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Una vida mágica

Germán Santamaría, el mejor cronista del país, comenta las memorias de su ídolo: el mejor cronista del siglo.

Germán Santamaría, director revista Diners y Premio Nacional de Periodismo 2002
6 de octubre de 2002

Y se lee en tres días con sus noches y al final, al amanecer, se sabe tanto de putas como de música clásica. Se conocen muchos de los secretos de las familias del poder en Colombia, se revelan varias de las grandes traiciones nacionales, se conoce el retrato hablado del otro que mandó asesinar a Jorge Eliécer Gaitán, pero también se esclarece por qué el Premio Nobel colombiano siempre lleva en la maleta una piel de cocodrilo.

Cuenta que perdió la virginidad cuando le zafó la jareta por entre las piernas a aquella pájara de la noche y después ella lo levantó en vilo agarrado por los sobacos y el García Márquez adolescente le hizo el amor a la manera clásica del misionero pero sintió que se moría encima de ella y entre la sopa de cebolla de sus muslos de potranca. Cuenta también cómo escribió Cien años de soledad al ritmo de Los preludios de Debussy y que el Otoño del Patriarca tiene el ritmo secreto del Tercer concierto para piano de Béla Bartók.

Cuenta tanto, carajo, y tiene tantas historias y pasiones Vivir para contarla, que si no estuviera muerto Alvaro

Gómez y el Partido Conservador moribundo, se armaría hoy mismo un escándalo de los mil demonios porque García Márquez le echa todos los perros al conservatismo cuando lo acusa de la masacre de las bananeras, del genocidio del 9 de abril y de la Violencia política que cobró la vida de más de 200.000 colombianos en los años 50.

Son 579 páginas -qué breve-, que narran no sólo los primeros 28 años de vida de Gabriel García Márquez sino que recogen más de 100 años de historia colombiana, y que nos hace llorar porque es un libro que por momentos se parece a Las cenizas de Angela de Frank McCourt y en otros emociona y arruga el corazón porque es una saga tan grande como aquella de Lo que el viento se llevó. Ejemplo: la familia García Márquez era tan pobre en Barranquilla, que su madre compró una rodilla de buey y la hirvió durante tres días para que sus hijos, incluido Gabito el mayor, se alimentaran con este caldo de calambombo. Y un puñado de páginas después se describe al presidente Ospina Pérez y a una claudicante y entregada dirección liberal mirando por la ventana del Palacio el resplandor de las llamas de la Bogotá incendiada el 9 de abril, en una escena tan hermosa pero aterradora, como aquella de la ciudad de Atlanta ardiendo en la novela de Margaret Mitchell y la película de Clark Gable.

Todo, Dios mío, la grandeza y la miseria de esta nación en un libro que parece inocente porque el párrafo de entrada es sencillo y corto como si se tratara de un folletín de amor: "Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa". Y unas cuantas páginas más adelante narra la forma en que se mataba y que aún se mata en los pueblos colombianos, cuando en la oscuridad de la medianoche se apunta con los fusiles a las víctimas y se les exige que hablen para oírles el acento y de acuerdo a que sean costeños o cachacos los destajan a cuchillo. O cómo su abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, cargó para siempre con el peso de un muerto porque tuvo que disparar en un duelo contra uno de sus mejores amigos y cuenta también García Márquez que él mismo, a los 20 años, cuando vivía en Bogotá, durante el 9 de abril, en medio del caos de los saqueos, intentó llevarse para su casa un pesado rollo de paño importado. Su hermano Luis Enrique, por fortuna, sí logró alzarse con un vestido de paño azul, de muy fino corte, que el padre de los García Márquez lució siempre en las ocasiones más solemnes.

Señoras y señores: bienvenidos a este circo grande, al reino mágico de este país de cafres, pícaros y matones que nos tocó en la rifa del mundo y bienvenidos también a los primeros 28 años de la vida increíble del más famoso colombiano de todos los tiempos, que fue primero el Gabito desamparado de niño y muchos años después tan divino y célebre como un ángel enorme con bigote y alas de liquiliqui.

Las mujeres

Si doña Tranquilina Iguarán Cotes, nacida en Riohacha en 1833 y abuela de García Márquez, resucitara hoy y se metiera a internet, se asombraría al encontrar que en la red hay 40.300 folios dedicados a ese nieto, que fue el primero de siete varones y cuatro mujeres y que nació en Aracataca el domingo 6 de marzo de 1927, a las 9 de la mañana y bajo un aguacero torrencial y que fue bautizado de inmediato porque estuvo a punto de morir estrangulado por el cordón umbilical. Casi lo llaman Olegario, porque ese era el santo del día, pero se decidieron mejor por uno más sonoro y compuesto: Gabriel José de la Concordia.

Gracias a Dios y a que es costeño, este niño se salvó de ser marica porque vivió una infancia entre muchas mujeres que lo trataban como si viviera en el paraíso terrenal, recuerda, cuando en realidad vivían en un moridero de 40 grados a la sombra. Por fortuna, siendo niño una mujer llamada Lucía lo llevó hasta un callejón y se levantó la bata y le mostró su despelucada pelambre. Sus numerosas tías y las indias esclavas compradas muy baratas por su abuelo en La Guajira se bañaban desnudas delante suyo sin ningún asomo de prejuicio. Se crió así en una sociedad machista pero donde las mujeres gobernaban, recuerda, y donde los únicos hombres eran él y su abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, que vivió siempre de fabricar los pescaditos de oro y que murió esperando la pensión como veterano de la Guerra de los Mil Días. Cualquier parecido con dos conocidas novelas colombianas es simple coincidencia... Y en esa casa de ocho habitaciones sucesivas y un corredor con begonias el niño creció escuchando las historias de guerra de su abuelo y conviviendo con ese tropel de mujeres vírgenes y con los fantasmas que salían y entraban muy orondos de los cuartos clausurados y oscuros. Flaco y pálido, cuidando a su hermana Margot para que no comiera tierra, ya hablaba dormido, y despierto sólo desataba palabra para decir disparates. A los 13 años se rompió su ensimismamiento cuando respiró el primer olor animal de una mujer en celo, que fue esa noche en que lo sacó a bailar la señorita Trinidad. En esas andaba cuando su abuelo, que se sabía de memoria la masacre de las bananeras, lo llevó al comisariato de United Fruit Company, más allá de la carrilera, y allí el niño perdió la otra virginidad, porque salió del mundo mágico de la antigüedad de su abuelo y tocó por primera vez el hielo y fue ese un impacto más grande que el mismo trueno que se escuchaba todos los días en el pueblo a las 3 de la tarde.

Fue así como el hijo del telegrafista se empezó a convertir en hombre, y del pueblo en medio de las bananeras y orillas del río de aguas diáfanas se fue con su familia para Barranquilla y después su padre, Gabriel Eligio, se fue a buscar la vida en villorrios remotos y campamentos petroleros y la madre y sus hijos se quedaron tan pobres que consiguieron un gato prestado para atajar los ratones, y también en aquellos tiempos fue cuando la mamá llegó a cocinar la pata de buey para exprimirle la sustancia por varios días y fue sobre todo el día triste en que su madre, Luisa Santiaga, por amor a sus hijos, lo envió con una carta donde un rico filántropo en busca de socorro para salvar a los niños. El pequeño Gabriel García Márquez entregó la carta y volvió al día siguiente y una semana después y sólo mes y medio más tarde una mujer se asomó por la ventana y le dijo que el patrón le mandaba a decir que esa no era una institución de caridad. El niño García Márquez volvió a su casa y frente al fogón de apagadas cenizas no fue capaz de decirle la verdad a su madre, y le inventó que el filántropo rico había muerto hacía varios meses. Entonces su madre, una de esas tantas madres coraje de Colombia, se arrodilló y rezó un rosario por el eterno descanso de aquella alma caritativa.

Tal vez en aquellos días de tantas afugias, cuando los muchachos García Márquez salían a la calle para hacer las tareas bajo el poste del alumbrado para no gastar la luz de la casa, o cuando su padre, en la ruina, decidió que comer tres veces al día era una perdedera de tiempo y era mejor un solo golpe después del mediodía, se rompió el hechizo del niño, abrió los ojos hacia la adultez, y empezó a caminar hacia la profecía que lo convertiría en el primer colombiano en ganar el Premio Nobel y en el escritor vivo más famoso del mundo y en el autor de lengua castellana más importante después de Miguel de Cervantes, como él mismo lo soñó algún día en las heladas montañas de Zipaquirá. En aquellos años en Aracataca junto al abuelo y después con su familia errante por los pueblos de la Costa, García Márquez, como un Harry Potter primero, creó en su mente un mundo fantástico, llamado La Sierpe, situado más allá de las tierras bajas de la Mojana, recuerda, un infinito piélago de anémonas fosforescentes, recuerda, donde reinaba la Marquesita entre caimanes blancos y culebras cascabeles de oro, recuerda. Este mundo perdido entre ciénagas moradas fue como la madremonte para el único invento importante y universal de colombiano alguno en la historia: el realismo mágico.

El poder y la gloria

Para ese muchacho desamparado llegaría el día en que se quedaría encerrado con el papa Juan Pablo II por una falla en la chapa de las oficinas pontificias. Almorzaría dos veces con Bill Clinton en la Casa Blanca. Acompañaría a Fidel Castro a visitar la tumba de sus padres en una provincia de Cuba. Una mujer le gritaría en Barcelona, en un semáforo: ¡Usted no existe! Llegaría a ser dueño de cinco o seis casas en dos continentes, vendería un libro en el mundo cada 15 segundos, y tendría tal vez la fortuna metálica que ni el propio Dostoievski soñó alguna vez ganar en las ruletas de Moscú. Y por su culpa quien esto escribe, el más pendejo e insignificante de todos los mortales, estuvo al borde de un extravío en Nueva York, cuando estaban los dos solos en cine. Fue ahí, en un teatrico a espaldas del hotel Waldorf Astoria, donde se hospedaba el Nobel. Me apresuré a pagar las boletas porque García Márquez no tenía sencillo. Se apagó la luz y empezó la película Sueños de Akira Kurosawa. No me concentraba en la película sino que lo miraba de reojo y pensé que yo, el hijo de mi mamá, estaba sólo con García Márquez en matiné en Nueva York.

Pensé en lo mucho que este hombre había influido en mi vida y en la vida de tantos lectores y aspirantes a escritores del mundo. Pensé que a pocas cuadras de allí, en la calle 72, frente al Central Park, Mark David Chapman había disparado cuatro veces contra John Lennon y dijo después que lo había hecho porque lo admiraba demasiado, porque se había posesionado de su vida, porque lo amaba. Pensé en la penumbra del teatro que Chapman había cumplido simplemente la vieja sentencia de Oscar Wilde y Ernest Hemingway: todo hombre está condenado a matar lo que más ama. Y yo lo podía hacer porque estaba allí con él, en un teatrico casi vacío, solos, en matiné... Pero pensé también que otra opción era cogerle la mano para decirle qué tanto lo admiraba y lo amaba, como sólo se puede amar a la primera novia del pueblo, aquella a quien le cogí por primera vez la mano también en matiné, mientras que en la otra mano empuñaba la primera edición de Cien años de soledad.

Pero nada de esta gloria se asoma todavía en Vivir para contarla, porque el libro termina en julio de 1955, cuando el periodista de El Espectador, con 28 años, parte para Ginebra a cubrir la cumbre de los cuatro grandes del mundo, en una estadía planeada para dos semanas que dura tres años y que enrumba su vida para siempre. Pero, ¿qué pasó entre el niño que rompe el hechizo y se hace adolescente y en seguida escritor y luego periodista?

Sin humildad, pero tampoco con soberbia, García Márquez cuenta su vida bajo el marco de la historia nacional. Y lo hace con toda la fuerza de sus vísceras y al desgarrarse muestra sus propias entrañas y las de un país siempre tocado por la alegría de la música y los ramalazos de la tragedia. Y él, el joven escritor, siempre ahí, como el mismo rebusque nacional, como la misma aventura del hombre colombiano, a tal punto que en sus documentos se cambia la fecha de nacimiento para evadir el servicio militar, reparte volantes callejeros por una paga miserable, compra a crédito su primer reloj de pulso a un vendedor que en realidad era un agente comunista, se viene para Bogotá con el abrigo de piel de un senador muerto, termina bachillerato con una beca que consigue por casualidad para el liceo oficial de Zipaquirá, deambula por Valledupar y La Guajira vendiendo enciclopedias y que cuando se gradúa de bachiller cumple durante un año el sueño de todo buen costeño: su padre le consigue un contrato con el gobierno que es en realidad una 'corbata', por lo cual sólo tiene que ir cada dos semanas a cobrar el sueldo y desaparecerse para evitar preguntas molestas.

Crecido en una generación en la cual era muy difícil que las muchachas se acostaran con sus novios, aprendió el amor en los burdeles y tuvo amantes de afán, como aquella mujer del vaporino que 20 años después lo busca cuando ya empieza a ser famoso, o aquella mujer de un policía con la que hace el amor con tanta ferocidad y hasta el amanecer y cuando sale se encuentra a una cuadra al agente cornudo, que al saludarlo le dice que va oliendo a puta. O aquella otra con quien su marido lo sorprende en la cama y le saca un revólver y lo desafía a jugar a la ruleta rusa. Eran aquellos buenos años en que las mujeres de la noche eran cultas y se podía con ellas incluso hablar hasta el amanecer y era posible que se olvidara de hacer el amor, y los burdeles eran el mejor domicilio para los escritores, porque como dijo William Faulkner y recuerda García Márquez, eran lugares con las mañanas tranquilas, había fiesta todas las noches y se mantenían muy cordiales relaciones con la policía.

Lo increíble es que este muchacho, con una vida de camaján desfachatado, pero con tantas preguntas sociales entre pecho y espalda, no se hubiera ido para la guerrilla como tantos otros, sino que aprende a leer El Quijote en el retrete, se apasiona por los libros que le prestan Alvaro Cepeda Samudio y Germán Vargas, y así se enruta por la mejor literatura del mundo, hasta llegar a ser un genio vivo, el único inmortal entre los 43 millones de colombianos vivos en este momento, pero igualmente tan humano como para que confiese tres veces en este libro que jamás ha podido dominar completamente la ortografía y que los correctores de pruebas lo perdonan fingiendo que son errores de dedo. Como repite tres veces en el libro que la ortografía es su problema, entonces tome para que lleve: hay dos errores en estas 579 páginas gloriosas. La madre para el que los encuentre.

El pasado y el porvenir se encontraron y se iluminaron ese sábado 18 de febrero de 1950, cuando la madre le pide a su hijo de 23 años que la acompañe a Aracataca a vender la casa y él encuentra el pueblo en ruinas, sin el esplendor de la hojarasca del banano, entre los escombros de la compañía bananera, con los recuerdos y los fantasmas olvidados... Y ese es el día en que nace ese árbol de nombre Macondo, de donde se desprenden el tallo, las ramas y los gajos de sus 17 libros.

Bajo un almendro

Claro que Vivir para contarla es un libro anecdótico. Por fortuna. Como hizo hace 35 años con Cien años de soledad, este libro es una patada en el trasero a todos los escritores posmodernistas, o sea aquellos que practican la literatura intelectual, con ideología y filosofía en cada página. Este es un libro que tiene mucho humor, sobre todo gran humor, y que contiene la anécdota de toda una estirpe y de todo un país porque junto a la saga familiar se proyecta la gran película de la historia colombiana.

Señala el águila bicéfala de la manguala bipartidista, coloca en el sitio que se merecen a cada uno de todos los que han gobernado esta nación, desde Bolívar y Santander hasta los Ospina, los Lleras y los López, y tiene muchos datos extraordinarios, como aquel donde cuenta que en los tiempos de La Cueva, en Barranquilla, el joven Julio Mario Santo Domingo se acercó con cuatro cuentos escritos... en inglés... Con este humor y una ironía sobrenatural desfilan la hegemonía conservadora y la república liberal, la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril y la aciaga noche de la violencia, y el golpe de Rojas Pinilla y después el desmoronamiento de la dictadura militar a lo que contribuyó el propio García Márquez cuando siendo periodista de El Espectador publicó la historia del náufrago Luis Alejandro Velasco, que duró 10 días sin beber en el mar, que fue héroe condecorado por presidentes y besado por reinas de belleza, pero que después fue aborrecido y olvidado. García Márquez demostró que se había caído al mar con siete marineros más porque el barco militar venía sobrecargado de contrabando.

Entonces, en ese julio de 1955, como sucede ahora, amenazado, García Márquez viaja a Europa por dos semanas y se queda tres años. Esa mañana, en Barranquilla, mira desde lejos pero no es capaz de despedirse de una muchacha a la que todavía no había besado y que estaba en la puerta de su casa vestida con un camisón verde de encajes morados. Era Mercedes Barcha y apenas la había visto en contadas ocasiones, pero en el avión le escribe una carta que le envía desde Jamaica y donde le dice que si no recibe contestación antes de un mes se quedará a vivir para siempre en Europa. Y el jueves de la semana siguiente, en el hotel de Ginebra, recibe la respuesta. The end.

Uno resuella como colegiala apercollada cuando cierra el libro. Aprieta las manos. Mira por la ventana. Piensa que apenas se contó la historia de García Márquez y de Colombia hasta la mitad de los años 50. Fue apenas la pérdida de la virginidad física e intelectual de García Márquez y la pérdida de la inocencia de una nación llamada Colombia. Algunos pensarán que todo es mentira, que nada es verdad. Que la ficción y el realismo mágico aguantan todo. El mismo García Márquez se cura en salud y lo dice de manera muy hermosa en el único epígrafe del libro: "La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla".

Y le faltan muchos recuerdos, por fortuna, en un país donde nadie escribe sus memorias. Si escribe lo que ha vivido y recuerda de 1955 para acá, sus memorias pueden resultar el doble de gordas que las de Winston Churchill. Porque falta lo mejor. La historia de estos últimos 45 años donde en la vida encantada de García Márquez han pasado todas las fortunas, entre ellas el Premio Nobel, y a Colombia, tal vez, todas las desgracias.

Al finalizar la lectura de esta obra se concluye que es mentira que García Márquez esté enfermo. Se aclaran de una vez y para siempre todas las versiones que circulan y que hablan de un Nobel en la penuria física. Claro que es mortal, porque de esta no se salva nadie, pero si fue capaz de escribir este libro enorme y devastador, que tiene el tono y la fuerza de Cien años de soledad, es porque conserva todavía los huevos muy bien puestos. Y ojalá muera dentro de 24 años, cinco meses y dos días, cuando cumpla cien años de gloria y compañía. Y que muera de viejo, de pie, como muere el árbol llamado Macondo, y orinando bajo un almendro, como el coronel que forjó la estirpe de los Buendía.