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| Foto: Esteban Vega

PAPA EN COLOMBIA

Lea y vea los discursos del papa Francisco en Villavicencio viernes, 8 de septiembre

El sumo pontífice llegó a los Llanos Orientales y allí celebró una de las homilías más esperadas de su visita: la de la reconciliación. Le habló a más de un millón de personas en Catama.

11 de septiembre de 2017

Palabras del santo padre a las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional en Catam 

Buenos días, quiero agradecerles esta presencia de ustedes aquí. Agradecerles también todo lo que han hecho, lo que hacen y lo que seguirán haciendo en estos días durante mi visita. Trabajo añadido. Pero, sobre todo, quiero agradecerles lo que han hecho y lo que hacen por la paz poniendo en juego la vida. Y eso es lo que hizo Jesús: nos pacificó con el Padre, puso en juego su vida y la entregó. Esto los hermana más a Jesús: arriesgar para hacer paz, para lograr paz.

Gracias de corazón por todo esto. ¡Gracias!

Y ojalá que puedan ver consolidada la paz en este país que se lo merece.

Y ahora, todos juntos, les pido que recemos en silencio por todos los caídos y por todos los que quedaron heridos, algunos que están aquí entre nosotros. Recemos un instante en silencio y después un Ave María a la Virgen.

[Ave María]

[Bendición apostólica]

Y por favor, les pido que recen por mí, no se olviden. Gracias.

Homilía del papa Francisco en misa en Villlavicencio 

“Reconciliarse en Dios, con los Colombianos y con la creación”

¡Tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, es el nuevo amanecer que ha anunciado la alegría a todo el mundo, porque de ti nació el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios! (cf. Antífona del Benedictus).

La festividad del nacimiento de María proyecta su luz sobre nosotros, así como se irradia la mansa luz del amanecer sobre la extensa llanura colombiana, bellísimo paisaje del que Villavicencio es su puerta, como también en la rica diversidad de sus pueblos indígenas. María es el primer resplandor que anuncia el final de la noche y, sobre todo, la cercanía del día. Su nacimiento nos hace intuir la iniciativa amorosa, tierna, compasiva, del amor con que Dios se inclina hasta nosotros y nos llama a una maravillosa alianza con Él que nada ni nadie podrá romper.

María ha sabido ser transparencia de la luz de Dios y ha reflejado los destellos de esa luz en su casa, la que compartió con José y Jesús, y también en su pueblo, su nación y en esa casa común a toda la humanidad que es la creación. En el Evangelio hemos escuchado la genealogía de Jesús (cf. Mt 1,1-17), que no es una simple lista de nombres, sino historia viva, historia de un pueblo con el que Dios ha caminado y, al hacerse uno de nosotros, nos ha querido anunciar que por su sangre corre la historia de
justos y pecadores, que nuestra salvación no es una salvación aséptica, de laboratorio, sino concreta, una salvación de vida que camina.

Esta larga lista nos dice que somos parte pequeña de una extensa historia y nos ayuda a no pretender protagonismos excesivos, nos ayuda a escapar de la tentación de espiritualismos evasivos, a no abstraernos de las coordenadas históricas concretas que nos toca vivir. También integra en nuestra historia de salvación aquellas páginas más oscuras o tristes, los momentos de desolación y abandono comparables con el destierro.

La mención de las mujeres —ninguna de las aludidas en la genealogía tiene la jerarquía de las grandes mujeres del Antiguo Testamento— nos permite un acercamiento especial: son ellas, en la genealogía, las que anuncian que por las venas de Jesús corre sangre pagana, las que recuerdan historias de postergación y sometimiento. En comunidades donde todavía arrastramos estilos patriarcales y machistas es bueno anunciar que el Evangelio comienza subrayando mujeres que marcaron tendencia e hicieron
historia.

Y en medio de eso, Jesús, María y José. María con su generoso sí permitió que Dios se hiciera cargo de esa historia. José, hombre justo, no dejó que el orgullo, las pasiones y los celos lo arrojaran fuera de esa luz. Por la forma en que está narrado, nosotros sabemos antes que José lo que le ha sucedido a María, y él toma decisiones mostrando su calidad humana antes de ser ayudado por el ángel y llegar a comprender todo lo que sucedía a su alrededor.

La nobleza de su corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacerlo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio.

Este pueblo de Colombia es pueblo de Dios; también aquí podemos hacer genealogías llenas de historias, muchas de amor y de luz; otras de desencuentros, agravios, también de muerte. ¡Cuántos de ustedes pueden narrar destierros y desolaciones!, ¡cuántas mujeres, desde el silencio, han perseverado solas y cuántos hombres de bien han buscado dejar de lado enconos y rencores, queriendo combinar justicia y bondad!

¿Cómo haremos para dejar que entre la luz? ¿Cuáles son los caminos de reconciliación? Como María, decir sí a la historia completa, no a una parte; como José, dejar de lado pasiones y orgullos; como Jesucristo, hacernos cargo, asumir, abrazar esa historia, porque ahí están ustedes, todos los colombianos, ahí está lo que somos y lo que Dios puede hacer con nosotros si decimos sí a la verdad, a la bondad, a la reconciliación. Y esto sólo es posible si llenamos de la luz del Evangelio nuestras historias de pecado, violencia y desencuentro.

La reconciliación no es una palabra que debemos considerarla como abstracta; si eso fuera así, sólo traería esterilidad, traería más distancia. Reconciliarse es abrir una puerta a todas y a cada una de las personas que han vivido la dramática realidad del conflicto. Cuando las víctimas vencen la comprensible tentación de la venganza, se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de la paz.

Es necesario que algunos se animen a dar el primer paso en tal dirección, sin esperar a que lo hagan los otros. ¡Basta una persona buena para que haya esperanza! ¡No lo olviden, basta una persona buena para que haya esperanza! ¡Y cada uno de nosotros puede ser esa persona! Esto no significa desconocer o disimular las diferencias y los conflictos. No es legitimar las injusticias personales o estructurales. El recurso a la reconciliación concreta no puede servir
para acomodarse a situaciones de injusticia.

Más bien, como ha enseñado san Juan Pablo II: «Es un encuentro entre hermanos dispuestos a superar la tentación del egoísmo y a renunciar a los intentos de pseudo justicia; es fruto de sentimientos fuertes, nobles y generosos, que conducen a instaurar una convivencia fundada sobre el respeto de cada individuo y de los valores propios de la sociedad civil» (Carta a los obispos de El Salvador, 6 agosto 1982).

La reconciliación, por tanto, se concreta y se consolida con el aporte de todos, permite construir el futuro y hace crecer esa esperanza. Todo esfuerzo de paz sin un compromiso
sincero de reconciliación siempre será un fracaso. El texto evangélico que hemos escuchado culmina llamando a Jesús el Emmanuel, traducido el Dios con nosotros. Así es como comienza, y así es como termina Mateo su Evangelio: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (28,21). Jesús es el Emanuel que
nace y el Emanuel que nos acompaña cada día, el Dios con nosotros que nace y el Dios que camina con nosotros hasta el fin del mundo.

Esa promesa se cumple también en Colombia: Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, Obispo de Arauca, y el sacerdote Pedro María Ramírez Ramos, mártir de Armero, son signo de ello, expresión de un pueblo que quiere salir del pantano de la violencia y el rencor. En este entorno maravilloso, nos toca a nosotros decir sí a la reconciliación concreta; que el sí incluya también a nuestra naturaleza. No es casual que incluso sobre ella hayamos desatado nuestras pasiones posesivas, nuestro afán de sometimiento.

Un compatriota de ustedes lo canta con belleza: «Los árboles están llorando, son testigos de tantos años de violencia. El mar está marrón, mezcla de sangre con la tierra» (Juanes, Minas piedras). La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes (cf. Carta enc. Laudato si’, 2).

Nos toca decir sí como María y cantar con ella las «maravillas del Señor», porque lo ha prometido a nuestros padres, Él auxilia a todos los pueblos y auxilia a cada pueblo y auxilia a Colombia que hoy quiere reconciliarse y a su descendencia para siempre.

En imágenes: Lo visto y no visto del papa en Villavicencio
 

Palabras del santo padre en el gran encuentro de oración por la reconciliación nacional 

Queridos hermanos y hermanas:

Desde el primer día deseaba que llegara este momento de nuestro encuentro. Ustedes llevan en su corazón y en su carne huellas, las huellas de la historia viva y reciente de su pueblo, marcada por eventos trágicos pero también llena de gestos heroicos, de gran humanidad y de alto valor espiritual de fe y esperanza. Los hemos escuchado. Vengo aquí con respeto y con una conciencia clara de estar, como Moisés, pisando un terreno sagrado (cf. Ex 3,5).

Una tierra regada con la sangre de miles de víctimas inocentes y el dolor desgarrador de sus familiares y conocidos. Heridas que cuesta cicatrizar y que nos duelen a todos, porque cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas.

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Y estoy aquí no tanto para hablar yo sino para estar cerca de ustedes, mirarlos a los ojos, para escucharlos, abrir mi corazón a vuestro testimonio de vida y de fe. Y si me lo permiten, desearía también abrazarlos y, si Dios me da la gracia, porque es una gracia, quisiera llorar con ustedes, quisiera que recemos juntos y que nos perdonemos ?yo también tengo que pedir perdón? y que así, todos juntos, podamos mirar y caminar hacia delante con fe y esperanza.

Nos reunimos a los pies del Crucificado de Bojayá, que el 2 de mayo de 2002 presenció y sufrió la masacre de decenas de personas refugiadas en su iglesia. Esta imagen tiene un fuerte

valor simbólico y espiritual. Al mirarla contemplamos no sólo lo que ocurrió aquel día, sino también tanto dolor, tanta muerte, tantas vidas rotas, tanta sangre derramada en la Colombia de los últimos decenios. Ver a Cristo así, mutilado y herido, nos interpela. Ya no tiene brazos y su cuerpo ya no está, pero conserva su rostro y con él nos mira y nos ama. Cristo roto y amputado, para nosotros es «más Cristo» aún, porque nos muestra una vez más que Él vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo; y para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte y la

Nos enseña a transformar el dolor en fuente de vida y resurrección, para que junto a Él y con Él aprendamos la fuerza del perdón, la grandeza del amor.

Gracias a ustedes cuatro, hermanos nuestros que quisieron compartir su testimonio, en nombre de tantos y tantos otros. ¡Cuánto bien, parece egoísta, pero cuánto bien nos hace escuchar sus historias! Estoy conmovido. Son historias de sufrimiento y amargura, pero también y, sobre todo, son historias de amor y perdón que nos hablan de vida y esperanza; de no dejar que el odio, la venganza o el dolor se apoderen de nuestro corazón.

El oráculo final del Salmo 85: «El amor y la verdad se encontrarán, la justicia y la paz se abrazarán» (v.11), es posterior a la acción de gracias y a la súplica donde se le pide a Dios:

¡Restáuranos! Gracias Señor por el testimonio de los que han infligido dolor y piden perdón; los que han sufrido injustamente y perdonan. Eso sólo es posible con tu ayuda y con tu presencia. Eso ya es un signo enorme de que quieres restaurar la paz y la concordia en esta tierra colombiana.

Pastora Mira, tú lo has dicho muy bien: Quieres poner todo tu dolor, y el de miles de víctimas, a los pies de Jesús Crucificado, para que se una al de Él y así sea transformado en bendición y capacidad de perdón para romper el ciclo de violencia que ha imperado en Colombia. Y tienes razón: la violencia engendra violencia, el odio engendra más odio, y la muerte más muerte.

Tenemos que romper esa cadena que se presenta como ineludible, y eso sólo es posible con el perdón y la reconciliación concreta. Y tú, querida Pastora, y tantos otros como
tú, nos han demostrado que esto es posible. Con la ayuda de Cristo, de Cristo vivo en medio de la comunidad es posible vencer el odio, es posible vencer la muerte, es posible comenzar  de nuevo y alumbrar una Colombia nueva. Gracias, Pastora, qué gran bien nos haces hoy a todos con el testimonio de tu vida. Es el crucificado de Bojayá quien te ha dado esa fuerza para perdonar y para amar, y para ayudarte a ver en la camisa que tu hija Sandra Paola regaló a tu hijo Jorge Aníbal, no sólo el recuerdo de sus muertes, sino la esperanza de que la paz triunfe definitivamente en Colombia.

¡Gracias, gracias! Nos conmueve también lo que ha dicho Luz Dary en su testimonio: que las heridas del corazón son más profundas y difíciles de curar que las del cuerpo. Así es. Y lo que es más importante, te has dado cuenta de que no se puede vivir del rencor, de que sólo el amor libera y construye. Y de esta manera comenzaste a sanar también las heridas de otras víctimas, a reconstruir su dignidad. Este salir de ti misma te ha enriquecido, te ha ayudado a mirar hacia delante, a encontrar paz y serenidad y además un motivo para seguir caminando. Te agradezco la muleta que ofreces. Aunque aún te quedan heridas, te quedan secuelas físicas de tus heridas, tu andar espiritual es rápido y firme. Ese andar espiritual no necesita violen… [ndr. muletas].

Y es rápido y firme porque piensas en los demás -¡gracias!- y quieres ayudarles. Esta muleta tuya es un símbolo de esa otra muleta más importante, y que todos necesitamos, que es el amor y el perdón. Con tu amor y tu perdón estás ayudando a tantas personas a caminar en la vida, y a caminar rápidamente como tú. Gracias. Quiero agradecer también el testimonio elocuente de Deisy y Juan Carlos. Nos hicieron comprender que todos, al final, de un modo u otro, también somos víctimas, inocentes o
culpables, pero todos víctimas. Los de un lado y los de otro, todos víctimas.

Todos unidos en esa pérdida de humanidad que supone la violencia y la muerte. Deisy lo ha dicho claro: comprendiste que tú misma habías sido una víctima y tenías necesidad de que se te concediera una oportunidad. Cuando lo dijiste, esa palabra me resonó en el corazón. Y comenzaste a estudiar, y ahora trabajas para ayudar a las víctimas y para que los jóvenes no caigan en las redes de la violencia y de la droga, que es otra forma de violencia. También hay esperanza para quien hizo el mal; no todo está perdido. Jesús vino para eso: hay esperanza para quien hizo el mal.

Es cierto que en esa regeneración moral y espiritual del victimario la justicia tiene que cumplirse. Como ha dicho Deisy, se debe contribuir positivamente a sanar esa
sociedad que ha sido lacerada por la violencia.

Resulta difícil aceptar el cambio de quienes apelaron a la violencia cruel para promover sus fines, para proteger negocios ilícitos y enriquecerse o para, engañosamente, creer estar defendiendo la vida de sus hermanos. Ciertamente es un reto para cada uno de nosotros confiar en que se pueda dar un paso adelante por parte de aquellos que infligieron sufrimiento a comunidades y a un país entero. Es cierto que en este enorme campo que es Colombia todavía hay espacio para la cizaña. No nos engañemos. Ustedes estén atentos a los frutos, cuiden el trigo, no pierdan la paz por la cizaña.

El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24). Aun cuando perduren conflictos, violencia o sentimientos de venganza, no impidamos que la justicia y la misericordia se encuentren en un abrazo que asuma la historia de dolor de Colombia. Sanemos aquel dolor y acojamos a todo ser humano que cometió delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a reparar, contribuyendo a la construcción del orden nuevo donde brille la justicia y la paz.

Como ha dejado entrever en su testimonio Juan Carlos, en todo este proceso, largo, difícil, pero esperanzador de la reconciliación, resulta indispensable también asumir la verdad. Es un desafío grande pero necesario. La verdad es una compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Las tres juntas son esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide que las otras sean alteradas y se transformen en instrumentos de venganza sobre quien es más débil. La verdad no debe, de hecho, conducir a la venganza, sino más bien a la reconciliación y al perdón.

Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos. Verdad es confesar qué pasó con los menores de edad reclutados por los actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres víctimas de violencia y de abusos. Quisiera, finalmente, como hermano y como padre, decir: Colombia, abre tu corazón de pueblo de Dios, déjate reconciliar. No le temas a la verdad ni a la justicia.

Queridos colombianos: No tengan miedo a pedir y a ofrecer el perdón. No se resistan a la reconciliación para acercarse, reencontrarse como hermanos y superar las enemistades. Es hora de sanar  heridas, de tender puentes, de limar diferencias. Es la hora para desactivar los odios, y renunciar a las venganzas, y abrirse a la convivencia basada en la justicia, en la verdad y en la creación de una verdadera cultura del encuentro fraterno. Que podamos habitar en armonía y fraternidad, como desea el Señor. Pidámosle ser constructores de paz, que allá donde haya odio y resentimiento, pongamos amor y misericordia (cf. Oración atribuida a san Francisco
de Asís).

Y todas estas intenciones, los testimonios escuchados, las cosas que cada uno de ustedes sabe en su corazón, historias de décadas de dolor y sufrimiento, las quiero poner ante la imagen del crucificado, el Cristo negro de Bojayá:

* * *
Oh Cristo negro de Bojayá,

que nos recuerdas tu pasión y muerte;

junto con tus brazos y pies

te han arrancado a tus hijos

que buscaron refugio en ti.

Oh Cristo negro de Bojayá,

que nos miras con ternura

y en tu rostro hay serenidad;

palpita también tu corazón

para acogernos en tu amor.

Oh Cristo negro de Bojayá,

haz que nos comprometamos

a restaurar tu cuerpo.

Que seamos tus pies para salir al encuentro

del hermano necesitado;

tus brazos para abrazar

al que ha perdido su dignidad;

tus manos para bendecir y consolar

al que llora en soledad.

Haz que seamos testigos

de tu amor y de tu infinita misericordia.

[Después de la oración:]

Hemos rezado a Jesús, al Cristo, al Cristo mutilado. Antes de darles la bendición les invito a

rezar a nuestra Madre que tuvo el corazón atravesado de dolor.

[Ave María- Bendición]

Vea el video: 

Palabras del papa Francisco en la Nunciatura a su regreso de Villavicencio 

Gracias por el hospital de campo. Gracias porque las puertas fueron abiertas y siguen abiertas. Gracias por los que se animan a entrar, que miran de lejos y quieren entrar y no saben cómo. Gracias por aceptar tanto despojo, por saber que uno quedó sin nada y que aun lo que podía hacer todavía no lo logra… pero proclamar delante de todos esa frase que nunca me la voy a olvidar:

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«Dios perdona en mí»

Son muchos los que no pueden perdonar todavía, pero hoy recibimos una lección de teología, de alta teología: Dios perdona en mí. Basta dejar que Él haga. Y toda Colombia tendría que abrir sus puertas como las abrió este hospital de campo. Y dejar que entre Él, y que Él perdone en uno. Darle lugar: «Mirá, yo no puedo, pero hacelo vos».
La reconciliación concreta con la verdad, la justicia y la misericordia sólo la puede hacer Él. Que la haga. Y nosotros aprenderemos, detrás de Él, a hacerla.

Gracias por lo que hacen. Gracias. Y gracias por lo que me enseñaron esta noche.

[Aplausos]

Al pie de la cruz estaba la Madre. Y ha sido despojada de ese Hijo, y ha visto la tortura, todo. Que Ella acompañe a las mujeres colombianas y les enseñe como Ella el camino a seguir. Se lo pedimos juntos: Dios te salve, María… Que los bendiga Dios, Todopoderoso, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Gracias.