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Rompamos estas cadenas

El sufrimiento de los secuestrados y las andanadas de Chávez han unido al país. Ahora se requiere un consenso nacional para buscarle una salida al acuerdo humanitario.

19 de enero de 2008

El presidente Chávez logró lo que nadie había podido lograr en el país hasta el momento: unir a todos los colombianos.

Los ex presidentes, editorialistas de distintas orillas ideológicas, congresistas de todas las filiaciones, jefes de todos los partidos y miles de ciudadanos a través de las líneas abiertas de las emisoras de radio, han sentido como una agresión a la dignidad nacional los insultos de Chávez y su espaldarazo a las Farc. Hasta algunas ONG, que llevan cinco años en un pugilato ideológico y político con el presidente Uribe, le enviaron una carta a Chávez rechazando enfáticamente la petición de beligerancia para la guerrilla.

Si la intervención de Chávez frente a la asamblea venezolana apoyando el proyecto político de las Farc generó indignación y desconcierto, la andanada de la semana pasada afloró un sentimiento de unidad nacional.

¿Por qué se llegó a este punto?

Cuando muchos creían que el espectáculo del discurso de Chávez en la Asamblea Nacional -y su ovación de pie por parte de los diputados- significaba que la crisis de las relaciones con Venezuela había tocado fondo, todavía faltaban por escribirse capítulos más dramáticos de esta historia. Una historia de terror sin límites.

Las pruebas de supervivencia de los secuestrados que se divulgaron a comienzos de la semana les helaron la sangre a los colombianos. Fue muy impactante ver las condiciones infrahumanas de soldados encadenados como animales que intentan no perder la dignidad mientras lanzan gritos desesperados a un país que no ha hecho lo suficiente por salvar a quienes se están muriendo en vida en la selva. Con esas imágenes taladrando la conciencia del país, las palabras de Chávez no pudieron ser más indignantes.

Al día siguiente de conocerse las pruebas, Chávez lanzó otra arremetida desde Nicaragua. Qué no dijo. Frente a la sonrisa complaciente de Daniel Ortega, Presidente de Nicaragua, advirtió que las Farc no iban a ser derrotadas, que había un plan de militares colombianos y estadounidenses para matarlo, y que Uribe es un simple esbirro de Bush que no quiere la paz de Colombia.

Al gobierno colombiano, que hasta ese momento había mantenido un prudente silencio, se le agotó la paciencia. El Canciller leyó un comunicado en tono diplomático donde le pide a Chávez cesar las agresiones verbales y el maltrato a Colombia. Pero, a pesar de que el Gobierno sacó un pañuelo blanco para calmar los ánimos de nuestros vecinos, el canciller venezolano, Nicolás Maduro, no esperó mucho para lanzar otro puñetazo a la mandíbula. En una destemplada comunicación dijo que el Gobierno colombiano ha llegado al extremo de "sabotear las misiones humanitarias de rescate", que no desaprovecha oportunidad para "maltratar al pueblo colombiano" y que está rodeado por escándalos de paramilitarismo y narcotráfico, de personas vinculadas al presidente Uribe.

La ofensiva no había terminado. Faltaba una resolución de la Asamblea Nacional venezolana -de mayoría chavista- que le pidió al gobierno colombiano reconocer el estatus de beligerancia de los grupos guerrilleros.

Toda esta artillería verbal, llena de epítetos revolucionarios, de retórica bolivariana y de una concepción anacrónica del conflicto colombiano, se estrelló contra la fuerza demoledora de unas imágenes que revelan de manera flagrante la falacia de la lucha armada que defienden las Farc. Además, el pueblo colombiano está cansado del maquiavelismo, el cinismo y la crueldad de la guerrilla. Prueba de ello es que por primera vez se está gestando una movilización ciudadana espontánea, y sin líderes aparentes, contra las Farc, que promete convocar a millones de colombianos. Esta marcha, que está programada para el 4 de febrero, no es organizada por ninguna ONG, partido, ni grupo de presión, sino que se gestó en Internet, un mundo global tan democrático como anárquico.

La protesta que se avecina, y que ojalá sea multitudinaria, será sin duda un acto simbólico necesario de repudio a la violencia. Seguramente se oirán consignas, se enarbolarán banderas y hasta se derramarán lágrimas. Pero la indignación, aunque necesaria en su dimensión simbólica, no resuelve el problema de fondo. Hay que pasar del repudio y el asco a una conciencia política humanitaria que permita encontrarle salidas a la encrucijada en la que está el país frente a la tragedia de los secuestrados. Porque el corazón del problema que tiene a Uribe y a Chávez peleando, a los colombianos listos a salir a la calle y a la comunidad internacional pendiente, es el tema del acuerdo humanitario. Y es imperativo moral y político buscarle una solución rápida.

La posible salida

El tema de los secuestrados se convirtió en la prioridad de la agenda nacional. Tal y como están las cosas hoy, si no se busca una fórmula, los secuestrados pueden empezar a morir en la selva. Y no puede pasar en Colombia lo que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados, sabiendo que existían campos de concentración y se estaba ejecutando un plan de exterminio masivo de los judíos, no actuaron a tiempo -pudiendo hacerlo- por razones político-militares. El veredicto de la historia siempre reivindica la moral universal sobre los cálculos coyunturales.

Se podría esgrimir miles de argumentos desde la lógica política y militar para no hacer el intercambio humanitario. Así como se podrían encontrar otros miles para hacerlo. Pero desde el punto de vista humanitario, sólo hay un imperativo moral cuya enorme fuerza reside en la reivindicación de la dignidad humana.

La principal razón por la cual el Presidente, el Gobierno y los militares se oponen al despeje es porque consideran que los argumentos que invocan las Farc para justificarlos son falsos. Esa organización guerrillera insiste en que la desmilitarización de Florida y Pradera es un requisito necesario para negociar el intercambio en medio de condiciones de seguridad. Esto no lo cree nadie, pues, como se demostró con la liberación de Clara Rojas y Consuelo González, el canje de secuestrados por guerrilleros presos se puede llevar a cabo sin mucho espectáculo. En el fondo, no es más que un intercambio de una lista de nombres por otra, con el concurso de alguna organización neutral como la Cruz Roja.

Otro elemento de la estrategia de las Farc que no convence es la liberación de secuestrados a cuentagotas a través del presidente Chávez. Después de que obtuvieron la libertad Clara y Consuelo, quedó claro que ese acto de 'generosidad' estaba atado a una estrategia política a través del Presidente venezolano. Ahora cuando se anuncian otras liberaciones, no hay duda de que el verdadero objetivo no es que los rehenes dejen de sufrir, sino atornillar a Chávez en el proceso.

Al quedar claro que lo que dicen las Farc no es creíble, y sus prioridades no son humanitarias, surge el gran interrogante: ¿qué propósito tienen al exigir el despeje? Sobre esto hay dos escenarios, uno optimista y uno pesimista, y es la falta de un punto medio entre ambos la que ha hecho que hasta ahora el proceso se encuentre en un punto muerto.

El escenario optimista es el siguiente: a pesar de que las Farc han sido duramente golpeadas por la política de seguridad democrática, es utópico pensar en una derrota militar absoluta. Después de medio siglo en el monte y terminada la Guerra Fría, lo que esa organización subversiva querría es un proceso de paz en términos honorables. Por esto utilizarían el despeje para agregar una serie de condiciones para liberar a los secuestrados e iniciar una negociación en ese sentido.

El escenario pesimista es bastante diferente. Según este, las Farc, después de ocho años de gobierno de Uribe, estarían tan débiles militarmente, que utilizarían el despeje para tener un respiro, ganar tiempo y disminuir la presión del Ejército. Esto con el único objeto de fortalecerse, prolongando al máximo un supuesto proceso de paz, el cual, en el fondo, no les interesa. En otras palabras, otro Caguán.

En los dos escenarios las Farc exigirían un reconocimiento explícito de su estatus político y de beligerancia. Si es para avanzar en una negociación de paz, sería para tener legitimidad en la mesa. Y si es para fortalecerse, para ganar terreno no sólo militar sino político.

El gobierno nunca ha tenido duda de que el escenario es el segundo. Cree que está derrotando a las Farc y no le cree nada a esa organización guerrillera. Esta es una posición que en la actualidad cuenta con bastante apoyo en Colombia, pero que no puede tener una duración infinita. Hasta los que creen que las Farc están arrinconadas consideran que el propósito de debilitarlas no era aniquilar hasta el último hombre, sino llevarlas a una mesa de negociación en condiciones aceptables para la sociedad colombiana.

Por lo tanto, no es descartable pensar en alguna solución intermedia que permita obtener la liberación de los secuestrados. Lo que se requiere es crear un consenso para apoyar al gobierno en la toma de una iniciativa de naturaleza netamente humanitaria. Ha sido tan categórica la negativa de Uribe al despeje de Florida y Pradera, que se ha convertido en un punto de honor no ceder nunca estos territorios. Sin embargo, se pueden explorar fórmulas que sin representar una concesión exagerada para el gobierno, puedan ser aceptadas por las Farc y permitan solucionar el cuello de botella en que se encuentra el intercambio humanitario.

La fórmula debe tener cinco ingredientes. El primero, buscar un acuerdo nacional de las distintas fuerzas políticas, liderado por el gobierno, para respaldar la propuesta humanitaria. El segundo punto es superar la disyuntiva semántica. 'Zona de encuentro' para el gobierno o 'despeje' para las Farc son en el fondo la misma cosa, sólo que ninguno quiere adoptar el discurso del otro. Tercero, ponerle un plazo. Un objetivo humanitario debe tener un período determinado. El gobierno ha hablado de 30 días, y las FARC, de 45. Dos semanas de diferencia no cambiarán el rumbo del conflicto en Colombia. El requisito para tomar en serio a las Farc es que se dé la liberación de los secuestrados dentro de los plazos fijados. Prolongar el plazo sería la muestra más palpable de que las Farc están en otro cuento.

El cuarto ingrediente es definir si se necesita una mediación internacional. Esto implica saber qué se va hacer con Chávez, un mediador que parece vocero de las Farc y que perdió la confianza del Gobierno colombiano. Pero que al mismo tiempo tiene la confianza de la guerrilla y la llave de las liberaciones unilaterales.

Y el quinto, que es donde está el abismo entre el Gobierno y las Farc, es aclarar el propósito de ese despeje o esa zona de encuentro. La única manera de blindar el objetivo humanitario frente a la tierra movediza de la política es que la zona sea para efectuar únicamente el intercambio de secuestrados por guerrilleros presos. Esto significa acordar las condiciones de la entrega previamente a la desmilitarización de la zona. Este, hasta ahora, ha sido el nudo gordiano. Es claro que se necesita una reunión entre las partes y una mediación para tal fin. Aunque el gobierno propuso a la Iglesia, no se debe descartar también un escenario internacional.

El Gobierno puede aceptar estos cinco ingredientes con más facilidad, ya que su propósito es liberar a los secuestrados. De hecho, ya había aceptado la propuesta que en este sentido hicieron tres países europeos hace dos años, y que es exhaustiva en detalles de procedimientos. También le dio el visto bueno a otra similar que viene trabajando la Iglesia católica.

Pero las Farc están menos interesadas en un canje para liberar a sus guerrilleros presos que en conquistar un escenario político. Como lo que no puede pasar es que ese escenario político sea el intercambio, es decir, que se politice lo humanitario, el gobierno debería considerar la posibilidad de abrirles un espacio político una vez el intercambio humanitario se haya consumado. Esto podría incluir la posibilidad de sacarlos de la lista de terroristas de Estados Unidos y la Unión Europea.

Porque no es realista pensar que se logre hacer un acuerdo humanitario sin pagar un precio. Pero ese precio tiene que ser proporcional y razonable entre el imperativo ético de lo humanitario y el control de unas realidades políticas y militares que no pongan en riesgo los avances que se han logrado en materia de seguridad y democracia.

Esta encrucijada de los secuestrados nunca ha sido fácil. Es un camino lleno de espinas, complejidades políticas, dilemas militares y dramas humanos. Pero el estado de ánimo del país y el sentimiento de unidad que han generado las intromisiones de Chávez en Colombia hacen más viable un acuerdo nacional para buscar una salida. Y el tiempo se agota. Las imágenes que estremecieron al país la semana pasada revelan que si no se actúa pronto, esas vidas se pueden extinguir en la manigua. Y en este momento cualquier decisión que tome el Presidente, encaminada a facilitar el intercambio, tendrá el respaldo de las fuerzas políticas.

Si el Presidente no actúa, la bola de nieve del intercambio seguirá creciendo internacionalmente y el costo político para el gobierno podría ser mayor que el de un despeje controlado. Los episodios de Chávez, más allá de sus agravios, son un termómetro del rumbo que pueden tomar los acontecimientos por fuera del país.

Cualquier colombiano que tenga un mínimo de conciencia humanitaria no puede vivir con la vergüenza de darle la razón al coronel Mendieta, quien en un grito desesperado dijo, desde su cautiverio en la profundidad de la selva: "No es el dolor físico el que me detiene, ni las cadenas en mi cuello lo que me atormenta, sino la agonía mental, la maldad del malo y la indiferencia del bueno, como si no valiésemos, como si no existiésemos".