un reinado de 30. Nadie puede decirme que es normal eso de los 10 primeros minutos de cuerpos mutilados, los 10 siguientes de futbolistas y los 10 últimos de nalgas y tetas. Nuestros noticieros, eso es humor negro, puro y en su mejor esencia.

Entonces nadie puede condenarme y menos a muerte, por decir que me da risa imaginar la pena de muerte instaurada en Colombia. ¿¡Más penas de muerte? Si en nuestro país son asesinadas 30 mil personas de manera violenta al año.

(Exactamente la misma cifra que en todo Estados Unidos). El 10 % por la guerra que representa al 17 % de Colombia y el 90% en lo que la policía denomina "causas aisladas" (tantas causas aisladas, son como mucha coincidencia).

¿¡Más penas de muerte? Quizás para solucionar el hacinamiento, pero tampoco es necesario, porque ya en las cárceles los caciques de cada patio saben cómo administrar la pena de muerte al que no tenga para pagar los tres millones mensuales que vale sobrevivir con cama y comida en la tercera parte de una celda.

Carcajada, de imaginar en términos sencillos esto: La medida no puede venir más que inspirada en Norteamérica y basta ver a Norteamérica para imaginar cómo funcionaría en nuestro país ésta. Tan sólo el último año fueron ejecutadas en Estados Unidos 85 personas. Cada una le costó al Estado, dos millones de dólares, en su mantenimiento y su recopilación de pruebas. Aún así el 20 por ciento de la población, apoyada por toda clase de ONG internacionales, insisten en que el sistema tiene fallas, tantas, que invitan y presionan una moratoria. "Lo que se necesita es una ley federal que obligue a cada Estado a detener las condenas de muerte durante ocho años, para que salga a flote que el sistema es discriminatorio y racista y sólo condena negros, hispanos y blancos pobres", opina uno de los expertos, Dennis Long mayor, criminalista de Texas. La falla en el asunto que menciona Dennis, termina desafortunadamente en que un inocente es condenado y torturado ocho años a no hablar ni tocar a nadie, a salir de la celda agachado por el frío, después de haberse agachado para que por una ventanilla lo esposaran; caminando a otra celda donde pasa sus últimas 24 horas, vigilado por un guardia, acompañado después por cinco más y por un sacerdote y puesto en un cuarto donde le inyectan un químico heredado de Hitler. "No podemos olvidar que la inyección letal es un método del nazi. Con él que se torturó a millones de judíos en el Holocausto. Eso es lo primero que hay que reconocer", afirma con dureza Dennis, mientras camina por el cementerio infestado de cruces sin nombre. Solo una x, un guión y un número (X-900845) "la x es el símbolo de lo que hicimos con ellos" continúa Dennis, "la x representa que esos hombres no tienen dignidad, que son los últimos desechos de la sociedad a los que les colocamos un número sólo para la contabilidad. No porque nos interesen".

En definitiva lo que hace la inyección es que congela el cerebro, evitando la transmisión del impulso del dolor, luego al hombre le inyectan un relajante muscular y luego otro químico que le detiene el corazón hasta que asfixiado perece. El proceso toma como ocho minutos, si todo sale perfecto.

Si es cámara de gas, tarda hasta 17 minutos el rostro haciendo muecas en el cristal. Don Cabanna, ex ejecutor y profesor de pena de muerte en Mississippi recuerda la última ejecución en la cámara de gas como la más dantesca. "La cabeza del hombre, aún sujeta, golpeaba la barra que sostiene la silla dentro de una cámara en la que se cocinan los químicos y producen el gas que envenena. La cabeza y su cuello se sacudían produciendo un ruido y un eco que hizo desocupar la sala de testigos de manera inmediata y luego hizo abolir esta forma de condena". Aterrador. Pero no fue su peor experiencia. Durante un lapso de siete años la pena estuvo congelada en Estados Unidos. En 1976 volvió a instaurarse. En ese lapso Don Cabanna trensó una amistad con un condenado que aseguraba y Don todavía lo cree, era inocente. Al restablecerse la condena, la primera ejecución que le tocó administrar fue la de este hombre. Momentos antes de caminar a la cámara de gas, el hombre le pregunta: " Don, ¿cómo hago esto sin sentir dolor ni vergüenza?". Don le contesta: "Hijo" porque era un chico "cuando veas el gas que es de color azul toma la aspiración más grande que puedas" El momento llegó. El gas azul salió y el chico, asustado, no era capaz de respirar ni para mantener la vida. La escena se prolongó durante 20 minutos. Justo antes de que se iniciara todo, cuando el hombre tuvo el chance de sus últimas palabras había dicho: "Don Cabanna, quiero que sepa que usted es un hombre bueno y lo quiero" "¿Cómo puede uno decirle eso a su ejecutor?", recuerda todavía Cabanna mientras se le aguan los ojos con la historia de esa condena.

En la silla eléctrica, el asunto tarda como 12 minutos. El hombre de cabeza rapada se sienta. "La silla es acondicionable. Se le cuadra a su estatura y se le sujeta", describe el director en Alabama, orgulloso, mientras muestra como la parte de la cabeza va a arriba y a abajo, según le apetezca. "Cuando todo está listo se le incrusta el electro a la espada de la silla y por una pequeña ventana el guardia da la señal a los controles para que le pongan las tres descargas consecutivas". En Alabama, le han puesto humor a la cosa. La silla la llaman "Yellow mama" y es amarilla como el sol en los atardeceres. La señal de "Ready" esta escrita en una paleta amarilla igual, con letras cómicas. Después de que la muestran, la descarga de voltios llega directo a la columna y la cabeza. Se acabó el chiste.

Con disparos la cosa es rápida. No dura más de un minuto. Se cuenta primero el tradicional 1, 2, 3, y después cinco fogonazos. Los familiares de la víctima dan un último suspiro por la venganza cumplida, mientras en el otro cuarto, la familia del condenado también descansa, despedazada, por haberse gastado lo que no tenían, en su defensa, pues según los que se oponen a este sistema tan organizado, "las penas se han incrementado en un 3.000% hacia las minorías", como lo escribe en su libro, el siquiatra de Washington D.C, Robert Johnson.

Con este inventario de cuánto cuesta, cómo se hace y de sobre quién opera, cómo no le va a provocar a uno una carcajada imaginar la pena de muerte en Colombia. Con estos antecedentes del país que copiamos todo: las siliconas de Pamela, los cortes de pelo de Brad Pitt y los ritmos musicales de Leny Kravits ¿se imaginan qué método copiaríamos?, ¿o inventariamos uno propio? ¿Cuántos inocentes condenaríamos? ¿Quién saldría con la primera manifestación de protesta? ¡Se imaginan la caricatura abominable que fabricaríamos, tratando de copiar esta pena?