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¡SALUD!

Ernesto Samper tiene razones de sobra para brindar: muchos de sus problemas se resolvieron el viernes pasado.

10 de julio de 1995

EN LAS ULTIMAS SEMANAS Ernesto Samper estaba pasándolo bastante mal. Después de un primer semestre de gobierno caracterizado por una relativa luna de miel con la opinión, el Cristo parecía haberle dado la espalda al mandatario colombiano. A las cada vez más agresivas presiones del gobierno y los medios de comunicación de Estados Unidos en demanda de resultados contundentes en la lucha contra el cartel de Cali, se habían sumado claras señales de inestabilidad interna. La economía, que por muchos años había andado bien, independientemente incluso de lo mal que andaba el país, había comenzado a presentar síntomas de decaimiento. El proceso de paz, en el que Samper había apostado buena parte de sus fichas, despertaba más escepticismo que nunca y el gobierno estaba siendo acusado de cederle casi todo a una guerrilla que no estaba dando nada a cambio. Y como para rematar las cosas, la proverbial habilidad política de Samper parecía haber hecho agua con una propuesta de reforma constitucional que indignó al Congreso y echó al traste media legislatura.
Samper había comenzado a transmitir en la mayoría de sus declaraciones públicas una mezcla de angustia y desaliento. Y en las reuniones a puerta cerrada del alto gobierno había dejado en claro que se sentía corriendo una carrera contra el reloj. Fue así como el lunes de la semana pasada en una cumbre que evaluaba las labores del Bloque de Búsqueda en Cali, le dijo a la cúpula militar y policial que si antes del 7 de agosto no conseguía en el Valle del Cauca grandes resultados, muchos generales pasarían a retiro. "No puedo cumplir un año de gobierno sin dar un golpe contundente en este campo" había dicho ese lunes Samper entre preocupado y enérgico.
Menos de 100 horas después el golpe estaba dado. "Ha sido como quitarme un piano de encima" le dijo con espontaneidad el Presidente a los periodistas poco después de enterarse de la captura de Gilberto Rodríguez. Era un premio -el mayor- a la constancia del general Rosso José Serrano y de su grupo elite de inteligencia. Pero también un premio igualmente grande a quienes lo escogieron como comandante de la Policía y le brindaron su apoyo: el jefe del Estado y su ministro de Defensa Fernando Botero.
La captura de Rodríguez no va a resolver como por encanto los problemas de incertidumbre que han surgido en la economía. Tampoco va a poner a andar el proceso de la paz de la noche a la mañana, ni mucho menos va a acabar de un plumazo con los desencuentros que hay hoy entre Samper y los congresistas. Pero el golpe del viernes resuelve, en este caso sí de manera contundente, el más grave de todos los problemas que Samper enfrentaba: el de una cierta falta de credibilidad. Desde el escándalo de los narcocasetes algo había quedado en tela de juicio en el gobierno de Ernesto Samper. Nadie podía definir exactamente de qué se trataba, pero todo el mundo sabía que estaba ahí.
El asunto de la credibilidad era, por mucho, el más grave de todos los problemas. A los colombianos les parece más o menos normal que a su presidente se le enrede el manejo de la economía, se le agrien sus relaciones con el Congreso, o se le embolate su proceso de paz. De hecho, todos los mandatarios de la Colombia contemporánea han tenido que soportar problemas como esos. Pero el problema de credibilidad tenía pocos antecedentes, razón por la cual resolverlo se había vuelto el objetivo más importante del gobierno.
Por todo lo anterior el éxito alcanzado por el gobierno el viernes pasado es enorme. Con lo sucedido ese día desaparecen, para siempre, todos los nubarrones. Independientemente de lo que en realidad haya sucedido en la campaña, independientemente de lo que al respecto, como creen algunos, pueda revelar Gilberto Rodríguez, el presidente Samper y su ministro Fernando Botero han quedado por encima de todos esos episodios. Samper será recordado como el primer presidente que persiguió en serio al cartel de Cali, y como el primero que consiguio en unos cuantos meses la captura de su máximo jefe. Y ello le otorga a su gobierno una legitimidad en materia de lucha antidrogas que pocos de sus antecesores tuvieron. Como si fuera poco, el éxito alcanzado le devuelve a Samper y a su gobierno el margen de maniobra que necesita para administrar los problemas económicos, políticos y de orden público.
Pero si bien la administración Samper es la gran ganadora, no es la única. Al lado de ella ha ganado el país. Hay cosas que, después de la captura de Rodríguez, y de la suma de ésta con la muerte de Pablo Escobar, no van a volver a ser lo mismo. La idea de que en Colombia el delito siempre paga se ha vuelto cuando menos discutible, pues lós dos hombres a quienes más poder y dinero les había reportado estar por fuera de la ley, no han tenido finales felices. El uno, Pablo Escobar, murió acribillado por la Policía en el tejado de una modesta residencia en Medellín, separado de su familia, con sus compinches en la cárcel o en los cementerios, y sin poder disfrutar en lo más mínimo los miles de millones de dólares acumulados a lo largo de su carrera delictiva. Y el otro, Gilberto Rodríguez, resultó capturado por las autoridades en medio del terror de la persecución y la asfixia de la estrecha caleta en que se escondía, e igualmente lejos de su familia y de su fortuna.
Por todo lo anterior no es exagerado decir que después de lo sucedido con Pablo Escobar y Gilberto Rodríguez, es posible que en Colombia no vuelva a florecer el narcoterrorismo, con el que Pablo Escobar quiso someter ál país, ni la narcopolítica, con la que Rodríguez quiso comprarlo y dominarlo. Lamentablemente, el fenómeno que posiblemente no va a sufrir mayores transformaciones es el narcotráfico. Se trata de un negocio tan grande y con una demanda tan sólida, que en el año 93, cuando Escobar cayó y el cartel de Medellín fue aniquilado, pocos cambios se evidenciaron en el comercio mundial de cocaína. Y en esta ocasión? incluso si el cartel de Cali llega a desmontarse, en menos de lo que canta un gallo otros carteles, hoy menores, estarán listos a reemplazarlo y a surtir con cocaína las siempre ávidas narices de los consumidores norteamericanos y europeos.