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El contraste entre quienes viven en la guerra y quienes vivien en la paz

Así se imaginan la paz en Toribío, un pueblo que nunca ha experimentado la tranquilidad, y en Usiacurí, uno que no conoció el conflicto.

5 de diciembre de 2015

Toribío

Tener un familiar guerrillero en Toribío, Cauca –tierra de indígenas nasa– es casi lo mismo que haber traicionado en carne propia a este pueblo, el más aporreado por la guerra en Colombia. “Todo el tiempo lo están señalando a uno”, se lamenta Cristina, quien hace 15 años lloró la decisión de su hermano menor de vincularse a las Farc. Alguna vez el muchacho volvió a la casa malherido y los propios vecinos, resentidos, cansados de tanto horror provocado por la guerrilla, lo entregaron a las autoridades. “Prefiero que esté en la cárcel –dice Cristina sin recelos–. Al menos uno sabe dónde está, y que está vivo”.

En Toribío, que ha resistido 670 tomas guerrilleras en los últimos 30 años, algunos pobladores ni siquiera alcanzan a imaginarse la paz. Y mucho menos, el perdón y el olvido. No saben, todavía, cómo van a lidiar con los indígenas nasa que eligieron el bando de las Farc: el grupo guerrillero que semana tras semana los hostigó, los bombardeó y les mató gente; todo, por doblegar a las autoridades y obtener el control de ese territorio estratégico militarmente.

Todavía se preguntan, por ejemplo, si podrían perdonar a los siete guerrilleros nasa que en noviembre de 2014 asesinaron a dos miembros de su guardia indígena: la organización que vela por la seguridad en el territorio sin más armas que un bastón. Los culpables fueron acorralados y sometidos y condenados hasta a 60 años de prisión por la ley indígena. “Aquí hay tensiones muy fuertes”, reconoce el alcalde electo, Alcibiades Escue. Y luego dice: “Si no se pueden hacer acuerdos de perdón y olvido, al menos que sean de convivencia”.

La primera toma guerrillera en la memoria del gobernador Gabriel Pavi –la máxima autoridad– fue en 1983. Tenía 12 años. Las Farc llegaron “atacando a bala” la casa arrendada en la que funcionaba el comando de la Policía. Los uniformados han sido su blanco militar histórico, pero en esa guerra de balas, cilindros, tatucos y bombas, también ha sido malherido el resto del pueblo. Toribío ha sido semidestruido cuatro veces.

“No queremos más presencia de actores armados. De ninguno”, se cansó de decir el gobernador. Pero los ataques atraían más y más fuerza pública. Y el círculo de la guerra se perpetuó. Por eso, los nasa tuvieron que aprender a convivir con ella, a esquivarla. Los niños tienen prohibido jugar cerca de soldados o militares. “Usted no puede involucrarse con ellos. Ni siquiera darles el saludo”, dice una mujer en la droguería. Se decretaron 12 sitios seguros (“de asamblea permanente”) donde pueden resguardarse con comida, camas y atención médica. “Diseñamos un plan de resistencia –dice el gobernador–. El nasa no se desplaza. Si abandona su tierra pierde su cultura, su identidad”.

Lo más parecido a la paz que los nasa conocen comenzó con el cese unilateral del fuego que declararon las Farc hace cuatro meses. Como nunca, se ve gente en las calles y puestos de comida callejera hasta entrada la noche; hay un carnicero que conversa con los soldados a la vista de todos, y un niño que juega con un carrito casi a los pies de los uniformados. Así debe lucir la paz, piensan.

Yolanda Ciclos, dueña del único asadero de pollos del pueblo, tiene fe en que las ganancias se seguirán multiplicando como ha pasado en estos cuatro meses. Jaime Díaz, líder comunitario, dice que el fin de la guerra les va a permitir “revitalizar” su plan de vida: su lucha por un sistema autónomo. El gobernador confía en que la paz traerá inversión social: carreteras, acueducto, alcantarillado, campos deportivos, proyectos productivos. Y Ezequiel Vitonás, alcalde actual, dice convencido que el alma noble de su raza sí les permitirá perdonar: “Por vivir en paz… sí estaríamos dispuestos al perdón”.

Usiacurí


El robo de dos mecedoras que reposaban a la entrada de una vieja casona de Usiacurí fue la noticia más escandalosa de 2013, en este pueblo del Atlántico al que nunca llegó la guerra. Por esos días arribaron unos extraños con un negocio de lotería. La gente se distrajo con las lavadoras, los televisores y los otros electrodomésticos que entregaban como premio; y solo advirtieron que había sido irrumpido su reino de tranquilidad con la desaparición de las dos sillas. Luego fue un celular. Y ahí sí, perdieron la paciencia. Los persiguieron. Los obligaron a devolver el aparato. Los desterraron para siempre de Usiacurí.

Es extraño el silencio y la quietud de este pueblo a 30 kilómetros de Barranquilla, habitado por cerca de 9.000 personas. Para llegar hasta allí es necesario cruzar por otros municipios de calles sucias, atiborradas de motos y comercio y personas atravesadas en las vías. Y justo antes –a unos 20 minutos– está el convulsionado Baranoa: un pueblo que no pudo escapar a la guerra que los paramilitares desplegaron en casi todo Atlántico desde 2003, en cabeza de alias Don Antonio. Incluso, en Usiacurí se dice que los pocos muertos que han aparecido en sus calles los últimos 15 años no son propios. Son cuerpos abandonados, víctimas del conflicto que se libró a sus alrededores y del que ellos, milagrosamente, se mantuvieron al margen.

¿Cómo lo han hecho? “En Usiacurí heredamos de nuestros mayores el respeto por la vida y el dolor ajeno”, dice el alcalde William Bresneider Alvear. Y luego explica que en este pueblo de clima caliente y seco, irresistible al mediodía, existe una sinergia inusual entre las autoridades y la comunidad. A Usiacurí no entra ningún extraño sin ser anunciado. “Ustedes apenas estaban llegando y yo ya había recibido una llamada del comandante de la Policía reportando la entrada de su carro, con sus respectivas placas”.

Cuenta Óscar Arturo Peña, veedor ciudadano, que por esos años en los que las autodefensas empezaron a ensañarse con el Atlántico, los mismos pobladores propusieron la creación de unos frentes de seguridad. Se instalaron alarmas en los lugares estratégicos del pueblo. Y Usiacurí quedó blindado.

Para hablar de violencia en este pueblo de calles limpias, de casonas de colores dispersas entre árboles tupidos, hay que devolverse a un pasado muy remoto. “Hace unos 25 años mataron al esposo de una profesora que iba para su finca, donde tenía ganado –cuenta Karen Gutiérrez, personera–. El asesino fue atrapado por algunas personas de la comunidad. Era un policía. Ese fue el segundo muerto de ese día”, remata en voz baja.

Y también cuenta que existen una comisaría de familia y una inspección de Policía móvil, que van de casa en casa capacitando a los pobladores en sus derechos, en las rutas de atención que deben seguir si son vulnerados. “Es fácil sensibilizar a la gente. En Usiacurí sabemos escuchar”, afirma la inspectora.

En este pueblo no hay ricos ni pobres; la mayoría son artesanos que sobreviven tejiendo palma de iraca traída del sur de Bolívar. En Usiacurí no hay habitantes de calle, no existen hoteles, hay un par de restaurantes y unos pocos locales comerciales. La cárcel no es cárcel sino “un centro de reflexión”. La gente muere de vieja. Y todos los pobladores tienen incluidas en sus discursos las palabras ciudadanía, buen trato y convivencia, casi como una doctrina. “Dios no nos dio riqueza y tenemos grandes limitaciones de presupuesto –dice el señor Óscar Peña, veedor– pero nos dio la paz”.

¿Qué espera este pueblo pacífico del desarme de las Farc? El alcalde responde: “Que haya miles de Usiacurís en Colombia”.