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Super Clinton

Colombia está de luna de miel con el Presidente de Estados Unidos. Sin embargo una cosa es la noche de bodas y otra muy distinta el matrimonio.

2 de octubre de 2000

Parafraseando a Julio César después de sus triunfos en las campañas de Las Galias, España y Africa, el presidente Bill Clinton ‘vino, habló y encantó’. El emperador romano hizo su aparición en una carroza y fue recibido por un sendero de antorchas que sostenían 40 elefantes. Clinton llegó en el super jumbo Air Force One, rodeado de una nube de agentes secretos y, cuando tocó suelo colombiano, fue ovacionado por el pueblo cartagenero. Fue recibido como un soberano. Y, estando al mando de la única potencia mundial, se puede decir que es lo más cercano a un emperador romano. Pero más allá del hollywoodesco despliegue de poder y del deseo incontenible por verlo, fotografiarlo o tocarlo, la visita del presidente de Estados Unidos dejó en el aire varios sentimientos, mensajes e inquietudes.

En primer lugar, gustó. Desde la alocución en que se dirigió a los colombianos Clinton cautivó al país. En un discurso salpicado de referencias macondianas logró tocar fibras sensibles de la Nación. Pero lo más sorprendente es que con su visita se creó, en un día, una nueva realidad política: una ambientación favorable entre varios sectores de la sociedad para la ejecución del Plan Colombia.

El despliegue de simpatía anglosajona vino, además, acompañado de dos mensajes categóricos: el compromiso de Estados Unidos en la lucha contra las drogas y el respaldo irrestricto al gobierno del presidente Andrés Pastrana. Lo primero es producto de una preocupación geopolítica: Colombia se ha convertido en un factor de inestabilidad regional y su crisis interna le ha impedido hacerle frente al creciente flagelo del narcotráfico. Y lo segundo es producto de una relación personal: Clinton le tiene aprecio a Pastrana y eso demuestra que la ‘química’ entre los mandatarios funciona y tiene repercusiones políticas. Salvo en la visita de John Kennedy con Alberto Lleras, en la que Jacqueline dijo en sus memorias haber quedado gratamente impresionada por el mandatario colombiano, las otras tres visitas (Roosevelt, Reagan y Bush) fueron protocolarias. Kennedy era como Clinton: joven, carismático, líder. Y, como en los tiempos de la Alianza para el Progreso, la visita presidencial vino precedida de un jugoso cheque.

Pero por otro lado, este menos cándido, la visita puede tener consecuencias negativas. Se le dio fecha oficial a la escalada del conflicto. El Plan Colombia era gradual y la visita de Clinton le despojó su naturaleza gradualista. Y las Farc notificaron que reconocían esa fecha como el comienzo de un nuevo capítulo de la guerra con un acto bélico: una cruenta ofensiva militar que ese mismo día lanzaron en nueve departamentos.

Irónicamente, lo más importante de la visita de Clinton no fue él sino su comitiva. La sola llegada del mandatario a Colombia hubiera sido tan espectacular pero se hubiera limitado a un acto puramente protocolario para apoyar al país en su lucha contra las drogas. Al venir acompañado del presidente de la Cámara de Representantes, Dennis Hastert, y de otros 10 congresistas de los partidos demócrata y republicano, y toda la plana mayor del gobierno, la visita adquiere otra dimensión, que revela la importancia de Colombia en la política exterior de Estados Unidos.



Espiral perversa

Es claro, como lo han señalado varios analistas, que el espaldarazo de Washington fortalece al gobierno de Pastrana y le da unas bocanadas de oxígeno que ha venido perdiendo con los bandazos de un proceso de paz cada día más incierto. Pero nadie se ha detenido a pensar qué hay detrás de la preocupación de los países vecinos con la implementación del Plan Colombia. Y es ahí donde radica el verdadero meollo de la lucha contra las drogas.

En la reciente Cumbre de Brasilia, en la que participaron los 12 gobernantes de Suramérica, el tema central —sin estar en la agenda— fue el conflicto colombiano y las consecuencias de la ayuda norteamericana. El presidente de Ecuador, Gustavo Noboa, resumió el sentimiento de los presidentes de la cumbre cuando dijo que “América está muy preocupada”. Y no le faltaba razón. Porque en la medida en que la ayuda militar norteamericana sea efectiva en la lucha contra las drogas el problema se trasladará necesariamente a otras regiones (más probablemente a los países vecinos).

Nadie con dos dedos de frente cree que los 1.300 millones de dólares que le donaron los gringos a Colombia vayan a desterrar el problema del narcotráfico vía la erradicación de cultivos. Mientras haya demanda habrá coca. Por eso, si las campañas de fumigación e interdicción en Colombia son exitosas, esto se va a traducir en el traslado de los cultivos ilícitos a otros países.

Y esa es precisamente la lógica perversa que encarna la lucha contra las drogas: el triunfo de unos países se edifica sobre la desgracias de otros. Sucedió, por ejemplo, con la mano dura de Alberto Fujimori y su política de derribamiento de aeronaves. El problema en gran medida se trasladó a Colombia. En esa competencia de amarguras Colombia tiene por ahora la mejor ventaja comparativa para el narcotráfico: el conflicto armado. Todos los actores del mismo están aceitando sus potentes máquinas de guerra gracias a los millonarios dividendos que le sacan al negocio de la droga.

Consciente de esta realidad económica y geográfica, el propio presidente Clinton dijo en la rueda de prensa con Pastrana en Cartagena que “si tenemos éxito, eso va a pasar en una medida (que el problema se traspase a otros países), pero tenemos fondos en Estados Unidos para ayudar a otros países a afrontar esos problemas en las fronteras cuando comiencen”.

En el trasfondo de este debate, esencial para el futuro de las democracias latinoamericanas, está la discusión en torno a la corresponsabilidad de los países en el negocio de la droga. Y ese es un triunfo para Colombia. Porque, por primera vez, la comunidad internacional está abordando el tema de la droga sin prejuicios macartizantes o moralismos anacrónicos, sino como una realidad económica y política a la que todos los gobiernos deben hacerle frente. Y ese es quizás el mayor triunfo de la visita de Clinton.