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Se creció el monstruo

Ahora la guerra del Estado no es en dos frentes sino en tres. Además de la guerrilla y el narcotráfico está también el paramilitarismo.

20 de febrero de 1989

El polvo que levantaban los dos camperos hacía más, sofocante el calor que, en medio de la tensión, setían los 15 miembros de la comisión investigadora que transitaban por la Troncal de la Paz a pocos kilómetros de Puerto Nuevo (Santander). Eran las 11:30 de la mañana del miércoles 18. Los funcionarios estaban terminando la última etapa de una serie de investigaciones que había comenzado en mayo del año pasado. De pronto, en medio de la vía hombres armados detuvieron a los dos camperos en los que se movilizaba la comisión.

"Somos de izquierda y queremos ayudarles en su trabajo", dijo el que a todas luces, parecía ser el jefe del grupo. Otro más acotó: "Somos de las FARC". Al parecer, como la comisión tenía entre manos algunas investigaciones sobre grupos paramilitares, sus miembros se sintieron tranquilos y bajaron la guardia. Los hombres armados, unos uniformados y otros de civil, se ganaron la confianza de los funcionarios oficiales y hasta los invitaron a almorzar. A pie, emprendieron el camino hacia el caserío de La Rochela, situado a poca distancia, en donde supuestamente encontrarían algo para comer. A la entrada de la población, hubo cruce de saludos entre el grupo de hombres armados y los pobladores, lo cual les dio más confianza a los investigadores (dos jueces, dos secretarios y nueve investigadores de Instrucción Criminal) y a los dos conductores de los camperos.

La jornada parecía transcurrir normalmente mientras almorzaban un sancocho. Entre cucharada y cucharada, los supuestos guerrilleros les ofrecieron "información gorda" a los funcionarios. Terminado el almuerzo, les dijeron que tenían que movilizarse hacía un sitio más seguro, argumentando que era posible que el Ejército anduviera rondando por el sector. Entonces, les dijeron que era mejor curarse en salud y que, como medida de precaución, les amarrarían las manos para que, en caso de un encuentro con patrullas militares, fueran presentados como supuestos rehenes para evitar un enfrentamiento a bala. Con reservas se comieron el cuento y, además, se dejaron quitar las dos subametralladoras y siete revólveres que llevaban para su protección personal. Cuando estaban siendo amarrados, uno de los agentes, Manuel Díaz, le dijo al juez Pablo Beltrán: "Esto me está dando mucho miedo". El juez le respondió: "A mí también". Era demasiado tarde, ya no había nada que hacer.

Los miembros de la comisión, inermes, fueron llevados a donde habían dejado estacionados los camperos y allí se les ordenó abordarlos. Fue entonces cuando empezó la masacre: amarrados y sentados en el interior de los jeeps, fueron ametrallados. Posteriormente, uno a uno, los supuestos guerrilleros fueron bajando de los carros a los miembros de la comisión y, también uno a uno, les fueron disparando el tiro de gracia a aquellos que no parecían estar muertos aún. Pero casi en forma milagrosa, tres de los investigadores lograron fingir que estaban muertos y se salvaron de ser rematados. Por ellos tres, los detalles de esta historia se conocen hoy.

El estupor
Un país que creía, como siempre, que su capacidad de asombro estaba copada, recibió en la noche del miércoles la escabrosa noticia. La guerra ya no era solamente entre la derecha y la izquierda, sino que se extendía a quienes la investigaban. Como siempre también, empezó el desfile de reacciones y frases. La confusión comenzaba por el propio gobierno. Mientras el director de Instrucción Criminal, Carlos Eduardo Lozano, superior jerárquico de la mayoría de las víctimas, no vaciló en acusar de frente a grupos de paramilitares como autores de la matanza, el general Farouk Yanine Díaz, comandante de la Segunda División del Ejército con sede en Bucaramanga, tampoco vaciló en inculpar a la otra orilla, el XXIII frente de las FARC. Más prudente se mostró en ese momento el ministro de Justicia, Guillermo Plazas Alcid, quien afirmó que había que esperar a que se aclararan las cosas, pero quien dejó entrever sus sospechas de que, efectivamente, la masacre podría ser obra de paramilitares: "El país está capturado en una tenaza siniestra, entre la subversión de tipo estalinista y la otra nazi-fascista". Pero fue el general Miguel Maza Márquez, director del DAS, quien, con base en el conocimiento que tenía de las investigaciones que se adelantaban, señaló de frente a un grupo paramilitar que opera en esa zona del Magdalena Medio: "Sin lugar a dudas, fueron esos grupos irregulares que actúan dentro de un marco de referencia que tanto nos tiene agobiados". Por su parte, el Procurador General de la Nación, Horacio Serpa Uribe, fue mucho más allá y al término del Consejo de Seguridad que se reunió el jueves en la tarde, dijo que los grupos paramilitares "le están causando más daño al Estado que el mismo daño que le causan los enemigos abiertos, francos y descubiertos".

Veinticuatro horas después, ya ni el mismo general Yanille podía dudar. La autoría del hecho era clara: los paramilitares habían masacrado a representantes del poder judicial, del Estado mismo.

La subversión de derecha
La masacre a la comisión judicial es otra vuelta de tuerca del fenómeno paramilitar, proceso que el país sabe cómo comenzó, pero desconoce como va a terminar. De unos años para acá, los colombianos han ido adquiriendo conciencia de que el boom paramilitar comenzó a darse como respuesta a las cada vez más asfixiantes practicas de boleteo, secuestro y extorsión ejecutadas tradicionalmente por la guerrilla en vastas regiones del territorio nacional. Para los ganaderos de Urabá, Córdoba, Sucre, Cesar, el Magdalena Medio, los Llanos, Huila... llegó en un momento en que resultó más práctico pasar de la "vacuna" guerrillera al "impuesto de seguridad" .

Pero de esta primera fase de la contrarrevolución armada de características más bien espontáneas, e inorgánica, el fenómeno parece haber pasado a una etapa superior y mucho más peligrosa. A medida que sangrientos experimentos regionales iban dando como resultado, particularmente en Puerto Boyacá y Urabá, el desplazamiento de los frentes guerrilleros hacia otras regiones, el paramilitarismo se fue extendiendo como mancha de aceite a todas las regiones donde antes habían reinado casi hegemónicamente las FARC, el ELN, el EPL y otros grupos guerrilleros.

Sin embargo, entrada la década de los 80, un fenómeno que se venía desarrollando paralelamente, el narcotráfico, terminó por introducirle dos elementos que le dieron al fenómeno la nueva dimensión que hoy se ha hecho evidente: organización y financiación.

La participación y el apoyo del narcotráfico a esta siniestra modalidad de hacer justicia, tiene una explicación. Los narcos comenzaron a invertir los excedentes de su negocio en la compra de vastas extensiones de tierra y en ganado. Lo hicieron principalmente en aquellas regiones donde los tradicionales ganaderos, por presión de la guerrilla y ausencia del Estado, comenzaban a vender sus tierras. Su nueva condición de terratenientes, su costumbre de resolver las cosas por su cuenta y su condición de nuevos ricos, eran el perfecto caldo de cultivo para vertebrar un proyecto político-militar de extrema derecha. Atraídos por la aparente eficacia de esta modalidad de justicia privada, y desesperados ante la ineficiencia del aparato estatal que debía proteger su vida, honra y bienes, muchos ganaderos no narcotraficantes se subieron al bus del paramilitarismo, sin medir mucho las consecuencias del monstruo que estaban engendrando.

Pero esto no era todo. Según lo han revelado las investigaciones de algunas de las masacres realizadas hasta la fecha por el gobierno, mandos medios. regionales de las Fuerzas Militares y de la Policía estuvieron directa o indirectamente comprometidos. Por razones ideológicas unos --al fin y al cabo, los narcos y los militares tienen un enemigo común, la guerrilla-- y por razones económicas otros, se fueron volviendo cómplices, o al menos encubridores, de esta modalidad criminal.


La pirámide mexicana
Todo lo anterior no es pura teoría. Más de dos años de investigaciones sobre el fenómeno paramilitar han permitido a las autoridades trazar el organigrama de la que posiblemente es la más siniestra de estas organizaciones. En éste se combinan narcotraficantes, ganaderos, mandos medios militares y asesinos a sueldo. El eje de sus operaciones está comprendido entre Puerto Boyacá y Puerto Berrío en el Magdalena Medio. Esas dos poblaciones fueron precisamente las que hace más de cinco años comenzaron a vivir el proceso de desplazamiento de los grupos guerrilleros por acción de grupos armados organizados y financiados por los terratenientes de la región. También fueron los primeros que vieron caer uno a uno líderes populares y de izquierda, considerados por los autores de estos crimenes como auxiliadores de la guerrilla. Todo este proceso se dio mientras los narcotraficantes adquirían las mejores tierras de la zona.

Según informe confidencial del gobierno, la organización de los paramilitares en la región comenzó a funcionar en 1984, como un grupo de autodefensa bajo el mando de Carlos Loaiza, propietario de la hacienda "El Socorro", cerca a Puerto Boyacá. Pero esta banda inicial degeneró en un grupo de sicarios que comenzó a boletear a los mismos ganaderos que habían propiciado su nacimiento. Loaiza debió abandonar el área y la organización pasó a manos de Gonzalo Pérez, de 65 años de edad, un hombre de 1.74 metros de estatura, cuya característica más notoria es una voz ronca y apagada. Henry y Marcelo, dos de sus hijos, y Enrique Tobón, su socio, completan el núcleo de esta organización que, según las autoridades, tiene estrechos vínculos con Gonzalo Rodríguez Gacha, "El mexicano", propietario de la hacienda "Las Nutrias", una de las más grandes de la región. En una docena de fincas como esta, funcionan, según lo han podido determinar las investigaciones oficiales, laboratorios de procesamiento de coca, hoy perfectamente ubicados, y algunas escuelas de sicarios.

Si bien el área central de operaciones de la banda es el Magdalena Medio sus tenláculos se han extendido hacia otras regiones, incluida la de Urabá, como lo demostraron las investigaciones del DAS y de la Juez Segunda Superior de Orden Público --hoy residente fuera del país. En efecto, el grupo de Gonzalo Pérez adquirió recientemente propiedades en Turbo, hacia donde habría desplazado más de 120 hombres armados a fines de 1987, poco antes de las masacres que se perpetraron en las fincas bananeras "Honduras" y "La Negra". Otro de los tentáculos sería precisamente la banda de sicarios del "Negro Vladimir", a quien se ha identificado como el cabecilla del grupo que asesinó a los funcionarios de la justicia la semana pasada.

Un informe del gobierno señala que a esta organización también estarían vinculados el ex alcalde de Puerto Boyacá, Luis Rubio, hoy prófugo de la justicia, y algunos amigos suyos. Con ellos se completaría este grupo delincuencial organizado en forma de pirámide y en cuya cúspide estaría, según las autoridades, Gonzalo Rodríguez Gacha, "El mexicano". Rodríguez Gacha se considera en una cruzada contra las FARC que ha desembocado en una guerra abierta entre los dos bandos. Varios terratenientes de la región lo han apoyado en el convencimienlo de que sólo esta nueva fuerza podrá trancar el auge de la subversión.

Los dos frentes
Todo lo anterior, y particularmente los sucesos de la semana pasada, demuestran que las dimensiones del problema paramilitar son mayores de las que hasta ahora se habían pensado. El asesinato premeditado y con sevicia de 12 funcionarios de la rama judicial, incluidos dos jueces de la República, ha puesto en evidencia no sólo el tamaño del monstruo, sino algo que es mucho más grave: que este monstruo parece también haberle declarado la guerra al Estado. Con la masacre de la semana pasada, los paramilitares han enviado un perentorio mensaje: no quieren que las narices de los organismos investigativos del Estado se metan en sus asuntos.

En términos conceptuales, lo anterior indica un salto cualitativo en las actividades de la extrema derecha armada. Ya no se trata de grupos irregulares contra guerrilleros operando en algunas regiones del país, sino de una organización poderosa de extrema derecha, tan subversiva como la guerrilla que pretenden combatir. Como le dijo a SEMANA el Procurador Serpa Uribe, "se trata de una fuerza enemiga del mismo Estado y de la misma sociedad que pretende defender".

Los sucesos de la semana pasada no son los primeros que muestran cómo el paramilitarismo ha enfocado sus baterías contra representantes del Estado. Hace más de un mes cinco agentes del DAS que habían investigado la masacre de Mejor Esquina y que se disponían a capturar a algunos de los implicados, fueron asesinados en el sur de Córdoba. Al igual que los investigadores de la semana pasada, fueron primero engañados, luego desarmados y atados de manos, ametrallados y finalmente rematados con un liro de gracia. Lo nuevo de la semana pasada no es ni la modalidad, ni que las víctimas sean funcionarios del Estado. Lo realmente nuevo es que, por primera vez, el país y el gobierno mismo parecieron darse cuenta de que los paramilitares son tan subversivos como los guerrilleros.

Para el gobierno las implicaciones de esta situación son muy graves. Para empezar la iniciativa de paz presentada por el presidente Virgilio Barco el 1° de septiembre del año pasado indudablemente se queda corta ante las dimensiones adquiridas por este nuevo frente de guerra en el que tiene que combatir el Estado: el de los paramilitares. Es evidente que se demoró en darse cuenta de esto. Para cuando lanzó el plan de paz las cifras del propio gobierno indicaban que más colombianos habían caído muertos en el último año por balas de paramilitares que por balas de la guerrilla. También había sido un campanazo el completo informe del DAS sobre las masacres de Urabá, en el que se alertaba sobre los peligros que para el Estado significaba el auge paramilitar.

Sin embargo, el gobierno parecía empeñado en defender su teoría de causa-efecto, según la cual los paramilitares eran una consecuencia de la guerrilla y, por lo tanto, enfocar las iniciativas de paz hacía esta última, podría a la larga remediar el problema. Lo que el gobierno no parecía haber entendido, y tiene que haberle quedado claro la semana pasada, es que el paramilitarismo requiere su propia terapia. Es absurdo pensar hoy que dentro de la remota hipótesis de la desaparición de la guerrilla, por simple efecto mecánico desaparecerían los paramilitares. Una mirada por el retrovisor permite recordar cómo una vez superadas las hondas diferencias entre liberales y conservadores a fines de los años 50, los brazos armados de uno y otro bando degeneraron en grupos de bandoleros que trataron de seguir imponiendo su ley a sangre y luego, ya en épocas del Frente Nacional. Por eso nada hace pensar que en el futuro, en el muy remoto caso de disolverse la guerrilla, una situación similar no vuelva a repetirse, y las bandas paramilitares que hoy defienden intereses de extrema derecha terminen convertidas en cuadrillas de simples delincuentes comunes. En todo caso la teoría de causa-efecto se está invirtiendo y lo que es seguro en la actualidad es que mientras el gobierno no muestre resullados concretos frente a los paramilitares, no hay posibilidad real de desmovilización de la guerrilla.

El gobierno finalmente pareció, 48 horas después de la masacre, haber aceptado que hay que hacer algo específico para combatir a los paramilitares, pero no sabe exactamente qué. Después de los Consejos de Ministros y de Seguridad al final de la semana pasada el gobierno no parece tener mucha claridad sobre cómo proceder. Las propuestas van desde una nueva jefatura militar en el Magdalena Medio hasta la necesidad de buscar un acercamiento con los ganaderos no narcotraficantes que, sin medir las consecuencias, han ayudado a alimentar el monstruo paramilitar. Sobre la primera, las dudas están relacionadas con los escasos éxitos obtenidos por la jefatura militar en Urabá. Sobre la segunda, que es una propuesta del Procurador Serpa, hay aún mucha tela que cortar. "Antes que una negociación como la que se adelanta con la guerrilla, se trataría de adelantar una pedagogía que convenza a esas personas de que intentar defenderse por fuera de la ley es algo que se les puede devolver como un bumerán", le dijo el Procurador a SEMANA. "La equivocación que ellos han cometido --agregó-- es pensar en forma simplista, que los enemigos de sus enemigos son sus amigos".

En el alto mando militar hay algunas señales de cambio. Desde su posesión como ministro de Defensa, el general Manuel Jaime Guerrero Paz aceptó, pocas horas después de la masacre de Segovia, que guerrilleros paramilitares eran por igual enemigos de las Fuerzas Armadas. Aparte de las palabras, ha habido algunos hechos que apuntan hacia lo mismo. El más importante, sin duda, es que hace pocas semanas el mando militar aceptó que los oficiales encargados de los puestos militar y de policía de Segovia que no reaccionaron ante el asalto paramilitar, declararan ante juez civil. Algo ha cambiado desde los tiempos en que el entonces ministro de Defensa, general Fernando Landazábal, promoviera recolectar un día de sueldo de todos los oficiales y suboficiales, para pagar los gastos, de la defensa judicial de los uniformados que entonces fueron sindicados de colaborar con grupos paramilitares. La actual cúpula militar parece saber que el espíritu de cuerpo aplicado a ultranza en nada contribuye a la credibilidad y confianza que el país debe tener en sus Fuerzas Armadas.

Entre bomberos...
Pero si el Estado debe librar la guerra en un nuevo frente tiene, para empezar, que resolver los conflictos entre sus distintos poderes. Uno de los más graves es, sin duda, el que se presenta desde hace algunos años entre el poder judicial y la institución armada. El cruce de cartas entre el Procurador Serpa y el presidente Barco la semana pasada sobre un decreto para reglamentar las sanciones disciplinarias en las Fuerzas Militares y de Policía, fue el más reciente capítulo, más no el primero de los roces entre los dos estamentos. La Procuraduría creyó que con esos decretos, el gobierno le había quitado facultades para intervenir en las investigaciones que involucran personal uniformado. El gobierno le respondió que esa no era la intención de los decretos y que esas facultades se las garantizaba la Constitución a la Procuraduría. Al final de la semana, el episodio parecía haberse superado y SEMANA se enteró de que el gobierno estudiaba en el fin de semana algunos decretos para aclarar cualquier malentendido.

Sin embargo, el hecho es que el conflicto existe y tiene raíces profundas. Si bien es cierto que en la formación de los militares hay elementos doctrinarios de tipo anticomunista, también lo es que el personal que trabaja en la rama judicial no ha estado ajeno a simpatías orientadas hacia la izquierda. La forma como cayo ingenuamente la comisión que fue asesinada la semana pasada, con el argumento de que los hombres armados que la interceptaron eran de las FARC, y el hecho de que esto en lugar de preocuparlos los hubiera tranquilizado, refleja una confianza del personal judicial que se opone a la desconfianza hacia los uniformados. Esto último se hizo evidente en el hecho de que, a pesar de conocer la complejidad de su misión en una zona altamente conflictiva, la comisión no informó a las autoridades militares sobre su presencia en el área. Mientras esta desconfianza no desaparezca y no haya conciencia de que los enemigos comunes tanto de la justicia como de las Fuerzas Armadas, son la guerrilla, el narcotráfico y los paramilitares, es difícil que el Estado pueda librar con éxito sus batallas en estos frentes.

En cuanto al frente específico de los paramilitares, se ha avanzado en el terreno de la investigación. Se conocen los nombres de algunos de los más importantes cabecillas de estas organizaciones, así como su modus operandi y en ciertos casos, su localización. Pero hasta ahora, salvo casos aislados como los de "Los Nachos", condenados conjuntamente a 203 años de prisión la semana pasada, son escasas las condenas y sentencias y más aún las capturas. En esto último las Fuerzas Armadas deberían jugar un papel más efectivo. Nadie se explica hoy por qué si los organismos de investigación sabían desde mayo del año pasado quiénes eran y dónde estaban, no se ha movido un dedo en contra de ellos.

El diágnostico está claro. Ya la guerra no es contra dos enemigos sino contra tres: la guerrilla, el narcotráfico y el paramilitarismo. El frente paramilitar está abierto. Es indudable que combatirlo va a resultar por lo menos tan difícil como ha sido golpear a la guerrilla. Pero por alguna parte hay que empezar. El ánimo del país mejoraría considerablemente si las Fuerzas Armadas dieran contra la extrema derecha armada un gran golpe como los que han dado contra la extrema izquierda armada. Algunas fuentes consultadas por SEMANA consideran que la masacre de la comisión judicial puede representar frente a los paramilitares, lo que el asesinato de Rodrigo Lara representó frente al narcotráfico: el evento que rebosó la copa y terminó con la tolerancia. Es por esto que, por primera vez, aún los escépticos piensan que ahora si va a haber algún resultado concreto.

Con los paramilitares está sucediendo en cierta forma lo que sucedió con Hitler. Durante su etapa inicial se llegó a pensar que era el menor mal frente al comunismo de Stalin e incluso la fórmula para trancarlo o acabarlo. Finalmente, un día las democracias occidentales llegaron a darse cuenta de que el remedio podía ser peor que la enfermedad y tuvieron que declararle la guerra. Algo parecido a nivel local está sucediendo con los paramilitares. Lo que al comienzo algunos vieron como un mecanismo de defensa contra la subversión, hoy se está convirtiendo en un fenómeno no menos grave que ésta.--

LOS TRES MOSQUETEROS
La guerra contra los paramilitares parece haberse convertido de la noche a la mañana en una de las prioridades del Estado. Sin embargo, los generales que han de librar esta batalla no son precisamente los que se imaginaría la opinión pública. Probablemente ni el Presidente de la República, ni el Ministro de Defensa, ni el Ministro de Gobierno, ni el Ministró de Justicia, ni el Director de la Policía, serán los hombres claves en este proceso que se inicia. El éxito dependerá de tres hombres, que por razón de sus cargos, se encuentran a la vanguardia de esta cruzada. Ellos son: Horacio Serpa Uribe, Procurador General de la Nación; Miguel Maza Márquez, director del DAS y Carlos Eduardo Lozano, director nacional de Instrucción Criminal. A simple vista, parecerían tener poco en común. Un fogoso político de provincia, un sobrio militar costeño y un extrovertido y sencillo "todero" tolimense, son los tres mosqueteros responsables de hacerle frente a uno de los fenómenos de violencia más graves que se han presentado en los últimos años en el país.

Horacio Serpa Uribe pasó de ser un político de provincia a un político con una clara dimensión nacional. Senador santandereano de 46 años, es uno de los hombres claves de Colombia en la coyuntura actual. Parte de esta importancia es de origen geográfico. Serpa es del Magdalena Medio, región que se ha convertido en un verdadero microcosmo de los conflictos de violencia radicalizada. De lo que pase en el Magdalena Medio dependerá lo que pase en Colombia y pocas personas conocen tan a fondo la problemática de esa región como él. Su nombramiento como Procurador ha sido considerado un gran acierto. En sus nuevas funciones ha dado muestras de ser un hombre inteligente, claro y preciso. Estos atributos han hecho que sus intervenciones vayan mucho más allá de los lugares comunes del acostumbrado lenguaje oficial. Aunque era considerado como el típico izquierdista del Partido Liberal, ha fustigado por igual a la izquierda y a la derecha cuando se trata de violencia política. Su interpretación y conceptos sobre lo que está sucediendo en el país han sido determinantes para la comprensión de la actual encrucijada.

A Miguel Maza Márquez le ha tocado durante toda su carrera enfrentarse cada vez a enemigos más peligrosos y a mayores retos. De perseguir atracadores de bancos en los sesenta, habría de pasar a atrapar secuestradores comunes y posteriormenle políticos en los años setenta, después le tocó combatir a los narcotraficantes y ahora debe agregar el que se perfila como el más grande reto de su carrera, la lucha contra los paramilitares. Es decir, ha tenido que hacerle frente a todas las modalidades delictivas que se han conocido en el país. Quienes lo conocen de cerca aseguran que cada vez su cualificación es mayor. De investigador ha pasado a convertirse en teórico de la violencia que se vive. En cierta forma, ha sido uno de los primeros en entender esta nueva forma de violencia. No obstane a las intensas críticas, por parte de sus colegas militares, produjo un documento que se ha conocido como el "Dosssier de Urabá", en donde va más allá de las investigaciones sobre las masacres de las fincas "Honduras" y "La Negra", para llegar a hacer un análisis sicológico sobre las causas que las produjeron. Samario de 51 años, tuvo su primer roce con el hampa a los 23 años como subteniente de la X Estación de Policía de Bogotá. Ha salido varias veces al exterior para complementar sus estudios sobre investigaciones criminalísticas. En esa nueva etapa de su vida profesional, la lucha contra el paramilitarismo, está por probarse si tendrá el mismo éxito que el que obtuvo en su lucha contra el secuestro, ya que tiene el récord mundial de liberación de secuestrados.

Carlos Eduardo Lozano es de los tres mosqueteros el menos conocido, pero no por esto el menos importante. Su labor frente a la Dirección de Instrucción Criminal ha sido definitiva para llevar a feliz término las investigaciones que se han abierto en los últimos meses sobre masacres y asesinatos. Su sentido del deber ha sido transmitido a sus subalternos, quienes, como en el caso de los 12 asesinados, no vacilaron en llegar hasta la propia boca del lobo para terminar 18 investigaciones de crímenes realizados en el Magdalena Medio y fue un fogoso activista del MRL en Ortega (Tolima) y Boyacá. Lozano es un abogado tolimense de 52 años, ha sido gobernador del Tolima y embajador en la República Democrática de Alemania. Simpático, extrovertido y muy locuaz, sus amigos lo llama "catarrito" o "voz de cañon", por el timbre débil de su voz. Sin embargo, detrás de esta voz frágil se encuentra un hombre de carácter y con los pantalones bien puestos. Los acontecimientos de la semana pasada lo hicieron pasar a un primer plano y él, aun cuando adolorido, no se amilano sino que por el contrario comprometió su palabra ante el país, declarando que seguiría adelante con las investigaciones que llevaban a cabo sus empleados asesinados y que no cedería ni un paso frente a esta nueva modalidad criminal.--