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La marcha del 9 de abril por la paz y las víctimas llenó la Plaza de Bolívar y la carrera Séptima en Bogotá y congregó las más variadas fuerzas. Desde Piedad Córdoba y Andrés Gil, de Marcha Patriótica, hasta el alcalde Gustavo Petro y el presidente Santos, que habló ante 7.000 militares en el monumento a los caídos.

PAZ

Una marcha a pesar de sí misma

La marcha del 9 de abril concentró las pasiones del país y mostró que el gobierno asumió una defensa del proceso de paz.

13 de abril de 2013

Es posible que, cuando se mire en perspectiva, la marcha del 9 de abril sea vista como un punto de quiebre en la suerte del proceso de paz en La Habana. 

No solo por la magnitud que tuvo en Bogotá sino porque mostró que, luego de meses de vacilaciones y en medio de reacomodos de último minuto, el gobierno del presidente Juan Manuel Santos reaccionó por fin a lo que para muchos era un hecho evidente: la negociación con las Farc polariza, pero también convoca. Y está generando realineaciones sin precedente en el mapa político.

Los partidarios del proceso de paz pueden darse por bien servidos. Pese a que el presidente Santos había anunciado su participación más de un mes antes, el gobierno solo a último minuto volcó sus esfuerzos a garantizar una manifestación masiva. El Estado se movió apenas tres días antes de la marcha. Hasta las camisetas que se mandaron a imprimir estuvieron listas solo la víspera a medianoche.

En ese sentido, la manifestación del 9 de abril por la paz y por las víctimas casi puede denominarse una marcha a pesar de sí misma. La Marcha Patriótica y los sectores afines se la jugaron con todo para dar una demostración de fuerza. Más de 600 buses llegaron a Bogotá con miles de campesinos traídos de sus tierras, varios de los cuales dijeron no tener idea de lo que hacían en la marcha. Por el lado del gobierno, que también sacó sus funcionarios a la calle, aún hasta el lunes en la noche algunos se echaban la bendición para que el evento no los dejara en ridículo.

El caso es que desde las masivas protestas en contra del secuestro, el 4 de febrero de 2008, no se movilizaba tanta gente en Bogotá. El número de participantes se ha vuelto parte del feroz debate en torno a la marcha, pero, a las 11 de mañana de ese día, la Plaza de Bolívar estaba llena y la carrera Séptima bullía de gente hasta más allá de la calle 26. Pese a que en la mayoría de las demás ciudades las manifestaciones fueron bastante lánguidas, la de Bogotá dio al proceso de La Habana un buen respaldo de la opinión.

Esto no se hizo sin consecuencias: la marcha trazó una línea divisoria que tiene pocos precedentes en la política colombiana. 

De un lado, el presidente de la República, la Marcha Patriótica, con Piedad Córdoba y el Partido Comunista a bordo, y el alcalde de izquierda, de Bogotá, entre muchos otros grupos disímiles. Del otro, el expresidente Álvaro Uribe, que la denominó “marcha con terroristas”, sus candidatos (que, desde Valledupar la declararon una marcha a favor de los victimarios) y el Polo Democrático. 

Aunque sus motivos son distintos, no es la primera vez que el exmandatario y este partido de izquierda coinciden: ya lo hicieron en el paro cafetero y en algunos proyectos de ley. Hasta la cúpula del Estado se dividió, con el fiscal en la marcha y el procurador diciendo que no asistiría y ambos protagonizando un debate público sobre el proceso (ver artículo).

Si la paz selló la división entre Santos y Uribe, también mostró que convoca vertientes opuestas. Junto a funcionarios del gobierno y el Distrito, en la marcha había desde grupos de rock de Ciudad Bolívar y defensores de los animales, hasta ONG y partidos que gritaban contra el presidente. 

Pero todos a favor del final negociado del conflicto armado (el presidente tuvo sus límites: llegó hasta donde estaba el alcalde Petro y sembró con él un árbol, pero no marchó hasta la Plaza de Bolívar, donde le hubiera tocado tomarse la foto con Piedad Córdoba –y escuchar su interminable discurso– y otros miembros de la izquierda dura).

Si el gobierno se decidió por estos compañeros de ruta es porque lo que en el fondo muestra la marcha del 9 de abril es un viraje en su estrategia frente al proceso con las Farc. 

Al presidente se le criticaba haber extendido al frente interno el silencio con el que se maneja la Mesa en Cuba. La pedagogía sobre el proceso y su defensa brillaban por su ausencia en Bogotá. En La Habana se legitimaba a la guerrilla como interlocutor mientras algunos ministros hacían declaraciones que parecían ir en contravía (el día mismo de la marcha el de Defensa salió a decir que “las Farc infiltra o financia a esa organización de Marcha Patriótica”). 

El presidente poco hablaba en defensa del proceso y, al hacerlo, insistía en que si este no resulta no vacilaría en pararse de la mesa. La batalla por la opinión pública parecían coparla los trinos diarios del expresidente Uribe y las declaraciones de las Farc en La Habana. 

Todo indica, sin embargo, que a partir de una reunión estratégica del Consejo de Ministros en la hacienda de Hatogrande, el 11 de marzo, en la que participó el nuevo gurú de comunicaciones del gobierno, Miguel Silva, se impuso un cambio de estrategia. Ahí, Santos les dijo a sus ministros que iba a profundizar la defensa del proceso.

Dos días después, en Medellín, el presidente dedicó buena parte de un discurso ante los empresarios paisas al proceso con las Farc. “Estamos ante una gran oportunidad”, les dijo. Y, en un entorno en el que el expresidente Uribe tiene no pocas simpatías, añadió: “Me agrada reconocer que Timochenko ha dado un primer paso en esa dirección (el reconocimiento de las víctimas) y valoro que las Farc hayan dicho hoy que es posible terminar el conflicto este mismo año”. 

Esto contrasta con su discurso del 20 de febrero en San Vicente del Caguán, en el que no mencionó el proceso y dirigió duras acusaciones a las Farc de expoliar tierras, lo que generó una indignada respuesta de Timochenko y uno de los momentos más críticos en la Mesa de La Habana.

El discurso de Medellín fue el 13 de marzo. Desde entonces, el cambio es evidente. Santos abandonó el confuso mantra de que si la negociación no funciona se pararía de la mesa y ha emprendido una defensa de la necesidad de la paz, criticando a sus opositores por insistir en lo que divide y no lo que une al país. Con igual énfasis, ha sumado la bandera de las víctimas, un tema clave en la negociación.

El 18 de marzo, en la instalación de la sesión de la Corte Interamericana en Medellín, reiteró ambos temas. En varias intervenciones ante las tropas, el 3 de abril, a la vez que llamó a “no bajar la guardia”, insistió en su “obligación moral” de poner fin al conflicto armado. Dos días después, pidió a la Iglesia repicar las campanas por la paz el 9 de abril. El 7, en la cumbre de alcaldes de las capitales, logró un pronunciamiento a favor del proceso. El 8, presidió una reunión de las 48 instituciones que componen el sistema estatal de reparación a las víctimas. 

Un día después de participar en la marcha estaba en Córdoba restituyendo parcelas en una hacienda emblemática del despojo paramilitar, y anunciando recompensas de hasta 200 millones de pesos por los expoliadores de tierras más buscados por la Justicia (que inmediatamente se convirtieron en un cartel de la Policía). Y recibía el apoyo de ProAntioquia, la organización más importante de la empresa privada en ese departamento. 

Este gobierno se ha caracterizado por grandes anuncios como la Ley de Víctimas o el proceso de paz, que luego pierden peso en la comunicación de una agenda tan ambiciosa como variada, mientras sus opositores insisten en unos pocos puntos que machacan sistemáticamente, reproducidos ampliamente por los medios. Todo indica que el gobierno se percató de que llevaba las de perder si seguía manejando las cosas así. Esa es la gran lección que deja el 9 de abril. Habrá que ver si logra sostenerla.