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DERECHOS HUMANOS

¿Quién los está matando? NO ES

El asesinato y las amenazas contra líderes sociales y políticos se han disparado. Una combinación de lucha por los presupuestos públicos, alianzas con mafias locales y zonas mineras con grupos ilegales son el coctel que puede poner en peligro el posconflicto.

19 de septiembre de 2015

A Flor Alba Núñez la mataron a tiros por la espalda en una calle de Pitalito, Huila. Era una periodista desparpajada que se metía en todos los temas, desde la venta de droga en las calles de su ciudad, hasta las campañas electorales. Por eso a esta hora no se sabe quién dio la orden de que le dispararan. Si una banda de delincuentes que ella había dejado en evidencia, políticos incómodos con el cubrimiento que la reportera estaba haciendo de esta contienda, o alguien más interesado en silenciarla. Núñez es el caso más reciente de violencia contra líderes sociales, que sigue creciendo de manera preocupante.

En agosto pasado, la ONU, en cabeza de Fabrizio Hochschild, calificó como “muy alarmante” la cifra de 69 líderes asesinados en 2015, según registros de su oficina. No obstante, Somos Defensores, una alianza de organizaciones de derechos humanos, documentó 34 asesinatos en el primer semestre, cuya causa probablemente estuvo asociada a su actividad como líderes o a alguna militancia. Esa misma organización ha registrado, en los últimos tres meses, diez asesinatos más.

Llama mucho la atención que una cuarta parte de las víctimas sean indígenas, y que la mayoría de los casos hayan ocurrido en sectores rurales. Es el caso de varios líderes emberá-chamí que han muerto en el marco de un conflicto minero entre Caldas y Risaralda.

Muchos de los sacrificados denunciaban la corrupción, se oponían a poderes ilegales o hacían activismo en favor de sus derechos. Es el caso de Luis Peralta. Desde los micrófonos de su emisora Linda Estéreo denunció irregularidades en la compra de un camión compactador de basuras y por supuesta corrupción en la empresa de servicios públicos de Doncello, Caquetá. El rumor de que lo iban a matar ya corría por las calles del pueblo y Peralta se dedicó a buscar una protección que nunca le llegó. Finalmente, el 14 de febrero un sicario acabó con su vida, pocos días después de que anunció su candidatura a la Alcaldía.

Otro caso emblemático es el de Genaro García, líder negro asesinado el 3 de agosto por las Farc en zona rural de Tumaco, al parecer por no someterse a los designios de hierro de esa guerrilla que no tolera la autonomía de los consejos comunitarios en las regiones afro del Pacífico. Con Genaro, diez líderes fueron asesinados en el Alto Mira en la última década. Hay que reconocer, sin embargo, que el secretariado de ese grupo reconoció el crimen y lamentó el hecho.



Riesgo inminente

Durante 2015 también se hizo notorio el incremento de las amenazas. Según Somos Defensores, se pasó de 105 líderes amenazados en 2014 a 332 este año. La Oficina de Derechos Humanos de la ONU encontró que hubo una ola de intimidaciones cuando las víctimas empezaron a viajar a Cuba en el marco del proceso de paz.

La preocupación por el clima de zozobra que se vive en algunas regiones está sobre la mesa en La Habana. Una subcomisión que encabezan el general en retiro Óscar Naranjo, por el gobierno, y Pablo Catatumbo, por la guerrilla, intenta diseñar el modelo de garantías y seguridad no solo para los desmovilizados, sino para las comunidades cuya participación política será central en la refrendación de un eventual acuerdo y en la implementación.

El panorama no es alentador. Según la guerrilla, la violencia proviene del paramilitarismo y sigue estando asociada a organismos de seguridad del Estado. El 72 por ciento de las amenazas provienen de grupos denominados como Águilas Negras, Rastrojos o Urabeños, nombres que no significan nada o que encubren a otras fuerzas oscuras.

Como hay absoluta impunidad en estos casos, nunca se ha podido determinar si las amenazas son serias o no. Lo que sí es claro, es que causan un efecto intimidante que inhibe la participación en la vida pública o que obliga a hacerla con esquemas de seguridad que están siendo insostenibles y cada vez más cuestionados. Hasta agosto pasado, la Unidad Nacional de Protección tenía 439 casos de líderes bajo amenaza, de los cuales 290 se consideran en riesgo extraordinario. Los más expuestos son los defensores de derechos humanos y los líderes de juntas de acción comunal.

Un factor que arrecia el riesgo para los dirigentes en todo el país es la competencia electoral. Votos y balas son una mezcla perversa que sigue vigente en las regiones. Según la Misión de Observación Electoral, en 2015 han sido amenazados 62 militantes, candidatos o funcionarios públicos, siendo el Partido Liberal el más afectado de todos. Este año han sido asesinadas nueve personas de diferentes colectividades.



¿Qué hacer?

A diferencia de las Farc, el gobierno no ve en este incremento de la violencia contra los líderes la sombra de la guerra sucia que vivió el país en el pasado, y que pudo estar asociada a organismos de seguridad. Lo entiende más bien como la mezcla peligrosa de una fuerte corrupción local, del auge de la lucha por los derechos de parte de comunidades que tocan intereses espurios, o de control territorial de bacrim o guerrillas, que dejan a la gente expuesta a su violencia desbocada. Todo ello sumado a que matar sigue siendo muy fácil porque hay un gran mercado de armas y sicarios regado por el país.

Al gobierno le preocupa que los contextos de minería ilegal se conviertan en la tormenta perfecta, pues en ellos se imbrican los tres factores de riesgo: control de grupos armados, gran corrupción y negocios millonarios en juego.

Para el gobierno, y por supuesto para las Farc, está claro que el modelo de escoltas a granel no funciona. Que el posconflicto va a requerir garantías diferentes, y eso pasa por el control efectivo del territorio. Más allá de que se cree una policía rural, como se ha hablado en el pasado, hay acuerdo en que un modelo de garantías tiene que contar con una fuerte participación de las comunidades. Que no bastan los policías ni los militares, ni los chalecos antibalas o los carros blindados. Todo ello en el papel parece sencillo, pero en la realidad es un gran desafío. Si los líderes siguen cayendo, la participación de las comunidades en asuntos tan cruciales como la refrendación de los acuerdos y su implementación se ponen en juego. Y no hay que olvidar que según los expertos internacionales, la mitad de los acuerdos de paz fracasan después de firmados, justamente cuando se llevan a la práctica, en zonas de difícil control y con alta corrupción.