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La minería quiere apagar la Estrella Fluvial del Inírida

Desde arriba, el Guaviare y el Inírida, de Colombia, y el Atabapo, de Venezuela, parecen un nudo de serpientes que se entrelazan para formar el caudaloso Orinoco. Abajo, los 2.140 kilómetros del río que enamoró a Alexander von Humboldt están en peligro.

17 de septiembre de 2016

Cada madrugada, a eso de las tres, Delio Suárez, capitán de la comunidad de La Ceiba, un pequeño caserío de indígenas puinaves a orillas del Guaviare, sale a pescar con su hijo Diego, de 5 años. Si tienen suerte, volverán con un par de peces a la casa.

Delio se rebusca. También es aserrador y guía de organizaciones internacionales ambientales que visitan el Guainía. Uno de sus cinco hijos estudia contaduría en Villavicencio y debe conseguir casi un millón de pesos al mes para sostenerlo a él y al resto de la familia.

Cuenta que los indígenas tenían su propio mapa del cielo y que con ver las estrellas sabían cuándo era bueno pescar, cosechar o salir a navegar. “Ahora todo es un desorden, ya nada se sabe. Por eso también salgo a cazar más. Intento que mi familia coma carne al menos una vez a la semana”, dice.

La pesca se vino abajo en el Guainía. Nadie lo confirma, pero todos culpan a la minería ilegal, que llenó sus aguas de mercurio y sedimentos. En Inírida y en los pequeños caseríos indígenas es normal que en las tiendas compren oro y cuelguen letreros que ofrecen transporte a ‘la mina’ de forma “rápida y segura”.

Desde hace unas décadas esa región se ha convertido en una especie de Dorado. Todos saben que existen las minas, pero casi nadie llega. Dicen que en esos lugares trabajan hasta 1.000 personas en una especie de torre de Babel donde hay peruanos, ecuatorianos, colombianos, brasileños e indígenas con múltiples dialectos. Aunque las autoridades han dado algunos golpes, no han podido destruirlas por lo tupido de la selva.

Hace unos años la revista financiera Bloomberg describió cómo por cuenta de una mafia controlada por las Farc y el cartel de Sinaloa salían toneladas de coltán y tungsteno rumbo a las empresas de tecnología de Silicon Valley. La selva es el gran reservorio de esos minerales raros.
Parte de Guainía se ha convertido en zona vedada para el Estado. Tanto que los funcionarios de Parques Nacionales no han podido volver hace meses y despachan desde Bogotá.

El lanchero Gustavo López lleva más de 40 años recorriendo los ríos de Guainía. Llegó a esa tierra “en un momento en que tenía más casa un pescado que yo”. Muchos de sus conocidos se sumaron a la fiebre minera. “Yo no creo que sea la vida fácil. Hay que internarse en la selva o nadar en la profundidad del río para sacar la tierra de lo profundo. Todos los que se han ido hoy ya no existen”, cuenta.

La fiebre minera no es nueva, dice Rosa Pilar Jiménez, subdirectora de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y Oriente Amazónico –CDA–. Recuerda que hace unas décadas llegaron miles de personas porque corrió el cuento de que allí se encontraba oro con solo meter las manos en el suelo.

Durante años los ambientalistas ad-virtieron la necesidad de proteger este lugar. Finalmente, en julio de 2014, la Estrella Fluvial del Inírida se convirtió en un área Ramsar, una zona protegida de 253.000 hectáreas para el agua. El proceso de concertación no fue fácil por el interés minero que despierta la zona.

La selva amazónica es sinónimo de agua. Agua en cantidades y en casi todos los estados. Abunda en la humedad del ambiente y en el subsuelo. Corre poderosa por los más de 1.100 afluentes que desembocan en el río Amazonas, que inspiró el nombre de un bosque que es casi un continente.

La selva le entrega al planeta una sexta parte de su agua dulce. En sus más de 7 millones de kilómetros cuadrados habita una de cada diez especies de fauna del planeta, entre ellas la mayor reserva de peces de agua dulce: 2.500 variedades. Es, en sí misma, el mayor depósito de oxígeno para un planeta agobiado por el efecto invernadero.

Pero la selva es frágil. En los últimos años, se perdió el 17 por ciento de este bioma: como si desapareciera toda la superficie de Francia. Muchas de estas heridas provienen de esa historia colonial que arrasó todo a su paso, pero la mayoría tiene que ver con decisiones de los países (Colombia, Perú, Ecuador, Brasil, Venezuela y Guyana) que comparten este refugio (ver recuadro).

Rodrigo Botero, exdirector de Parques de la Amazonia y uno de los colombianos que mejor conoce esa selva, está seguro de que en el caso colombiano la principal amenaza es la minería ilegal que deteriora los ríos y así va minando las poblaciones de peces, anfibios, reptiles, mamíferos y aves que dependen de su integridad.

“Esto va a repercutir directamente en la calidad de la dieta de los habitantes de la Amazonia, y va a llevar lenta e inexorablemente a su extinción. La estrella fluvial podría llegar a ser un enorme desierto sin poblaciones de fauna ni comunidades que puedan pervivir ante el avance de esta actividad extractiva incontrolada y desaforada”, dijo Botero. Por eso hay que hacer algo, y pronto.