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Siglo XVI:¡Horror!: ¡más iglesias!

3 de enero de 2000

ES UNA GRAN CONFUSION. Eso puede decirse de cualquier momento de la Historia, sí: pero para la nebulosa de la Cristiandad, el siglo XVI es un período esquizofrénico. En él se superponen y combaten la nueva libertad crítica del Renacimiento y la recaída en las pasiones oscurantistas de la religión. Pero pese al desorden, la hegemonía europea se afirma sobre el globo: si el continente suma apenas la quinta parte de la humanidad, económica y tecnológicamente equivale a la mitad del mundo. Y se lo hace saber a la otra mitad: deteniendo en el Este la expansión turca en la batalla naval de Lepanto; destruyendo en el Oeste los grandes imperios de los aztecas y los incas; desarrollando en el Sur, ya en grande, la trata de esclavos africanos; estableciendo rutas comerciales a través del Indico y del recién descubierto Pacífico hasta el Extremo Oriente. Todo ello, claro está, justificado por la expansión de la Verdadera Fe. Así, si el Papa Alejandro VII había repartido la posesión del Nuevo Mundo entre España y Portugal era para que lo evangelizaran. Un conquistador se lo explicó a un cacique de los indios zenúes, dejándolo estupefacto:



--Borracho tenía que estar ese Papa para andar repartiendo lo que no es suyo-- protestó el indio. El conquistador lo hizo empalar, por blasfemo.



Fluía el oro de América hacia Europa, empapado en sangre de indios, bendecido por la Iglesia. Pero si enriquecía a algunos, la imprevista inflación que traía consigo también arruinaba a muchos: a la vieja nobleza, incapaz ya de hacer frente a las cada vez más poderosas monarquías absolutas apoyadas en la 'última razón' de los reyes: los cañones. Hacer la guerra se había vuelto enormemente costoso --artillería, fortificaciones, flotas-- y ya sólo podían permitírselo las más grandes potencias, endeudándose hasta las cejas con los banqueros de la naciente burguesía financiera. Carlos V aconsejaba a su hijo Felipe II, al cederle el poder: "Puesto que las cuestiones financieras son hoy las más importantes y las más graves del Estado, préstales la más grande atención". El viejo emperador tenía por qué saberlo: dos veces había entrado en bancarrota (como le ocurriría también a Felipe), a pesar de haber sido el monarca más rico de la Historia.



El dinero, sin embargo, no se iba sólo en guerra. Se gastaba también en lujos. El impulso hedonista del Renacimiento siembra a Europa de palacios y de iglesias, concebidos y adornados por los más grandes arquitectos, escultores y pintores: el ya viejo Leonardo de Vinci, el pujante Miguel Angel, el joven y perfecto Rafael, y los venecianos Tiziano y Tintoreto, y el Greco, veneciano de España, y los flamencos Brueghel y Van Eyck, y cien más. Aparecía el manierismo, arte de corte (ducal, papal, imperial). Florecía la literatura: filosofía, teatro, poesía. Se desbocaba el comercio, sostenido por las crecientes redes bancarias. Crecían las ciudades: no sólo ya París, Venecia y Nápoles (y Constantinopla), sino también Londres, Sevilla, Amsterdam, Lisboa. El aumento demográfico fue rápido y constante en el siglo XVI (con la excepción de América, donde en esos cien años la población se redujo a la décima parte: de unos 50 millones de personas a unos cinco o seis; más que por las matanzas de la Conquista, por los virus y microbios que viajaban con los conquistadores). Y las investigaciones científicas, alentadas por la savia renancentista, desembocaron en una revolución: el astrónomo polaco Nicolás Copérnico mostró, a mediados del siglo, que la tierra no era más que uno de los planetas que giran alrededor del sol. El hombre no era ya el centro del Universo.



Es revelador de la vivacidad que todavía tenía la tolerancia renacentista el simple hecho de que Copérnico no hubiera sido de inmediato quemado en la hoguera. Por menos intentarían llevar a Galileo al cadalso medio siglo después.



Y es que de ese mismo estallido de riqueza y de esplendor desatado por los nuevos descubrimientos geográficos y científicos y las nuevas ideas filosóficas, de esa misma efervescencia intelectual y económica que transformó la sociedad, surgió su antídoto retrógrado: la Reforma protestante de Lutero y Calvino, y la

Contrarreforma católica del concilio de Trento.



La Reforma fue provocada en lo inmediato por la desfachatada corrupción de la Iglesia de Roma, y en particular por la orgía de ventas de indulgencias destinadas a sufragar la construcción fastuosa de la basílica de San Pedro. Pero su causa profunda fue el deseo de poner coto a los desafueros de la libertad intelectual. Martín Lutero, un brillante monje alemán, prende la chispa de la rebelión en nombre del retorno a la ortodoxia: a la Sagrada Escritura, tomada literalmente como única fuente de conocimiento. Y su movimiento, que incendia a Europa desde las clases bajas de la sociedad (nunca tuvieron tanta influencia los púlpitos de las iglesias de pueblo), se transforma pronto en un instrumento en manos de los príncipes. Los escritos de Lutero, gracias a la ya desarrollada imprenta, se convirtieron en el primer gran éxito de ventas de Occidente: 300.000 ejemplares en tres años, de 1517 a 1520. Y rompieron a Europa en dos. La del Norte, donde triunfaron sin esfuerzo las tesis reformadas y se fundaron iglesias nacionales bajo la férula del príncipe respectivo, único dueño de la libertad de conciencia: Enrique VIII de Inglaterra, los reyes Vasa de Suecia o cada potentado alemán (Cujus regio, ejus religio). Y la del Sur, o de la Contrarreforma de Trento, en torno a la palabra de Roma y sostenida por las armas del imperio español de los Austrias: España, Italia, Flandes, Austria, todo el sur de Alemania. Y Francia, desgarrada más que ningún otro país por las guerras de religión, pero que acabaría en el campo católico bajo el protestante renegado Enrique IV. En el sur, la Inquisición española e italiana cuidaba de la ortodoxia. En el norte lo hacían las hogueras de Calvino en Ginebra, o el verdugo de Enrique VIII en la Torre de Londres.



Se incendió Europa, y volvieron a matarse sus pueblos, llevados por sus curas y sus príncipes, por motivos tan abstractos y abstrusos como no se veían desde los primeros siglos de Bizancio: por la predestinación o por el libre albedrío, por la justificación por la fe o por la caridad, por la transubstanciación, por la comunión bajo dos especies, por el Padre, por el Hijo, por el Espíritu Santo, y por la Trinidad en su conjunto.



Dos hombres de novela



HUBO GRANDES príncipes en el siglo XVI: el emperador Carlos V, el sultán Solimán el Magnífico. Santos impresionantes: Juan de la Cruz, Teresa de Avila. Artistas asombrosos: Miguel Angel, Rafael. Científicos visionarios: Copérnico, Vesalio. Reformadores religiosos: Lutero, Ignacio de Loyola. Pensadores: Erasmo, Montaigne. Guerreros: Hernán Cortés, Alejandro Farnesio. Poetas: Shakespeare, Tasso. Y quizás podría afirmarse que el más influyente personaje del siglo fue el oro, que cegó a Colón, destruyó a América y arruinó a España después de haberla llevado a dominar el mundo. Sin embargo quienes mejor representan el momento de la aparición del individualismo moderno no son dos grandes hombres, sino dos individuos comunes y corrientes que, por añadidura, son inventados: don Quijote y Sancho, los protagonistas de la novela de Miguel de Cervantes.



Puede haber reparos: el Quijote se publica ya iniciado el siglo siguiente, en 1605. Sí, pero el autor es un hombre del XVI. Luchó en Lepanto contra el Turco, pasó hambres y cárceles en la España poderosa y miserable de la Inquisición y de Felipe II, murió pobre. Y en cuanto a sus criaturas, aunque crean vivir en una época imaginaria que nunca existió, la de la caballería andante, viven en realidad (y se trata de la primera novela realista de la literatura) en esa misma España prosaica de su autor: no entre princesas y dragones, sino entre curas y molinos de viento.



Diría Unamuno que caben más cosas en el Quijote que en la España del siglo XVI, y es verdad. Pero también caben menos: no cabe el mal. No existe en la obra de Cervantes, como sí en la de su contemporáneo Shakespeare, la presencia del mal. Tanto el 'loco' don Quijote como el 'cuerdo' Sancho Panza son hombres buenos, a quienes mueve el amor por las cosas y los seres del mundo; y el amor, y el respeto, del uno por el otro: la amistad subversiva entre el amo y el criado. Son hombres justos, dignos, y, por eso, a veces sublimes y a veces ridículos, a veces trágicos y a veces cómicos. Hombres comunes y corrientes. Como diría Jean Cassou, don Quijote y Sancho son "dos hombres dignos del nombre de hombres"