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Rumbo a Europa

Uno de los Presidentes más populares de la historia de Colombia es, paradójicamente, uno de los más controvertidos en el campo internacional. ¿Por qué?

10 de julio de 2005

La conmoción creada en Europa por los atentados de Londres de la semana pasada le conviene a la visita del presidente Álvaro Uribe a España y Gran Bretaña. Los análisis y las repercusiones de los actos terroristas le quitarán visibilidad al Presidente colombiano. Pero es tan poca la importancia que América Latina tiene para los planes externos de la Unión Europea, que igual la presencia de un mandatario suramericano nunca despierta demasiada atención en sus capitales.

En cambio, en esta ocasión, el presidente Uribe encontrará una audiencia sensible frente a su tema favorito: la necesidad de una mano dura frente al terrorismo. Y, sobre todo, al polémico discurso que rechaza la idea de que en Colombia no existe un conflicto armado con connotaciones políticas, sino una amenaza contra la democracia lanzada por el mismo terrorismo que ha golpeado a Nueva York, Madrid y Londres. El planteamiento ha sido difícil de vender. Uribe lo hace en términos tan generales, que elude las enormes diferencias que existen entre Al Qaeda y las Farc, e ignora la distancia que hay entre dos fenómenos tan disímiles como una guerra de connotaciones mundiales y un conflicto esencialmente interno.

La argumentación es tan controvertida, que sólo ha tenido buen recibo en ese gran aliado que es George W. Bush -en cuyo rancho pasará vacaciones el presidente Uribe el mes próximo- y tiene con los pelos de punta a sectores de la comunidad internacional que han adquirido una indiscutible relevancia en los últimos años, como las ONG y la prensa. Sobre todo en Europa.

Habría que ver hasta dónde el clima antiterrorista que caracteriza esta semana al viejo continente realmente influirá en la manera como será recibido Uribe. Y, sobre todo, qué tan diferente será la visita, de lo que habría sido hace cinco meses, en febrero, cuando se canceló a causa de la laberintitis que afectó al Presidente colombiano. A diferencia de entonces, el itinerario en esta oportunidad no incluye a París, una de las ciudades donde hay más críticas hacia el gobierno Uribe, en parte por el peso que le conceden a lo que consideran falta de interés en lograr la liberación de Íngrid Betancourt y en parte por las inquietudes que despierta la negociación con el paramilitarismo.

De todas maneras, el momento es decisivo. La Unión Europea se encuentra en un proceso de reflexión de la ley de Justicia y Paz recientemente aprobada por el Congreso. El consejo de ministros -que en la compleja nomenclatura de la UE está compuesto por los representantes de los 25 países ante la sede de Bruselas- tomará una posición en las próximas semanas. Mientras tanto, la actitud ha sido discreta y prudente -el clásico compás de espera- desde la última reunión de los 24 países, europeos y de otros continentes, que coordinan la ayuda internacional hacia Colombia, celebrada en Cartagena en enero pasado. Allí, el ministro Sabas Pretelt adquirió el compromiso de presentar un proyecto de ley de Justicia y Paz de buen recibo para la comunidad internacional en lo que se refiere a las condiciones de verdad, justicia y reparación que se exigirán a los miembros de las AUC que se desmovilicen.

La versión aprobada con el respaldo del gobierno es mucho más laxa y cercana a las aspiraciones de los comandantes de las AUC. De allí la importancia, por la oportunidad y por la necesidad de explicar la ley, de este nuevo viaje del presidente Uribe al Viejo Continente. Los dos principales interlocutores de Uribe tienen una gran relevancia. El primer ministro inglés, Tony Blair, acaba de asumir por seis meses la presidencia de la Unión. Y el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, por su tendencia política es mucho más cercano a los gobernantes latinoamericanos de la nueva izquierda que se opusieron a la guerra de Irak. Blair es un aliado natural, y Zapatero, un esquivo que hay que conquistar.

La breve gira europea es parte de una amplia estrategia del gobierno nacional para explicar su política hacia los paramilitares ante la comunidad internacional. El vicepresidente Francisco Santos, junto con la canciller Carolina Barco y el alto comisionado Luis Carlos Restrepo, cumplirán una misión pedagógica en Washington después del receso veraniego. El politólogo Eduardo Pizarro Leongómez acaba de dictar varias conferencias ante universidades y ONG europeas para, según sus palabras, "no defender el gobierno, sino explicar el contexto para ayudarles a entender". La Cancillería ha enviado a las embajadas instructivos que incluyen cuadros comparativos de legislaciones que se han hecho en varios países para facilitar negociaciones de paz, videos del Alto Comisionado y el viceministro Mario Iguarán (uno de los miembros de la terna para fiscal general) y modelos de presentaciones en Power P oint para responder las inquietudes de gobiernos, medios de comunicación y ONG en relación, sobre todo, con la política frente a los paramilitares.

Misión necesaria

En las últimas semanas se han producido varios hechos que demuestran que hay problemas en las percepciones internacionales hacia Colombia. En Estados Unidos, el influyente periódico The New York Times publicó un duro editorial que afirma que la ley de 'Justicia y Paz' se debería llamar "de impunidad para el terrorismo" y agrega sin recato que "Colombia capituló ante la mafia". En el Congreso de ese país se incluyeron 10 estrictas condiciones para los desembolsos de la ayuda aprobada para el año próximo en un rubro denominado 'apoyo a procesos de paz' -del orden de 3,2 millones de dólares- dentro de las cuales figura el espinoso tema de la extradición. Y un respetable centro académico, la Fundación Carnegie que publica la famosa revista Foreign Policy, publicó un ranking de lo que considera los 'Estados colapsados', en el cual figura Colombia, en el puesto 14, por delante de Venezuela, Bolivia y Ecuador.

La situación es paradójica. Uno de los Presidentes más populares de la historia de Colombia, encuentra serios reparos en la comunidad internacional. Mientras en el país, según las encuestas, los ciudadanos consideran que las políticas del actual gobierno se deben continuar -con o sin Uribe- porque han contribuido a detener la caída libre, en el exterior consideran que la democracia colombiana podría colapsar. Hay otras señales muy contradictorias: varias empresas internacionales han expandido sus planes en Colombia, porque tienen confianza en los resultados de la seguridad democrática; el Latinobarómetro -una encuesta que mide la imagen de cada país en la región- demuestra que se ha fortalecido la credibilidad en la democracia.

Por otra parte, varios analistas que conocen de cerca a Colombia, como el profesor Bruce Bagley de la Universidad de Miami y el periodista de The Miami Herald Andrés Oppenheimer, son optimistas sobre lo que está pasando. El primero de ellos afirma que "el Estado está recuperando el control sobre el territorio nacional". Y el segundo escribió una columna en la que afirma que Foreign Policy, la revista que publicó el informe sobre los Estados colapsados, "esta vez la embarró". Posiciones que contrastan con las críticas que han hecho recientemente organismos como la oficina de derechos humanos de la ONU, o Human Rights Watch. ¿Confusión? ¿Voces aisladas de algunos centros desinformados o malintencionados? ¿Una estrategia de los enemigos de Uribe? ¿De la izquierda, por ejemplo, que lo ve como un títere de Bush? ¿Está Colombia en el centro de la confrontación política internacional?

No se trata de un asunto superficial. Si algo caracteriza a la política internacional en estos momentos, es que ya no existe una frontera entre lo externo y lo interno. El primer gobierno que intentó un diálogo con la guerrilla, el de Belisario Betancur en 1982, se pudo dar el lujo de ejecutar su plan sin pedirle permiso a nadie. Ahora el conflicto está 'internacionalizado'. Pretender un acuerdo con los paras en contra o a espaldas del mundo es inviable en el siglo XXI. Y subestimar la importancia que hoy, a diferencia de hace algunos años, tienen las ONG y otras entidades no gubernamentales, es tapar el sol con las manos. El presidente Uribe se ha equivocado al confrontar a las primeras, y al reaccionar a editoriales como el de The New York Times, tachándolo de "amigo de la guerrilla". Académicos como Leonardo Carvajal, en columna publicada en SEMANA.com, consideran que estas actitudes son fruto de una visión parroquial.

Tampoco se puede minimizar el debate, por más extravagante que parezca, de los Estados fallidos. Por una parte, porque ellos concentran la atención de los grandes poderes. Si la política exterior de Estados Unidos durante la Guerra Fría estaba diseñada para defenderse de los Estados más fuertes, la de ahora se ejecuta para prevenir las locuras de los más débiles. El análisis sobre los Estados colapsados, o fallidos, no solamente se da en centros académicos, sino en la propia CIA y en el Departamento de Estado. Las amenazas, para Washington, hoy no provienen de las armas nucleares soviéticas, sino de los actos terroristas de una banda como Al Qaeda y de posibles apoyos de Estados a punto de colapsar, como el Afganistán de hace algunos años.

Otra cosa es cómo se define el concepto de 'Estado fallido', y si Colombia objetivamente cae en él. En general, se trata de países donde el gobierno central no ejerce el control efectivo sobre toda la población o el territorio. El índice en el que se basó la lista aparecida en Foreign Policy -junto con la Fundación para la Paz, una entidad independiente creada en 1957 por un banquero de inversión- les da mucho peso a la influencia territorial de grupos ilegales, a la existencia de mafias y al desplazamiento forzado de la población. Por eso Colombia apareció en el puesto 14. Lo que es un absurdo es desconocer otros factores como los recientes avances en la presencia del Estado, en la economía, y en la confianza pública frente al gobierno y a las instituciones. O la tradición de fortaleza institucional: ningún país latinoamericano ha tenido tantas elecciones ni tan pocos golpes de Estado. O los resultados de la Constitución de 1991 en materia de derechos humanos, pluralismo político y justicia independiente.

El discutido artículo de Foreign Policy no es la única muestra de que la comunidad internacional se equivoca, con frecuencia, en su mirada hacia Colombia. En la propia Europa predominan muchos estereotipos más adecuados en otras épocas. Y con mucha frecuencia hay doble moral: nadie califica como violaciones a los derechos humanos las fuertes respuestas de los gobiernos de España e Inglaterra al terrorismo. Ni las restricciones a las libertades o el surgimiento de grotescas actitudes xenófobas. En Estados Unidos no se miden con igual rasero las atrocidades de Abu Ghraib o las que se han denunciado en Guantánamo, que las violaciones en otros países. Ni siquiera se cuestionan su autoridad para juzgar quién lo hace bien y quién lo hace mal.

En la realidad política, sin embargo, las imágenes importan más que la realidad. Y más que la razón en los argumentos, para Colombia es grave que haya percepciones tan contradictorias y negativas en el exterior. Una aproximación demasiado simplista no es la mejor receta para enfrentar el desafío. La ley de Justicia y Paz y el diálogo con los paras, tienen aceptación en la opinión pública nacional, pero causan rechazo en el exterior. Y sin un cambio en la imagen externa, podría hacerse inviable o demasiado costosa. Por eso el gobierno, además de la necesaria y urgente campaña pedagógica que va a poner en marcha, necesita una diplomacia sofisticada, que reconozca las realidades contemporáneas y que no dependa, única y exclusivamente, de una alianza carnal entre Álvaro Uribe y George W. Bush.

Ante el reto que se viene para la diplomacia, el nuevo avión presidencial tendrá mucho uso. Será el vehículo para múltiples misiones por el mundo que se necesitarán para lograr una mejor comprensión de lo que pasa en Colombia. Lo que significa atravesar tiempos mucho más tormentosos, desde el punto de vista político, que los que enfrentó 'la cafetera': el viejo Fokker que sirvió durante 35 calmados años. La política exterior necesita una modernización de igual magnitud a la del cambio del avión.