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UN CONSPIRADOR INTELECTUAL

ALVARO GOMEZ CREIA QUE SE MORIRIA EN la ducha. Lo dijo en un reportaje para la televisión, pero no porque realmente creyera que se iba a morir en la ducha, sino porque era la manera de decir que si acaso llegaba a morir, lo haría de pie, y no en un lecho

MARIA ISABEL RUEDA
4 de diciembre de 1995

Porque, conociéndolo, creo que Alvaro Gómez jamás descartó secretamente la posibilidad de morir asesinado. Al fin y al cabo, durante su vida soportó los peores castigos que ha producido la historia política del país. El exilio, la calumnia, la discriminación, el secuestro, y finalmente el asesinato. Era el fin que más se adecuaba a su forma de vida, a las banderas que defendió, a las guerras que libró y al país que le tocó vivir. Murió asesinado, si se me permite la expresión, de la mejor forma en la que se puede morir asesinado. Dejando sus cuentas claras con la vida, rodeado de una familia a la que adoraba y que lo adoró, en pleno uso de sus facultades mentales y acabando de dictar la que sería su última clase a los jóvenes universitarios, una actividad suya menos conocida que la de la política, el periodismo y el dibujo, pero quizás la que más lo acercaba a la excelencia intelectual que, para mí, fue la esencia de su forma de ser.
Murió asesinado porque sencillamente no podía hacerlo de otra manera. Porque su magnicidio se convierte en el más grande homenaje que podía rendírsele a las banderas que defendió. Porque el respeto por la vida fue su gran obsesión. Porque no podía admitir que la vida en Colombia valiera tan poco. Y porque asesinándolo le permitieron aportar la prueba más sublime acerca de la validez de sus verdades: su propia vida.
La última vez que lo vi fue en una cena en casa del entonces ministro Fernando Botero, hace unos cuatro meses. Nos tocó sentados al lado en la mesa, y hablamos largo rato de su guerra contra el régimen. Me insistió en que el presidente Samper era un prisionero de ese régimen que él combatía, y recuerdo que como ejemplo del régimen me mencionó el nombre del ministro Horacio Serpa. También, con cierta picardía, me contó un secreto: su fascinación por el complot. "Cuando era joven tenía en el Congreso una oficina dedicada a eso. Es que la conspiración política es una de mis actividades favoritas". Ese secreto lo describe a la perfección. Alvaro Gómez fue, durante toda su vida. un conspirador intelectual. Sus ideas tenían como propósito desestabilizar el statu quo de las ideas reinantes. Y a veces eran tan atrevidas, que la gente se sentía frente a un marciano del que solo quedaba claro que quería ser presidente.
Pero, como sucedía frecuentemente cuando se conversaba con él, pronto caímos esa noche en un tema totalmente distinto: el de la culinaria. Intercambiamos algunas recetas, y me repitió su vieja teoría sobre el tamal, según él, "un invento a medio inventar". También hablamos de riñones, de los que se comen. De ellos opinaba que constituían una comida económica y exquisita sobre la cual las amas de casa colombianas, equivocadamente, no habían logrado superar el asco (Alguna vez los comí en su casa, preparados por él). Finalmente nos despedimos con la promesa de almorzar muy pronto, no sin antes haberle ganado la única discusión que quizás le gané en la vida: él apostó que habíamos comido ternera, y yo pavo. Y a pesar de que la confirmación provino de la propia dueña de casa, me quedé con la sensación, esa última vez que lo vi en mi vida, de que se había ido sin asimilar su derrota.
¿Por qué hacerlo frente a un pedazo de ave, cuando no lo hizo ni siquiera después de perder tres veces las elecciones presidenciales? Alvaro Gómez tenía un motor interno casi sobrehumano para transformar sus adversidades en grandes fortalezas. Pocas veces produce la historia un hombre menos derrotado en medio de tantas derrotas que le propinó la vida.
Porque básicamente Alvaro Gómez fue un ganador. Ganó en todas las empresas que se propuso en su vida. Hasta en la de llegar a ser ex presidente, sin haber sido presidente. Por eso rechazo el homenaje póstumo de reclamarle al país que no lo hubiera elegido, que es a lo que tienden sus amigos políticos más cercanos a través de los medios de comunicación. La Presidencia, en su caso, era apenas un vehículo para ejercer su excelencia. Su importancia, su inteligencia, su trascendentalidad estaban por encima de lo que él calificó en cierta oportunidad como un "empleo", si se quiere el más alto, pero empleo, al que aspiraba que lo recomendaran los colombianos que lo conocían.
Pero además, las grandes reformas que luchó por introducir en alguna de sus tres eventuales presidencias no requirieron de ella para abrirse paso en el país. Sus ideas sobre la reforma de la justicia, su gran obsesión, terminaron finalmente implantándose a través del sistema acusatorio y de la Fiscalía General de la Nación. Fue, además, el primer gran aperturista. Desde la campaña del 74, época en la que el anticepalismo era visto como un pecado mortal, criticaba los credos autoabastecimentistas que abogaban por países productores de todo lo que necesitaran, en contra de las ventajas del libre comercio. Por todo eso, el libro que tendrá que escribirse sobre Alvaro Gómez no puede llevar de ninguna manera como título el de 'El hombre que no pudo ser presidente'.
Me niego a lamentar su muerte por lo que no pudo llegar a ser, en lugar de por todo lo que fue. Fue un hombre grande, un maestro irreemplazable, un hombre bondadoso, vulnerable, amigo, paternal, generoso, discreto y profundo. Hasta sus grandes defectos formaban parte de sus grandes cualidades: soberbio como deben ser los hombres invencibles, vanidoso a todo lo ancho de sus capacidades intelectuales, autoritario y dictatorial como deben serlo los líderes, gruñon como los hombre maduros , frío como muchas veces deben serlo los que toman grandes decisiones, antipático como los hombres que pasan la mayor parte del día pensando en grandes cosas, sabelotodo como los hombres interesantes, tímido y esquivo como el mejor intelectual. Y terco. Cómo era de terco. Con esa terquedad obsesiva se las arregló siempre para mantenerse intelectualmente moderno en un país con tendencia al simplismo ideológico.
Quizás la primera cosa que me enseñó Alvaro Gómez fue, precisamente, el antisimplismo ideológico: generalmente, casi siempre, las cosas no son como parecen. La magia de un segundo repaso sobre cosas que a veces parecen tan obvias revelan un mundo de insospechadas conclusiones.
La segunda lección más valiosa, esta vez en el campo del periodismo, fue la que yo llamaría la regla de oro de esta profesión: a un periodista nada le es indiferente. Cuánto les serviría a esos pichones de periodista que preparan las universidades colombianas entenderlo. Que nada puede serles indiferente, si quieren hacer bien este oficio. Que las cosas más triviales tienen su lugar en el espacio y en el tiempo, al lado, casi siempre, de las cosas más complicadas y trascendentales. Que el proceso de un decreto presidencial merece tanto cuidado y atención como el de una exposición de flores, cuando ambos son noticia. Y. que a un periodista jamás puede denigrarlo un tema sino hacer mal el oficio.
Bien metiditas esas dos lecciones en la cabeza de una primípara como yo comenzó mi vida periodística con Alvaro Gómez. Días interminables en El Siglo inventando cómo hacer un buen periódico con poca plata. A veces él tampoco salía a almorzar, y yo me deleitaba preparándole unos emparedados en una improvisada sanduchera. Siempre me hacía la misma pregunta: si era imprescindible "derretir" la lechuga con el queso fundido, que era una manera muy diplomática de manifestarme su empeño por el perfeccionismo del paladar. Pero es que lo de primípara era de verdad, hasta en la sartén. Eso sí, por feos que fueran los sánduches, se los comía, y yo aprovechaba el momento para vencer la timidez que me producía normalmente dirigirle la palabra. Pero nunca dejé de decirle "doctor Gómez", a pesar de todos los gestos de confianza que habría de proporcionarme durante el resto de su vida.
Me enseñó a escribir corto, para lo cual, decía él, había que tener más tiempo que para escribir largo. Y a su lado, con discretos espaldarazos que jamás pasaron de ser algo más que una frase breve en un corredor estrecho, que para mí se convirtieron en el gesto más estimulante del mundo, aprendí lo que estaba bien escrito y lo que no.
Fue una época de oro en el El Siglo. Se pensaba y se opinaba como él: a lo moderno, a lo lanzado, a lo inteligente. E inevitablemente compartiendo con él las horas y los días, mi interés por la política comenzó a crecer, y a crecer. Cuando, muchos años después, ya trabajando en SEMANA, me pidió que le manejara las comunicaciones de su campaña para la contienda electoral del 86, no hubo ni la más breve sombra de duda de que allí estaría, a su lado, en una de las experiencias más importantes que he tenido y tendré en la vida.
En ese período, de casi dos años, aprendí a conocerlo mejor. Me atreví, por ejemplo, a darle mis propias opiniones, aunque no fueran compatibles con las suyas. No muchos lo hacían, porque Alvaro Gómez inspiraba un extraño temor, en gran parte fruto de su superioridad intelectual, y otro tanto de la impaciencia que le producía que le llevaran la contraria. La mayoría de quienes lo rodeaban prefería transar, antes de ser objeto de sus ironías. En la mayoría de los casos sus consejeros -en cualquier campo- perdían el tiempo con consejos e instrucciones que se estrellaban contra decisiones ya tomadas. Era infranqueable, pero totalmente, en temas como la publicidad de su campaña, que lo irritaba al máximo cuando consistía en algo que los publicistas llamaban "ablandar su imagen" frente a la opinión. Si ser hijo de Laureano Gómez, en concepto de los expertos, le enrarecía la imagen, era seguro que en el próximo discurso en plaza pública mencionaría a su padre no una, sino tantas veces como el tiempo se lo permitiera. Si se le recomendaba un logotipo, una valla, unos pasacalles con un lema de campaña, no llegaba el otro día sin que los hubiera destrozado conceptualmente e incluso hubiera procedido a diseñar otros nuevos él mismo.
Jamás pudimos tener en la campaña una fotografía oficial del candidato porque nunca le gustó alguna. Despreciaba al máximo las encuestas y creía que la política tenía que hacerse en contra de ellas. Y cómo era de valiente. Eso se hizo especialmente notorio en los famosos debates presidenciales con Luis Carlos Galán, en los que la ley de los contrastes auguraba un gran descalabro para el candidato más viejo y más relacionado por la opinión con la clase dirigente tradicional.
Sin embargo, atendiendo la insistencia de un grupo de jóvenes inexpertos en política que lo rodeábamos, dentro del cual estaban en primera línea sus propios hijos, María Mercedes y Mauricio, se metió en aquella vaca-loca electoral dejándonos de por vida una lección de coraje que el país no vio de manera tan clara en aquella oportunidad. Nos trajimos un telepronter apenas estrenado a nivel mundial por Ronald Reagan, y entre todos aprendimos a manejarlo, unos rodando el texto, otros siguiendo cuidadosamente su ritmo y su entonación. Y él siempre entregado a su pequeño e inexperto grupo de asesores, del cual aceptó hasta la imposición de un cambio de lenguaje que reflejara mejor las ideas modernas que le proponía al país en aquella coyuntura electoral. Pero fue en vano. El país tenía decidido votar por un hombre que jamás pudo escuchar a través de los medios de comunicación, y del que se decía, con argumentos que fueron confirmados tiempo después, que sufría de quebrantos de salud que afectaban principalmente su capacidad intelectual.
La noche antes de la catástrofe electoral que se avecinaba la campaña alvarista emitió por la televisión un programa en el que elevaba quejas legítimas contra las actividades de índole patrimonial del candidato Virgilio Barco. Aunque lo allí expuesto jamás fue desmentido por nadie, incluyendo al propio candidato liberal, esta actitud confrontacional fue estigmatizada con el motor de la prensa liberal, al punto de que expertos aseguran que el programa, secretamente llamado al interior de la campaña el 'exocet' (en homenaje a los misiles franceses), le costó a la campaña de Alvaro Gómez la bobadita de un millón de votos.
No cabrían en esta revista las anécdotas de esa campaña. Pero no quisiera dejar pasar una, en especial, que cuento, no porque me la contaran, sino porque la viví personalmente, con mis propios ojos y oídos.
En cierta oportunidad viajábamos en una avioneta -creo que a Cali, pero no estoy segura- para asistir a algún compromiso electoral. Además de la tripulación íbamos en la aeronave, el candidato Alvaro Gómez, el periodista Alberto Giraldo y yo. Fue entonces cuando escuché decir al periodista: "Doctor Gómez, eso de recoger plata para una campaña es jodido. Pero yo tengo unos amigos de Cali, unos muchachos muy bien, de apellido Rodríguez, que estarían dispuestos a contribuir con una buena suma. Son muy buena gente. Unos muchachos muy decentes, que tienen una cadena muy importante de droguerías". Nunca le pregunté a Alvaro Gómez si sabía o no de quiénes se trataba. Lo que sí recuerdo es que cambió inmediatamente de tema y que nunca volvió a hablarse del asunto.
Y un último recuerdo de esa campaña. Sus más cercanos asesores nos reunimos la noche de la derrota, después de haberlo acompañado a reconocer el triunfo de Barco por la televisión, a rumiar nuestras desventuras. Para qué describir la desolación y la incertidumbre de nuestros futuros. Alvaro Gómez estuvo en su casa un par de horas, a solas con su señora, y luego llegó a acompañarnos, con un estado de ánimo tal, que el velorio de aquella noche se transformó en una fiesta de la esperanza que duró hasta altas horas de la madrugada.
Ni el país, y muchísimo menos yo, sospechábamos que la vida política de Alvaro Gómez había sufrido en aquella oportunidad, más que una derrota, una transformación. La misma que había sido una constante de toda su vida anterior. Porque, en cierta forma, la vida de Alvaro Gómez fue la historia del último medio siglo en Colombia. Como protagonista de la época, Gómez se convirtió en un símbolo en la época de la violencia, odiado hasta la muerte por los liberales. También como protagonista, fue un símbolo en la época de la dictadura, a la que combatió ferozmente, y nuevamente fue un símbolo antiguerrilla cuando la confrontación de derecha e izquierda colocó al país en la senda del conflicto guerrillero. Por todas estas luchas, Alvaro Gómez vivió su vida rodeado de enemigos y de malquerientes. Irónicamente, su muerte representa una victoria póstuma sobre sus pleitos políticos.
A las 10 y media de la mañana del día de su asesinato Alvaro Gómez era ya un hombre sin enemigos, quizás por primera vez en su agitada vida de guerrero.