Home

Nación

Artículo

La Corte Constitucional le pidió al presidente Santos y a los organismos de control reunirse para buscar salidas al escándalo por corrupción. | Foto: SEMANA

PORTADA

El primer paso, la renuncia de todos los magistrados

SEMANA analiza la grave crisis de la Corte Constitucional y lanza una propuesta audaz en busca de una urgente solución.

21 de marzo de 2015

Hay momentos en la historia en que las instituciones se ponen a prueba y en Colombia le ha llegado ese momento a la Justicia. El año en que se celebran 30 años del holocausto del Palacio, cuyas llamas ahogaron uno de los símbolos de nuestra institucionalidad, vuelve a arder la Rama Judicial.

Es cierto que la crisis viene de atrás: lentitud, carrusel de pensiones, clientelismo, politización, entre otras, han venido agrietando los pilares de la Justicia y socavando su legitimidad. Pero el reciente escándalo del ‘Preteltgate’ ha escalado la crisis a unos niveles tan preocupantes como impredecibles en lo que se refiere a sus consecuencias. No solo por lo que se ha revelado sobre intentos de soborno, tráfico de influencias y enemistades personales que hacen imposible el trabajo colectivo de los magistrados. Sino por los corolarios, aún por escribirse, de la peligrosa estrategia defensiva con la que se sacudió Jorge Pretelt cuando se sintió acorralado: la de encender el ventilador, contaminar a todo el mundo y abrir un cacería de brujas en la que lo único claro es que todos pierden. Los magistrados, la Justicia y el país.

Porque no importa cómo se desenvuelva la madeja de denuncias contra magistrados, abogados, políticos y hasta la Fiscalía, lo cierto es que la cúspide de la Justicia ha quedado envuelta en halo de duda. Si le sumamos a este escándalo la creciente falta de confianza en esa rama del poder y en especial en las cortes el panorama institucional del país es preocupante. El descontento con el sistema político en Colombia es ya uno de los más grandes del mundo. Es el más alto de América Latina y el segundo más alto de los países en vías de desarrollo después de Líbano. El 75 por ciento de los colombianos están insatisfechos con su sistema político cuando el promedio de América Latina es de 59 por ciento, según la última encuesta de actitudes globales realizada por Pew Global en 2014.

Se necesita una salida pronta y contundente. Una solución que, ante todo, busque salvaguardar una institución tan admirada como la Corte Constitucional. No se pueden confundir los nombres de quienes la ocupan en un instante determinado, con lo que ese organismo puede hacer por la Justicia y por la sociedad. Ni se puede permitir que en la confusión del escándalo, en la niebla del tire y afloje, o en el cruce de poderosos intereses, quede en entredicho una corte que ha logrado conquistas sociales que han beneficiado a millones de colombianos y que la han posicionado a lo largo de sus 25 años de existencia como una de las más respetadas del mundo.

Urge una salida y no será fácil. La mayoría de las fórmulas que se han planteado hasta el momento, más allá de sus nobles propósitos, tienen graves deficiencias en la práctica. Una de ellas es la convocatoria de una asamblea constituyente para reformular la arquitectura judicial del país. Pero en un ambiente tan polarizado y con los acuerdos de paz en el horizonte, nadie podría garantizar que una asamblea de esta naturaleza no se desborde y que sus integrantes no pretendan objetivos distintos a los de fortalecer la Justicia. Los fantasmas de una nueva reelección presidencial, o las ambiciones de cambiarle la columna vertebral al Estado de derecho, como pretenden las Farc, son suficientes para concluir que esta fórmula es políticamente inviable.

Tampoco suena atractiva la opción de una gran reforma a través de los mecanismos ordinarios, es decir, del Congreso. Tantos intentos fallidos en el pasado, que han dejado micos y orangutanes en la lona, demuestran que no hay lugar para el optimismo si se escoge este camino. La historia tampoco ha dejado bien parados los esfuerzos que buscan reformas totalizantes que, por mucho abarcar, dejan su utopía en voluminosos borradores y proyectos cuando no son devorados por las voraces fauces del Congreso.

La constituyente y la reforma a la Justica tienen otro problema: el factor tiempo, pues esos caminos se tomarían por lo menos dos años. En un mundo ideal, sin duda serían las mejores salidas si se quiere hacer una reforma integral como lo reclama el país. Pero es tal el sentido de urgencia ante la convulsión institucional que se ha desatado –y que puede empeorar– que la solución no puede ser patear el balón hacia adelante. Los colombianos necesitan recuperar la confianza y las instituciones necesitan recuperar su credibilidad. Y eso requiere medidas urgentes.

Una alternativa sería apelar al camino institucional. Que la Comisión de Acusaciones, el juez natural, investigue las denuncias que hay contra los magistrados. Es un camino respetable pero insuficiente. Primero, porque arrancó con el pie izquierdo. Con una Corte Constitucional que se declaró en huelga y un Congreso que no aceptó la licencia que solicitó el magistrado Pretelt para defenderse de las acusaciones, que era el conducto regular. Y segundo, porque sus tiempos son largos, su naturaleza está en entredicho y su credibilidad es inexistente.

La sociedad necesita un mensaje claro y convincente, una fórmula a la altura del reto que hoy impone la historia. Es el momento en que, de una manera serena y responsable, los magistrados de la Corte Constitucional contemplen la posibilidad de dar un paso al costado en favor de la majestad de la Justicia y la institución de la Corte Constitucional. Sería un acto de generosidad y grandeza, que contaría con un enorme respaldo de los ciudadanos al ver que los magistrados están haciendo un enorme sacrifico personal y profesional en favor del bien superior de la Justicia. El gesto simbólico de una renuncia colectiva es un acto de dignidad que los exalta y sería un mensaje no solo al país sino para las demás cortes que en estos tiempos de turbulencia también han estado en entredicho.

Al renunciar, los actuales magistrados de la corte tendrían la facultad de nominar a sus reemplazos hasta que el Senado elija magistrados en propiedad de las ternas que les sean remitidas por el presidente, la Corte Suprema y el Consejo de Estado. Tendrían el compromiso –e incluso los incentivos– de escoger como su remplazo a grandes juristas, hombres y mujeres, reconocidos por sus trayectorias, integridad y capacidades. Su último legado y compromiso con la institución sería dejar una gran corte de transición. Esta corte sería reemplazada por una definitiva en la medida en que el Congreso elija a los nuevos magistrados. Y entonces, quienes tienen la facultad de nominar –el presidente de la República, el Consejo de Estado y la Corte Suprema– deberían comprometerse también con elegir a los mejores juristas, con sentido histórico y con el ánimo de preservar el espíritu constitucional de la corte y la admiración que se ha ganado alrededor del mundo por ser la mejor de América Latina. Una corte que fue capaz de enfrentarse al poder político y tumbar la reelección, pero sobre todo una corte que ha sido la tabla de salvación de los más vulnerables: los desplazados, los marginados de la salud, las minorías, los pobres.

En un momento en el que el país se prepara para el posconflicto se necesita, como nunca antes, una Justicia fuerte y creíble y cuya punta de lanza será la Corte Constitucional pues en su sabiduría y legitimidad se cimentarán los acuerdos que firmen el gobierno y la guerrilla y los pilares de la reconciliación.

En una hora como la actual, definitiva e incierta, se debe actuar con grandeza. Así, y solo así, es como las crisis se vuelven una oportunidad.