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Granda ya salió a decir que si fuera delincuente, narcotraficante o asesino, no lo habrían soltado.

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Un precio muy alto

Colombia pierde mucho más de lo que gana con la excarcelación de Granda y 200 guerrilleros de las Farc.

9 de junio de 2007

Pasó el publicitado 7 de junio, en cuya fecha se anunciaba algo grande, y no pasó nada. Bueno, sí, pasó mucho en Colombia y poco en la cumbre del G-8. En Colombia, el Presidente liberó a 111 guerrilleros (hay 80 en capilla) y al más importante, Rodrigo Granda. Y en la cumbre del G-8, que reúne a los líderes de las ocho potencias más importantes del planeta, se expidió un comunicado en que se aplaude "la valiente decisión del presidente Uribe de Colombia de haber resuelto liberar un significativo número de prisioneros como un gesto humanitario".

La expectativa nacional frente al Día D no era infundada: 'Razones de Estado' para mantener el sigilo, conversaciones permanentes entre Alvaro Uribe y Nicolas Sarkozy, viaje del Alto Consejero para la Paz a París, solicitud de Francia de liberar al guerrillero preso más importante, liberación de más de 100 guerrilleros y alocución del Presidente de Colombia con la presencia del cuerpo diplomático en Bogotá. Llegó la fecha y ni se liberó a Íngrid Betancourt, ni a los 12 diputados del Valle, ni a los 33 policías y soldados, ni a los tres estadounidenses. Ni siquiera al pequeño Emmanuel, de tres años, el hijo de Clara Rojas que nació secuestrado y sigue viviendo en la manigua. Todo lo contrario, las Farc se llevaron, por esos días, al jefe de la Policía del municipio de Florida (Valle) y le respondieron a Uribe con un portazo: que toda esta maroma era una cortina de humo para impedir que la justicia avance "en sus investigaciones a congresistas, militares, personalidades y contra su gobierno, por evidentes nexos con la narco-para-política".

¿Cuál era el objetivo entonces de Uribe? En primer lugar, darle un giro a su gobierno y a su estilo de liderazgo. Dejar claro que el Presidente no es un líder insensible con un puño de hierro, sino un hombre de Estado con corazón grande. Se nota un viraje de la dura persecución militar a una generosa reconciliación política pos Plan Colombia. En segundo lugar, buscaba cambiar la agenda interna. El huracán de la para-política y el escándalo de las 'chuzadas' tenían al gobierno a la defensiva. El Presidente retomó el control de la agenda y el país, y al menos por ahora, los colombianos están más pendientes de Sarkozy que de los delitos que los jefes paramilitares cometen desde la cárcel de Itagüí. Y en tercer lugar, es una manera de acercase a Europa en momentos en que los demócratas mandan en Washington y le han mostrado los dientes a Uribe.

En perspectiva, no es un mala jugada política. Como lo ha demostrado Uribe a lo largo de su mandato, es una movida audaz, sorpresiva y efectista. Sin embargo, es mucho más conveniente para su gobierno -y para él como jefe de Estado- que para los intereses del país. Sobre todo si se analizan los costos políticos, sicológicos y jurídicos concretos de la excarcelación de Granda y sus secuaces frente a una contraprestación abstracta y retórica de la comunidad internacional.

El costo frente a las Farc es palpable. En todo este proceso, el Secretariado fue un convidado de piedra. Y no se puede pretender un intercambio humanitario cuando se desconoce a la contraparte. Si el objetivo era aislar políticamente aun más a las Farc, el tiro les salió por la culata. La liberación de Granda les da un enorme oxígeno político. Ya salió el llamado 'Canciller de las Farc' a decir a los cuatro vientos que si fuera delincuente, narcotraficante o asesino, no lo habrían liberado. Y a ventilar, con su renovada dialéctica revolucionaria, que Francia, con su gesto, les hacía un reconocimiento político internacional. ¿Dónde quedan entonces los recientes discursos de Uribe de bandidos y terroristas? ¿Dónde queda la consabida tesis gubernamental de que en Colombia no hay conflicto armado? La vocería de Granda se puede convertir en el mejor argumento para desenterrar el cadáver político en que se habían convertido las Farc.

Hay un costo frente a la justicia. Muchos se preguntan por qué liberan guerrilleros que han cometido delitos graves -mas no de lesa humanidad- sin un proceso de paz andando, y no a los miles de presos comunes con delitos menores. Era predecible que los familiares de cientos de reos salieran a protestar y pedir la inmediata liberación de sus parientes. Hasta los extraditables en las cárceles de máxima seguridad ya se están moviendo con sus abogados para que les den un tratamiento especial. En un país donde la impunidad ha sido el gran motor de la violencia, la excarcelación sin contraprestación es un mensaje que alimenta la cultura de la impunidad y mina los esfuerzos de quienes claman por justicia. ¿Qué pensarán los fiscales, jueces o magistrados que han luchado por meter a los criminales tras las rejas?

Uno de los costos más sensibles pero imperceptibles es quizá el del impacto sobre las Fuerzas Militares. Ni los generales ni sus subalternos han sido amigos de ceder ante las guerrillas y han sido muy celosos de mantener la moral de la tropa en alto. Y con la política de seguridad democrática, y el Presidente como 'primer soldado de la patria' -como él mismo se autodenomina-, había un líder que interpretaba el espíritu y la lógica castrenses. El giro de las últimas semana no debió caer muy bien en las tropas colombianas. No se puede hablar de desmoralización de la tropa, pero sí de que liberar unilateralmente a cientos de guerrilleros cae como un baldado de agua fría en los cuarteles.

Hay unos costos menores y su gravedad depende mucho de quién los interprete. Por ejemplo, el impacto en la popularidad del Presidente. Según las encuestas, más del 50 por ciento de los colombianos está en contra de la liberación de los guerrilleros. Sin embargo, es irreal pensar que esta medida va a invertir la ecuación que mantiene a Uribe en la cresta de su popularidad. El carisma del Presidente, su magnetismo con la opinión y el halo humanitario que rodea el reciente hecho político mitigan bastante cualquier coletazo negativo en su popularidad, aunque no lo eliminan.

Frente a Estados Unidos las consecuencias no son graves, pero tampoco son buenas. Washington no está en la página de las excarcelaciones de guerrilleros sino en la de la infiltración de los paramilitares en las instituciones. "Es la crisis política más seria en años" y "esta infiltración no es un problema menor de corrupción", expresaron siete congresistas demócratas, encabezados por el precandidato a la presidencia Barack Obama, en una reciente carta a Condoleezza Rice, Secretaria de Estado de Estados Unidos. Hay sin duda una creciente preocupación frente a la sombra del paramilitarsmo que se ha extendido en Colombia. Ya José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch, influyente ONG con sede en Washington, sembró la tesis de que el indulto a los guerrilleros es la antesala de los beneficios a los para-políticos. Esto tampoco ayuda a despejar los nubarrones de las relaciones con el Tío Sam.

Finalmente, hay un aparente costo táctico-militar en el hecho de que varios de los ex guerrilleros vuelvan a las filas de las Farc. Este es quizás el menos importante, por no decir que insignificante. Los guerrilleros fueron celosamente escogidos con dos criterios: que no hubieran cometido crímenes atroces o de lesa humanidad y que no fueran militarmente estratégicos. Así, más que volver a la selva y seguir combatiendo al Estado, como muchos piensan, algunos terminarán al lado de sus familias y con una vida nueva; otros, quizá, como pequeños gestores de paz, y los que no logren reintegrarse, seguramente terminarán en la delincuencia común. Pero en las Farc, muy pocos.

¿Y el despeje?

Frente a este panorama, cabe preguntarse cuál era la alternativa a la liberación unilateral de estos guerrilleros. Quizá la alternativa más concreta que se vislumbra para lograr el intercambio humanitario es la del despeje de los municipios de Florida y Pradera, en el Valle. Posibilidad que ha sido descartada de tajo por el Presidente y que los militares ven con mucha preocupación por las ventajas estratégicas y militares que se les concederían a las Farc. Pero también porque con el tema de los despejes el país ha tenido una pésima experiencia, y nadie con dos dedos de frente quiere un nuevo Caguán. En su momento, año 1999, se despejaron 42.000 kilómetros cuadrados (el doble que el territorio de El Salvador) durante tres años, donde la guerrilla entrenó a sus hombres, hizo millonarios negocios de droga, escondió secuestrados y planeó tomas de pueblos mientras 'negociaba' la paz con el gobierno de Andrés Patrana.

Pero el comprensible trauma colectivo que significó El Caguán no puede desestimar otro tipo de despejes que pueden desenredar el drama humanitario más grave que tiene el país sin que se sacrifiquen mayores ventajas militares o estratégicas. En este tema, la última palabra sobre estas implicaciones la tendrán siempre los mariscales de campo, pero el despeje de Pradera y Florida es muy distinto al 'Vietnam' del Caguán.

Es muchísimo más reducido (210 kilómetros), no es una selva inexpugnable como la del Caguán, está poblado, hay Estado, los resguardos indígenas que están en la región (Kwet Wala y Nogal en Pradera y San Juanito y Nasa Tha de Florida) apoyan el intercambio, las condiciones militares son muy distintas a las de hace ocho años y la zona estaría desmilitarizada por muy poco tiempo, menos de 45 días. Siempre habrá interrogantes sobre los corredores estratégicos y la posibilidad de que las Farc estén buscando ventajas tácticas, pero el Presidente siempre tendrá la posibilidad de suspender el despeje.

Por eso, es tal es costo político de haber liberado a Granda y los demás guerrilleros, que este episodio se podría convertir en la cuota inicial del despeje de Florida y Pradera para llevar a cabo el acuerdo humanitario. Si no, lo que hizo el Presidente sólo se puede interpretar como la célebre sentencia poética: "sacrificar un mundo para pulir un verso". En este caso, sacrificar demasiado en Colombia por un comunicado en el exterior.