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CONFLICTO ARMADO

Sin fin a la vista

Pese a que la ventaja militar del Estado sobre la guerrilla se consolidó dramáticamente con la muerte de Alfonso Cano, ni la paz ni el fin de los devastadores efectos de la guerra sobre la población se ven en el horizonte. ¿Los traerá 2012?

17 de diciembre de 2011

Este fue un año negro para las Farc, que lo terminan militar, política y moralmente en la peor situación de su historia. Por primera vez, las Fuerzas Armadas lograron dar muerte a su máximo comandante, Alfonso Cano, el quinto miembro del Secretariado que cae en los últimos tres años y medio. Y si bien reemplazaron muy pronto a Cano por Timochenko, poco después las propias Farc se encargaron de acentuar su bancarrota política y moral. Lo hicieron al ejecutar a sangre fría, en medio de una operación militar, a cuatro uniformados que mantenían en su poder desde hacía más de 12 años. Miles de colombianos salieron a exigirles liberar a los demás policías y militares que siguen en sus manos, encadenados en la selva.

Para quienes, como su nuevo jefe, llevan 30 años en la guerrilla, no puede ser más evidente que las Farc nunca habían llegado a tal grado de debilidad militar y desprestigio popular. La ventaja del Estado sobre una insurgencia a la que ya casi nadie le cree nunca había sido tan grande ni, como todo lo indica, tan irreversible. Algunos analistas hablan, incluso, de que las Farc están derrotadas. Lo están, claramente, desde el punto de vista estratégico, arrinconadas por una ofensiva oficial de una década a los márgenes del país y las zonas más agrestes de las montañas, con cerca de un tercio de los efectivos que tenían hace un lustro y drásticamente reducida su presencia miliciana en zonas urbanas. Pueden organizar ataques 'avispa', como los que protagonizaron a lo largo del año contra poblados del Cauca, sacudidos por cilindros y chivas bomba; hacer emboscadas ocasionales a la fuerza pública; mantener su control en zonas cocaleras como el nudo de Paramillo o el piedemonte nariñense, donde se alían con las bandas criminales (bacrim), sucesoras de los paramilitares, en torno a los intereses del flujo del negocio del tráfico de cocaína; sembrar minas antipersona en las que caen por igual soldados y niños, y volar torres de energía e instalaciones petroleras o incendiar una tractomula en la Panamericana o la troncal de Medellín a la costa (actividad que escalaron en el año). Pero nunca habían estado tan menguadas territorialmente ni tan faltas de base social. El flujo del dinero de la droga y una presencia persistente en zonas inhóspitas de frontera, de La Guajira a Arauca, de Nariño a Putumayo, y, marginalmente, en la de Panamá, les mantienen sus líneas de abastecimiento. Pero, al lado de sus desmanes contra campesinos e indígenas en sus zonas de influencia y de sus alianzas cambiantes con las llamadas bandas criminales, el discurso político de cartas como la que dirigió Timochenko al presidente -"Así no, Santos, así no"- ya no convence ni a los mismos guerrilleros, que siguen desmovilizándose nutridamente.

En estas condiciones, la pregunta obvia es: ¿por qué no se acaba esto? Y la respuesta, también obvia es: porque no es tan fácil. La ecuación de la guerra en Colombia está alcanzando lo que en matemáticas se denomina una asíntota, una línea que se acerca cada vez más a tocar el límite, pero sin alcanzarlo nunca. ¿Cuántos miembros más del Secretariado -los llamados "objetivos de alto valor"- tendrá el gobierno que matar para alcanzar ese límite (negociación, acuerdo de desmovilización, paz)? ¿Uno, dos, todos? ¿Implotarán, en el transcurso, las Farc entre grupos que mantengan una componente política y corrientes cada vez más en el campo del 'bacrimismo-leninismo', que culminen en una negociación inane de una parte y en la bandolerización del resto? Estas son las preguntas que plantea la situación hoy.

El "fin del fin", esa teoría ideada por el general Freddy Padilla, lleva ya varios años. Cada vez están más debilitadas las Farc, pero su derrota final o una negociación que culmine en su desmovilización siguen tan lejanas como siempre.

A esto se añaden nuevos fenómenos que complican las cosas y obligan a readecuar las estrategias. Los grupos que ocuparon los espacios de los paramilitares vienen en un proceso de consolidación creciente, con dos de ellos, Los Urabeños y Los Rastrojos, decantándose como los grandes jugadores, y atemorizando regiones enteras. La muerte de Cano frenó en seco -probablemente solo de manera transitoria- las críticas del uribismo contra el gobierno por el manejo de la seguridad, que llovieron casi todo el año y culminaron en la salida, primero, del carismático general Gustavo Matamoros, luego, en el cambio de cúpula militar y, finalmente, en la dimisión del ministro de Defensa, Rodrigo Rivera, y su reemplazo por Juan Carlos Pinzón, tan fiel al presidente como a los militares. Pero, aun con el silencio de los críticos, los movimientos tectónicos profundos en materia de seguridad continúan su curso. Al recrudecimiento de las tácticas de guerra de guerrillas de las Farc y al creciente control territorial de los sucesores de los paramilitares en algunas regiones -ambos de funestos efectos humanitarios sobre la población (ver artículo)- se añade el aumento en las preocupaciones con la seguridad urbana. Los homicidios siguen a la baja, pero otros índices muestran deterioro. Y la percepción ciudadana continúa siendo escéptica, si no pesimista.

Todo esto plantea al gobierno de la "prosperidad democrática" grandes desafíos. La muerte de Cano cambió el ímpetu crítico que dominó el año en materia de manejo de la seguridad y mostró que, al menos frente a la guerrilla, Santos mantiene la guardia tan alta como Uribe. Pero el problema de fondo se ha vuelto más complejo. Aunque el "huevito" esté bien cuidado, la gallina dejó otros -bacrim, seguridad ciudadana- que demandan creciente atención. Las Farc, pese a estar en el punto más bajo de su larga historia, no pueden ser descuidadas y su derrota no aparece a la vista. Como han señalado algunos, en este punto, el Estado no parece saber qué hacer con la victoria. En parte, porque esta es diluida, no definida (no ha habido batalla final, con vencedores y vencidos, como en Sri Lanka, ni renuncia a la lucha armada, como en el País Vasco). Pero, sobre todo, el problema es tan difícil porque, ante un adversario refugiado en una geografía remota y en una ideología primitiva y aislada, convertir los sucesivos triunfos militares y la bancarrota política del contrario en negociación, acuerdos y paz -la que le falta a Colombia para dedicarse a la prosperidad- demanda, quizá, gestos y fórmulas que la mayoría del país no está, hoy, dispuesta a aceptar. Tan contrario a toda concesión es el ánimo general que hasta los cambios constitucionales en curso en el Congreso, destinados a dar un marco jurídico a una negociación futura, se han condicionado ahora a que la guerrilla libere a todos los secuestrados. El fin, ni militar ni negociado, no parece estar a la vista.