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¿Se va o se queda?

Más que la permanencia de Enrique Peñalosa en la Alcaldía de Bogotá, con las revocatorias está en juego la gobernabilidad de los alcaldes de todo el país. El asunto es grave.

6 de mayo de 2017

El martes pasado el alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, estaba contra las cuerdas. Los comités que desde comienzos del año vienen recogiendo firmas para respaldar su revocatoria llegaron a la Registraduría con cajas que contenían los listados de los bogotanos, con cédula y rúbrica, que piden una consulta para sacarlo del cargo. El número casi triplicaba el requisito exigido: en un principio entregaron 666.023, y al final, sumadas las de todos los comités, completaron 700.190.

La Registraduría debería, en un plazo de 45 días, certificar que 271.817 de ellas, equivalentes al 30 por ciento de la votación que obtuvo Peñalosa, son válidas. Y en caso afirmativo, convocaría a una consulta para que los bogotanos digan si le retiran al alcalde su mandato. Los cálculos concluían que hacia septiembre del presente año se llevaría a cabo la convocatoria, en la que, para sacar a Peñalosa del Palacio Liévano, se necesitaría que participaran unos 1,1 millones de personas, y que la mitad más uno, alrededor de 550.000, votaran contra el alcalde

Varias fuerzas y sectores comparten la idea de revocar a Peñalosa y todos estaban muy optimistas. No solo porque habían superado con creces el número de firmas, sino porque había quedado la sensación de que la tarea de recolectarlas había sido fácil. Peñalosa es un alcalde impopular, lo cual quedó reiterado el jueves, cuando apareció la última encuesta de Invamer Gallup. Según ella, el 75 por ciento de los bogotanos desaprueba la gestión del mandatario –solo un 23 la aprueba– y un 77 por ciento considera que las cosas en la ciudad van por mal camino.

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El escenario, en términos de la opinión pública en el momento, no puede ser más propicio para la revocatoria. Los problemas de Bogotá no tienen solución pronta ni fácil. Los trancones tienen exacerbado a todo el mundo y el desespero de los ciudadanos se alimenta también con su insatisfacción por la política nacional. Y en un panorama de pronóstico más que reservado, Peñalosa no ayuda. Su estrategia de comunicaciones tiene falencias, sus declaraciones muchas veces causan desconcierto, y muchos consideran su estilo antipático y arrogante.

Como si todo eso fuera poco, el actual mandatario tiene enemigos poderosos. Para empezar, ganó con apenas un 30 por ciento del electorado, hace poco más de un año, y desde entonces la Alcaldía no ha hecho esfuerzos para ganar el apoyo del 70 por ciento restante. El petrismo defiende en forma aguerrida su obra de gobierno y ataca sin clemencia todo lo que hace Peñalosa. La oposición ha logrado consolidar la imagen de que el gobierno capitalino destruirá una gran reserva ecológica en los terrenos Van der Hammen y que echó para atrás el metro subterráneo que Gustavo Petro había dejado en la puerta del horno. Ambas son figuras irreales, pero en el mundo de la posverdad han pegado.

Y algunas de las decisiones que ha tomado el alcalde han pisado callos que han alimentado enemistades adicionales: personas que ha desalojado para defender el espacio público o cerca de 8.000 contratistas que ha despedido para liberar cargas laborales en entidades del Distrito. Los anuncios de privatización, así sea parcial, de empresas como la ETB y la Empresa de Energía, han incendiado a los sectores sindicales. Hoy es más fácil, en Bogotá, hacer oposición que defender al alcalde.

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A finales de la semana, sin embargo, la situación de Peñalosa tuvo un giro. El jueves el Consejo Nacional Electoral (CNE) estudió una propuesta para reglamentar los procesos de revocatoria, que pone en tela de juicio la validez de lo que, hasta ahora, han hecho los comités que han recolectado firmas contra el alcalde de Bogotá. El CNE no logró un consenso para aprobar el texto en esa jornada, pero dio algunas puntadas que hacen pensar que los revocadores no tienen el panorama tan despejado como se pensaba.

Lo mínimo que ha ganado Peñalosa es tiempo. El Consejo decidió convocar audiencias para escuchar los argumentos de quienes promueven la revocatoria, y también de los que defienden la Alcaldía, para verificar si se han cumplido las motivaciones previstas en la ley para la revocatoria de un mandato de elección popular. La sola apertura del debate es un triunfo para los defensores del alcalde, encabezados por la fundación Azul Bogotá, dirigida por Andrés Villamizar, que a su vez cuenta con la asesoría del reputado jurista Humberto Sierra Porto, expresidente de la Corte Constitucional.

Los defensores de Peñalosa señalan que las reglas de juego de la revocatoria establecen criterios por verificar. Entre ellos, que el alcalde está incumpliendo el Plan de Gobierno, que existe una insatisfacción generalizada con su labor y que la realización de consultas no atenta contra la sostenibilidad fiscal. Cumplir esas tres condiciones no es fácil, y si no se dan, le abrirían al CNE la posibilidad de anular los procesos en marcha, incluida la recolección de firmas.

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La actitud del Consejo le da a Peñalosa un oxígeno que va más allá de dilatar la convocatoria del referendo revocatorio. Porque queda claro que sus nueve magistrados aceptaron que, más allá del caso de Bogotá, hay un problema con la figura de la revocatoria en general. En la actualidad cursan cerca de 100 procesos para destituir mandatarios locales –incluidos cinco gobernadores y cinco alcaldes de capitales–, muchos de las cuales buscan objetivos distintos a los que forman parte del espíritu de la norma constitucional. Se ha convertido en un instrumento de revancha política para sacar del poder al rival, y ha dejado de ser un control ciudadano sobre el cumplimiento del mandato popular. Llama la atención, por ejemplo, que en casi todos los municipios de Córdoba hay procesos en marcha.

En la práctica, tumbar a Peñalosa sería una decisión de 500.000 votos, después de que sacó, en el momento de su elección, casi un millón. Es decir que con la mitad del apoyo inicial y apenas un 15 por ciento de los votantes sería posible tumbar un alcalde. Eso es profundamente antidemocrático.

¿Por qué se llegó a este punto? ¿Qué es necesario aclarar? No hay duda de que el momento que vive la capital de la república puso sobre la mesa un tema que, de otra forma, no habría adquirido la visibilidad que hoy tiene. También cuenta la reforma contenida en la Ley 1757 de 2015, impulsada en el Senado por Germán Vargas Lleras, que redujo los requisitos para las revocatorias ante la evidencia de que, en 25 años de existencia de esa figura en la Constitución, nunca se había podido aplicar. Solo en Bogotá hubo intentos fallidos de revocatoria contra Jaime Castro, Antanas Mockus, el propio Peñalosa y Gustavo Petro. Y no se puede perder de vista la pertinencia de esta fórmula, parte esencial de la democracia participativa, y que la Constitución del 91 la adoptó para vincular a la ciudadanía en el trabajo de vigilar a los gobernantes. En particular, en cuanto a que sus gestiones correspondan con lo que plantearon en las campañas.

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Lo que hay que corregir, y ya está sucediendo, es el desborde descontrolado de ese mecanismo. La norma que rebajó los requerimientos, al reducir los números de firmas y de votos necesarios para revocar a un funcionario elegido por voto popular, incentivó la proliferación de procesos por firmas para tumbar mandatarios locales: hoy están en vilo la décima parte de los alcaldes del país. Y esa cifra viene creciendo exponencialmente.

Lo cierto es que la actual receta de la revocatoria tiene serios problemas de diseño que requieren reforma. Más allá del caso de Bogotá, se ha convertido en un instrumento político para que los perdedores tumben a los ganadores o no los dejen gobernar, y en el peor de los casos para que hagan proselitismo político y mantengan vivas sus huestes electorales. Los mandatarios locales, en la práctica, dejarían de tener periodo fijo, precisamente uno de los objetivos perseguidos al adoptar su elección popular.

Bajo las normas actuales, un alcalde o gobernador puede ser revocado, por incumplimiento de su programa de gobierno, después de un año de ejercicio del cargo. La mayoría de los analistas y de quienes han gobernado consideran ese tiempo demasiado corto. La elaboración de un plan de desarrollo y su aprobación por los Concejos Municipales –en al caso de los alcaldes– toma por lo menos seis meses (aunque suele ser más). Eso dejaría, en plata blanca, un periodo de solo seis meses para demostrar que se están cumpliendo los programas de campañas. Lo cual, para un periodo de cuatro años, es muy corto.

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Como actualmente es posible convocar las revocatorias prácticamente sin requisitos, se ha creado un aliciente para que los alcaldes y gobernadores asuman posiciones demagógicas y populistas y eludan decisiones necesarias, pero costosas políticamente. Y no es menor la preocupación sobre el costo fiscal de una serie de consultas en decenas de municipios, que podrían obligar a realizar nuevas elecciones para escoger nuevos alcaldes. Se calcula que en Bogotá, sin contar los costos de las campañas, la Registraduría tendría que invertir 90.000 millones de pesos para organizar una consulta y nuevas elecciones.

Tampoco se puede desvirtuar la naturaleza de una elección popular, esencia de la democracia. Por definición, en ellas un grupo de ciudadanos conforman una mayoría para entregarle un mandato de gobierno a un individuo. Los electores también merecen garantías sobre quien votaron para ejercer el poder, y que puedan hacerlo sin una espada de Damocles que pende desde el primer día de gobierno, enarbolada por los perdedores.

Por ahora, las revocatorias están congeladas. Esta semana el Consejo Nacional Electoral retomará el estudio del proyecto de resolución que aclara el trámite de verificación de firmas y establece controles sobre los motivos y la legalidad de los comités que promueven las revocatorias. De paso, la recolección de firmas tiene que demostrar su carácter espontáneo y que no se manipuló con pagos de dinero. Y eso debe probarse.

Pero el panorama es confuso. Una vez adoptada la reglamentación –si hay acuerdo entre los 9 miembros del Consejo– tendría que examinar, uno por uno, los 100 procesos en marcha. Y en este país de discusiones jurídicas eternas surgirán muchos temas de debate: ¿tiene el CNE atribución para fijar estas normas o le corresponde al Congreso? ¿Aplica la nueva reglamentación a los procesos en curso o solamente a los del futuro? Si los comités revocatorios insisten en su propósito, pero bajo las nuevas reglas de juego, ¿tendrían que volver a conseguir las firmas? ¿Con qué argumento se desconocerá –en el caso de Bogotá– la voluntad de 700.000 personas que ya firmaron?

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Aunque se trata de un asunto complejo y de fondo, que requiere el equilibrio de conceptos claves como el significado de una elección popular, las garantías de la oposición y los alcances del voto programático, la estabilidad de Enrique Peñalosa en la Alcaldía de Bogotá está en la mira de todo el mundo. Su situación es débil en el plano político, pero sólida en el terreno jurídico. Peñalosa tiene muchos defectos, pero su obsesión por sus ideas y su conocimiento de los problemas de Bogotá es incontrovertible. Las críticas que le hacen por terco tienen más validez que las que le hacen por incoherente. Y eso, paradójicamente, lo defiende del señalamiento de haber engañado a los electores por poner en práctica un plan de gobierno distinto al que propuso.

Desde su primer mandato, ha sido un defensor obsesivo del espacio público, de TransMilenio (TM), de limitar el uso del vehículo particular y de la expansión territorial de la ciudad. Su sesgo pro empresa privada es ampliamente conocido. Lo que está haciendo en su segunda administración no es muy distinto de lo que hizo en la primera. Paradójicamente, aceptó a regañadientes la idea de un metro, porque lo pedía el electorado, pero lo hizo en una versión limitada: un tren elevado que se complementa con una gran expansión del TM. La fórmula puede gustar o no, pero es totalmente peñalosista.

En cuanto al descontento generalizado, es cierto que la mayoría de los bogotanos están en contra de su alcalde. Pero dada la tensa realidad política de Bogotá, eso le ocurre a cualquiera que llega a la Alcaldía. Hay tantos candidatos en cada elección que quien resulte triunfador –llámese Gustavo Petro o Enrique Peñalosa– solo obtiene un tercio de los votos y, por consiguiente, tiene a la mayoría en contra y es candidato a revocatoria. ¿Cómo se definiría la insatisfacción generalizada? ¿Por encuestas? ¿Es conveniente permitir la destitución de todo mandatario impopular?

Uno de los defectos más graves políticos de Peñalosa es una virtud administrativa. No le tiembla la mano para poner en práctica sus ideas ni acepta consideraciones demagógicas para moderar sus proyectos. El martes pasado, el mismo día que los comités prorevocatoria entregaron sus firmas en la Registraduría, se supo que el alcalde planea imponer impuestos de valorización a 575.000 propietarios para financiar obras. Una decisión impopular, pero necesaria si se quiere avanzar en el campo de la infraestructura. Lo mismo se puede decir del anuncio, el viernes, de incrementar el costo de los parqueaderos, lo que tiene sentido para desincentivar el uso del carro particular. Lo cómodo sería aplazar esas medidas hasta que se defina el tema de la revocatoria. Pero los problemas de la ciudad no dan tiempo de espera: requieren soluciones prontas.

Este fin de semana el alcalde Enrique Peñalosa se reunió con todo su equipo de funcionarios y asesores para coordinar trabajos y alinear a todos los despachos. Si lo hacen con seriedad, encontrarán que hay mucho por corregir. De estilo, sobre todo, pero también porque su impopularidad tiene explicaciones que merecen un análisis. Pero una cosa es rectificar el rumbo –cosa que siempre hacen los gobiernos– y otra, muy distinta, truncar una gestión que apenas lleva 16 meses.