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SALSA ROJA

Guerra de basuqueros o deporte de ricos, las matanzas de Cali no parecen preocupar demasiado a las autoridades

27 de octubre de 1986

El promedio son tres muertos por noche. Pero en las madrugadas de algunos sabados los cadaveres pueden llegar a treinta. Eso es Cali, que en los últimos meses ha logrado arrebatarle a Medellín el título de ciudad más sangrienta del país, y tal vez del mundo, incluyendo a muchas que están desgarradas por verdaderas guerras. Pero los de Cali no son muertos de guerra, como los de Beirut --aunque haya que contar entre ellos los caídos en enfrentamientos entre la tropa y las guerrillas.
Ni muertos de mafia--aunque incluyan casos como el del periodista Raul Echavarría. Son muertos al azar: muertos de tiro al blanco. En su mayoría anónimos y marginados: mendigos, prostitutas, travestis, carretilleros, recogedores de papel, dementes. Gente que vive o duerme en la calle, o que madruga a su trabajo.
Cali, como titulaba El Espectador un informe especial al respecto, "se llena de pánico".

Los titulares de la prensa local son una rutina macabra, hasta en los periódicos menos escandalosos: "Siete días de sangre". "Matan pareja a balazos". "Matan a tres desconocidos". "En cancha de fútbol hallan dos cadáveres". En los primeros veinte días del mes de septiembre los asesinados fueron ochenta, con dos picos de barbarie en las madrugadas del 5--16 muertos--, del 7--19 muertos--, del 14--10 muertos--y del 21, cuando en los patios de la estación del ferrocarril fueron acribilladas docenas de personas que allí suelen dormir: "Nos dijeron que corriéramos y empezaron a disparar", cuenta un sobreviviente. Y los mendigos y los recogedores de basura corrieron literalmente como conejos, perseguidos por el fuego de las armas automaticas. El diario Occidente, que nunca se había preocupado demasiado por el problema de las "ejecuciones privadas", editorializó al respecto, hablando de "esbirros a destajo y asesinos por deporte" que practican "tiro al blanco al azar, en macabro entrenamiento".

Es que, como señala el mismo Occidente, nadie cree ya en la rutinaria e indiferente explicación de las autoridades de que se trata de "venganzas entre basuqueros". Reunido en Cali el Consejo Regional de Seguridad --el gobernador Manuel Francisco Becerra Barney, los comandantes de la III Brigada, general Hernán Guzmán Rodríguez, del Departamento de Policía del Valle, coronel Jesús Emilio Duque Montoya, de la Policía Metropolitana, coronel Alirio Peña Díaz, y el director regional del DAS, Germán Jaramillo-expidió un comunicado en que volvía a restar importancia a los sucesos: "Las investigaciones iniciales permiten establecer en principio como causas de la violencia la existencia de una sórdida guerra entre narcotraficantes, a la sombra de la cual gentes ajenas a esa absurda competencia ejercen venganzas de tipo personal que causan desorientación a los investigadores", dice el comunicado. Y Occidente comenta que "la ciudadanía en general ha expresado que esta afirmación no es plenamente cierta porque ello equivaldría a decir que quienes han muerto abaleados por desconocidos son narcotraficantes". Por lo demás, la "desorientación de los investigadores" parece excesiva, cualesquiera que sean las circunstancias: no hay un solo detenido. En Cali resulta posible asesinar a treinta personas en una noche sin que las autoridades se percaten. Como apunta el columnista de El Tiempo Enrique Santos Calderon, "¿cómo es posible que en todos estos meses no se hayan topado (los asesinos) con un solo representante de la autoridad y que no haya un solo detenido?".

La indiferencia de las autoridades caleñas contrasta también con las declaraciones enfáticas que por esos mismos días hacía en Bogotá el alto gobierno. "El gobierno no acepta la pena de muerte", afirmaba en el Congreso el ministro de Gobierno Fernando Cepeda. Y el de Justicia, Eduardo Suescún, añadía: "El gobierno está interesado en que haya claridad sobre todas las denuncias que se hagan". Pero lo que falta es precisamente claridad, y cuando se han hecho denuncias han tropezado con la indignación o con la indiferencia. Así sucedió con las que hizo a mediados de mayo pasado el entonces procurador general Carlos Jiménez Gómez, señalando que en Cali se realizaba "una extraña operación limpieza" caracterizada por multiples homicidios nocturnos sobre los cuales pedía directamente cuentas al segundo comandante de la Policía Metropolitana, teniente coronel José Agustín Ramos. Como la mayor parte de los sonoros pronunciamientos del procurador Jiménez Gomez, esta acusación produjo más tinta de imprenta que efectos prácticos, y pasado el furor del primer momento no se ha vuelto a hablar de ella. Entre tanto, hay en el Valle actualmente 6.800 asesinatos sin esclarecer, cuya investigación está a cargo de ocho jueces superiores: 850 casos para cada juez.

Según informa El Espectador, contradiciendo el comunicado del Consejo de Seguridad, algo se ha adelantado. Sobre las matanzas más recientes, cometidas todas por asesinos armados con armas automáticas a bordo de dos camperos Suzuki, uno rojo y el otro blanco con rayas azules, el diario afirma que hay ocho sospechosos. "Las ocho personas habrían estado vinculadas a los servicios de seguridad de Cali, y sostienen 105 investigadores judiciales que quier actúa como jefe del grupo de ajusticiamiento trabajó en esa ciudad. Solo resta capturarlo". Tal vez sea así, pero no cabe duda de que los asesinos son más de ocho. A mediados de junio, cuando hubo otra gran ava lancha de asesinados en parecidas circunstancias, se hablaba de "un Mustang blanco y un Toyota rojo "; y desde hace unos tres años y medio, cuando empezó a crecer el fenómeno, han aparecido numerosos grupos que, en pintadas en las paredes o en llamadas telefónicas a la prensa, se han hecho responsables: "La mano negra", "El justiciero implacable", "Kankil", MAJI (Muerte a Jíbaros) y la JIC (Juventud Inconforme de Cali). Y la verdad es que esas manifestaciones de justicia privada son vistas con beneplácito por amplios sectores de la sociedad caleña, e inclusive algunos columnistas de prensa les encuentran cierta razón. En Occidente las justifica Raimundo Emiliani, y en El Espectador Antonio Panesso defiende el derecho a armarse de los ciudadanos particulares, "individualmente o en grupo", cuando obtengan permiso de las autoridades. "Cumplidas esas normas--opina Panesso--es obvio que los ciudadanos particulares no sólo pueden emplear las armas para defenderse sino que cumplen una tarea de beneficio social cuando defienden a su población".

En Cali, como señala Santos Calderón, esa tarea de "defensa de la población" ha sido tomada muy a pechos por "sectores prestantes de la sociedad, que llevados por la inseguridad creciente llegaría al extremo paranoíco de salir a echar bala contra todo aquel a quien consideren antisocial". Todavía se recuerda el caso del ex alcalde de Cali interceptado hace unos meses en el aeropuerto de Miami cuando intentaba pasar la aduana con una maleta cargada de metralletas para repartir entre sus amigos a su vuelta. En el Club Colombia, cuenta un observador, "se habla de armas como quien habla de tierra". Las matanzas de fin de semana serian, en suma, una distracción macabra de "niños bien". Pero también circulan otras versiones sobre la autoria de la "extraña operación de limpieza", como la llamó el ex procurador Jimenez Gómez. La suya propia, referida a los "elementos indóciles y descorregidos" de las Fuerzas Armadas, y en particular de la Policía. La que acusa a la gran mafia del narcotráfico, que quiere --como apunta Santos Calderón--"imponer su orden y barrer los bajos fondos de elementos que puedan perturbar su actividad". La que señala--también según el mismo columnista--a "en miembros de organismos de seguridad debidamente financiados y patrocinados". Y finalmente, la del Consejo Regional de Seguridad: vendettas entre basuqueros.

Pero para saber cuál o cuáles de ellas está en lo cierto sería necesaria una investigación. --