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¿VECINOS Y AMIGOS?

A propósito de la eminente cumbre de presidentes en Cartagena sobre el tema de la droga, SEMANA presenta el análisis del politólogo Juan Gabriel Tokatlian sobre el cambio en las relaciones colombo norteamericanas como resultado del problema de narcotráfic

25 de diciembre de 1989

Existe un creciente consenso en torno al tema de las drogas: se lo ha asumido como un fenómeno internacional de naturaleza compleja y multifacética, que debe ser abordado desde diversas perspectivas y enfrentado con una amplia gama de instrumentos que trasciendan las dimensiones unilaterales o bilaterales. Sin embargo, la distancia entre la "percepción" de esta intrincada cuestión y la "realidad" de las iniciativas que se han adoptado para hacerle frente muestra un alto nivel de incongruencia e inconsistencia.
Mientras la retórica se mueve por un lado, la práctica concreta va por otro, sobre el trasfondo de un insatisfactorio trato entre EE.UU. y América Latina al respecto.

El asunto de las drogas y su definición se han basado en un diagnóstico determinado. Dicho diagnóstico, en gran medida, ha surgido de los criterios interpretativos del gobierno de EE.UU. Con más o menos matices, todos los países latinoamericanos han asumido e internalizado un diagnóstico similar. El mismo se apoya en unos presupuestos claros, sencillos y contundentes: estamos ante un "mal" perverso, que afecta a las sociedades y a los Estados; debemos combatir esta nueva "plaga" contra la humanidad por motivos sociales, políticos, estratégicos y morales; estamos ante la necesidad imperiosa de iniciar una "guerra total" contra este flagelo, con una actitud dura de mano fuerte y tenemos que comprometernos decididamente, pues el "cáncer" de las drogas se ha convertido en una "amenaza letal" contra el mundo.

Con más o menos sofisticación, estas consideraciones subyacen a la identificación de los narcóticos coma un "problema" real. Sin evaluar, por el momento, la coherencia o el valor de este tipo de argumentos, se conoce que la definición de un "problema" no es una construcción neutral: la forma, el alcance y el contenido que le otorguemos a un "problema" específico, determinan el rango de opciones posibles para su resolución.
Por lo general, prevalece una lógica relativamente consistente entre la identificación de un "problema" dado y el recetario de alternativas dirigidas a su solución. En ese sentido, es importante admitir que ha existido un buen grado de congruencia entre el diagnóstico y la acción por parte de recientes administraciones norteamericanas. Hecho relevante, aunque haya significado un costo enorme para otros países y para la propia ciudadanía estadounidense.

No obstante, este diagnóstico norteamericano, genéricamente aceptado por los gobiernos latinoamericanos, muestra interesantes paradojas (¿o contradicciones?) que conviene evaluar.

ALGUNOS PUNTOS PARA UNA REFLEXION
Primero, luego de más de una década de utilizar dicho diagnóstico y las políticas correspondientes para confrontar el "problema" de las drogas, parece pertinente señalar que hoy estamos mucho peor que durante la década de los 70. Varios indicadores confirman esta afirmación: la proliferación de drogas y estupefacientes en el mercado estadounidense, latinoamericano y mundial, ha crecido vertiginosamente; hay una mayor variedad de narcóticos al alcance de los consumidores; la calidad y la potencia de las drogas ha aumentado significativamente; la abundancia de este tipo de sustancias ha conducido a una progresiva disminución de precios, lo cual las torna más accesibles y fáciles de demandar; los niveles de violencia y criminalidad relacionados con el negocio de las drogas se han incrementado dramáticamente en EE.UU. y en América Latina, en particular.

Asimismo, los sistemas legales nacionales y la capacidad de ejecución y cumplimiento de las leyes se han deteriorado a pasos agigantados; cada vez hay más dificultades sociales y sanitarias vinculadas con la cuestión del uso y del abuso de las drogas; los costos (económicos, sociales, políticos y diplomáticos) generados por la producción, la comercialización y el consumo de narcóticos han ido en aumento progresivo; los mecanismos de interdicción están siempre un paso detrás de las distintas tecnologías utilizadas para promover y ejecutar el contrabando de las drogas.

Por otra parte, los procesos de erradicación de cultivos han fracasado en la mayoría de los casos; la sustitución de cultivos ha brindado resultados pobres y poco productivos; los grados de inseguridad ciudadana han crecido desde Washington D.C. hasta Medellín y en los grandes centros urbanos del continente, debido a las crecientes manifestaciones violentas del negocio de los narcóticos, etc.

Segundo, aunque se han gastado cada vez más recursos para combatir la droga, la red internacional del tráfico ha elevado sustancialmente sus riquezas. Las cifras son elocuentes: de acuerdo con la reciente Ley Antinarcóticos norteamericana de 1988 se proyectaron US$4.300 millones para la lucha contra las drogas, mientras que para ese mismo año los consumidores estadounidenses, a precios de la calle, utilizaron US$150.000 millones para satisfacer su demanda de drogas.

De allí que únicamente considerando el caso de EE.UU. (y no el resto del circuito mundial de las drogas), la dimensión de los esfuerzos monetarios para combatir este nuevo "cáncer" parece absurda y las expectativas de su eficacia sobredimensionadas.
Resta recordar que, lo que simplemente se consume en drogas en EE.UU., equivale al 255 por ciento de la deuda externa latinoamericana, al 50 por ciento del presupuesto militar anual norteamericano y al 100 por ciento del déficit comercial de ese país.

Tercero, se ha desarrollado, en años recientes, un valioso intento por entender y evaluar mejor el significado de la cuestión de las drogas. Se han creado comités especiales de investigación, se han incrementado los grupos gubernamentales dedicados al estudio de este asunto y se han ampliado las burocracias oficiales relacionadas con la toma de decisión en cuanto a esta temática. Sin embargo, sobresale una percepción muy extendida de que en la actualidad poseemos más información sobre el negocio de las drogas, pero que sabemos menos respecto al mismo. Por ejemplo, en términos de datos, aún no hemos pasado de los estimativos.
Nadie parece conocer, a ciencia cierta, las proporciones de este "problema" y la magnitud total del fenómeno de las drogas.

Nada nuevo ha surgido en cuanto al entendimiento y conocimiento de los factores socio-culturales y psicológicos que impulsan al consumo e incluso al abuso de las drogas. Respecto a las denominadas "mafias" de las drogas --en EE.UU., América Latina, Europa Occidental y Asia-- se conoce poco: cómo funcionan en realidad, cuáles son sus vínculos transnacionales, cómo operan financieramente, de qué manera se vinculan al sector productivo y al aparato estatal, entre otros. La falta de progreso en relación con el lavado de dólares, su control y disrupción como mecanismo de abordar la raíz mercantil-financiera de la cuestión de las drogas es sorprendente.

En resumen, prevalece más especulación que certeza, existe más confusión que transparencia y, probablemente, hay más información secreta que pública. Todo eso no deja de resultar altamente negativo. Por un lado, por la falta de precisión y claridad respecto al mencionado "problema".
Por el otro, porque con base en estas carencias yo falencias, se adoptan decisiones que afectan un número cada vez mayor de población en y fuera de EE.UU.

Cuarto, la ejecución de las diferentes acciones para responder al fenómeno de las drogas se ha reproducido mecánicamente, sin un balance sopesado y equilibrado de sus verdaderos resultados. Nos movemos permanentemente hacia adelante, pero ciegamente. En 1973 (más precisamente el 11 de septiembre), el entonces presidente Richard Nixon señalaba con énfasis que en EE.UU. "we have turned the corner on drug addiction". Esporádicamente, se escuchan afirmaciones semejantes, para luego indicar que en verdad estamos muy lejos de solucionar el "problema" de las drogas. Diversas iniciativas con diferentes grados ascendentes de intensidad represiva, basadas en el diagnóstico original acerca del fenómeno de los narcóticos, se han implementado con muy poco éxito.

En términos realistas, en los últimos 15 años hemos visto y vivido "más de lo mismo" sin conclusiones muy positivas hasta el momento. De alguna manera asistimos a la exacerbación del síndrome del maníaco compulsivo, que reitera su conducta una y otra vez, fracasando pero sin entender cuál es el motivo de su fracaso. Tarde o temprano, presumible mente la próxima vez, se triunfará.
No se reconocen los errores propios o las actitudes fallidas, porque resulta necesario justificar la consistencia y la lógica del argumento y de la acción iniciales. Pero el dilema, a nivel del Estado, de este tipo de conducta, es que lo que a primera vista aparece como una simple "comedia de equivocaciones", puede y tiende a convertirse en una "tragedia" de inconmensurables proporciones.

Quinto, la actual estrategia antinarcóticos --aun en el caso de que fuera perfectamente acertada-- ha adolecido en su concreción práctica, debido a una contradicción subyacente básica: la persistencia de un doble estándar de parte de varios de los actores envueltos en esta problemática.
Evidentemente, en el largo plazo, todos desean y buscan eliminar esta "escoria" abominable. Pero en el corto plazo, intereses políticos, inquietudes ideológicas, conveniencias estratégicas y motivaciones económicas han predominado para muchos de los agentes comprometidos en la "lucha" antidrogas. Indudablemente, esta doble actitud mina la credibilidad y la legitimidad del combate contra los narcóticos, no sólo en términos de las relaciones EE.UU. América Latina, sino también a los ojos de las sociedades nacionales.Una mezcla de cinismo subterráneo y de expectativa esperanzadora se combinan a nivel de la comunidad local e internacional a la espera que del "dicho" se pase al "hecho".
Mientras tanto, el diagnóstico inicial y la estrategia de enfrentamiento aparecen como incoherentes y de dudosa vocación resolutiva.

Sexto, uno de los factores que genera más perplejidad es la forma en que se interpreta el "compromiso real" en la "guerra contra las drogas". Compromiso que se ha equiparado con la capacidad y voluntad de imponer medidas más represivas contra el negocio de las drogas, lo cual, a su turno, en la inmensa mayoría de los casos ha provocado mayores niveles de violencia (siendo, probablemente, el caso de Colombia el más dramático y terrible). Con esta racionalidad, una nación exitosa es aquella que puede mostrar más muertos. La sociedad y el Estado exhiben su resistencia contra los narcóticos mediante el sacrificio de más individuos, lo que significa el mejor testimonio de garantía de compromiso en esta "cruzada" contemporánea. Si hay más asesinatos en Bogotá o La Paz, entonces ello es una demostración efectiva de que "se está haciendo algo" y que, por lo tanto, el diagnóstico y la estrategia funcionan. Llamativamente, en el diagnóstico original una de las consecuencias "esperables" era eliminar o por lo menos controlar y disminuir la actividad disruptiva del negocio de las drogas y con ello evitar la evolución criminal del tráfico de narcóticos. No obstante, el círculo vicioso de violencia abiertariqueza ilícita se ha ampliado, tanto fuera como dentro de EE.UU.

Séptimo, un presupuesto esencial contenido en el diagnóstico inicial era la protección de la ciudadanía ante el "cáncer" de las drogas. No obstante, no sólo ello no se ha logrado, sino que cada vez más se afectan las garantías individuales en aras de llevar a cabo la "guerra" contra los narcóticos a su máxima expresión. En los países latinoamericanos esto ha sido notorio mediante legislaciones que, orientadas a combatir el "terrorismo de las drogas", han servido para recortar libertades duramente adquiridas. En Estados Unidos, algo similar ocurre en el área de los derechos civiles bajo la perspectiva de disminuir el consumo de las drogas mediante políticas represivas. De hecho, el combate contra las drogas se está llevando consigo conquistas legales ciudadanas de todo tipo desde el norte hasta el sur del hemisferio, cuando se buscaba --originalmente-- asegurar el bienestar colectivo y evitar nuevos costos sociales como producto del negocio de las drogas. Con el fin de resolver el problema, sólo se han agudizado las dificultades jurídicas y reducido los logros legales de los diversos pueblos.

Octavo, los elementos utilizados por el gobierno de Estados Unidos para erradicar el problema en los polos de producción sólo han exacerbado negativamente las relaciones bilaterales y multilaterales de Washington. Si en un inicio se pretendía lograr cooperación y propiciar colaboración, al cabo de más de una década de insistir y reproducir la misma política anti-narcóticos, los resultados han sido inversos. Ni los tratados de extradición, ni los procesos de certificación legislativa, ni los montos dedicados, ni las operaciones relámpago (al estilo de "Blast Furnace", en Bolivia en 1986), ni la retórica utilizada a nivel diplomático han conducido a mejorar los vinculos bilaterales o a fortalecer las políticas conjuntas entre las diversas contrapartes. Las diferencias entre América Latina y Estados Unidos se han ampliado y no reducido. Las divergencias entre Washington y las capitales latinoamericanas se han multiplicado y no se han resuelto.
En breve, la estrategia usada (y reiterada) no ha contribuido a disminuir las distancias entre la región y el gobierno estadounidense. Y el horizonte futuro no parece el mejor.

Para resumir, una evaluación medida de más de una década de lucha antinarcóticos no sugiere, como lo indicaba el eslogan del ex presidente Ronald Reagan que le sirvió para su reelección en 1984, que estamos better off con las iniciativas emprendidas para erradicar el "problema" de las drogas. Todo lo contrario, estamos worse off en muchos, si no en todos, los sentidos.

La cuestión de las drogas ha sufrido lo que llamaría la "centroamericanización" de su análisis. Probablemente nunca antes, en los últimos veinte años de las relaciones interamericanas, se ha escrito y debatido tanto en EE.UU. como con respecto a la crisis de América Central. Sin embargo, es difícil evitar la percepción de que algo de ello ha sido útil o siquiera muy iluminador. La discusión oficial en EE.UU., en cuanto a Centroamérica, se ha sustentado en descripciones simplistas, explicaciones pobres, argumentos ideológicos, evaluaciones mediocres y decisiones torpes. Muy pocos pueden hoy asegurar convincentemente que la seguridad norteamericana en la subregión se ha visto fortalecida, que la paz en el área está más cercana y que la democracia ha florecido en América Central.

Algo similar está ocurriendo con el tema de las drogas: estamos lejos de los objetivos originales y no se han resuelto muchas de las enormes dificultades que genera este fenómeno. Necesitamos repensar, reformular y revaluar este "problema", tanto en América Latina como en Estados Unidos. Se hace imperativo dar un paso atrás y no dos adelante, antes de continuar creyendo que estamos avanzando. No se requiere correr más rápidamente hacia un horizonte presuntamente cercano que, en realidad, parece cada día más lejos e incierto.
Correspondería adoptar una actitud crítica de análisis serio, preciso y realista, para así modificar la forma de aproximarnos y enfrentar la cuestión de las drogas.

COMO RECONSTRUIR LA COOPERACION
El panorama no parece muy alentador. Las posibilidades de un "debate" distinto en torno a las drogas apenas se ha iniciado y será difícil revertir inmediatamente la tendencia actual de reproducir lo que se ha intentado durante años. De allí, entre otras razones, que América Latina seguramente continuará esperando los resultados de la aplicación de la Ley Antinarcóticos de 1988 en EE.UU. No existen augurios de éxito. Tampoco se presume un estruendoso fracaso. Sin embargo, lo mas probable es que para 1990 se inicie una nueva discusión en EE.UU. en torno a la eficacia y efectividad de las medidas adoptadas, y posiblemente no habrá mucho que festejar. Esto no constituye una afirmación destinada a hacer "drogaficción". Cuando el nuevo "zar" de las drogas, William Bennett, anuncie su "plan" antinarcóticos, muy seguramente acumulará mucho de lo realizado y planteado hasta el momento a manera de síntesis. No se espera un viraje fundamental en el terreno de la estrategia. En todo caso, probablemente se incremente el discurso de "guerra" y el énfasis en lo represivo-punitivo.

Sería un error desconocer el pasado de la política antidrogas para observar, tendencialmente, hacia dónde se dirige la actual estrategia, que no es sustantivamente diferente de la implementada con la Ley Antinarcóticos de 1986 o de la desarrollada en los últimos años por las administraciones estadounidenses. Existe ahora sí más hincapié en torno a la demanda, pero la racionalidad general del diagnóstico para definir y enfrentar el tema de las drogas no se ha modificado en forma profunda.

En esa dirección, es preciso reconocer que America Latina y EE.UU. comparten preocupaciones comunes ante el fenómeno de las drogas, aunque no necesariamente son coincidentes los intereses de ambas partes. Asimismo, no estamos frente a una cuestión que se reduce a las relaciones bilaterales de Washington con Bogotá o Ciudad de México o La Paz u otra capital latinoamericana. América Latina, en su conjunto, se ve afectada por la problemática de los narcóticos y por el lugar de este issue en la agenda de la política exterior de EE.UU. Asumir el asunto de las drogas como un tópico de naturaleza bilateral se asemeja al tratamiento caso por caso de la deuda externa, lo cual ha sido devastadoramente desfavorable para los países latinoamericanos individualmente y como un todo.

Por ese motivo, es indispensable tener en cuenta dos factores esenciales. Por un lado, uno de prevención: de no diseñarse una aproximación estratégica coherente y más concertada entre los gobiernos del área, se estaría corriendo el riesgo de repetir lo acontecido con el tema del endeudamiento latinoamericano. En este terreno, ya se han efectuado múltiples evaluaciones, se han construido diversas tesis, se han corroborado varias hipótesis y se han debatido diferentes análisis.
Pero la carencia de una voluntad y una capacidad de decisión estratégica para resolver la dramática situación generada por la crisis de la deuda ha conducido a alternativas de corte unilateral y de carácter cortoplacista, que no han dejado de ser paliativos transitorios poco efectivos. Fundamentalmente, poco ha variado en ese campo. Mucho del enorme esfuerzo analítico e interpretativo, no llevó en forma paralela a un planteo operativo, audaz, consistente, creativo y positivo para hacer frente a la cuestión de la deuda.

En lo que respecta al tópico de las drogas, puede suceder algo semejante. Solamente que, en este caso, a la agudización de las tensiones internas y externas producidas por factores militares, económicos, sociales y políticos, se agregaría una nueva variable, que por su naturaleza e incidencia podría conducir al derrumbe de los proyectos (aún inestables) de apertura, transición y consolidación democrática en la región.

Es erróneo pensar que "todo nos une y nada nos separa" con EE.UU.
en relación con este asunto central en la política interamericana.

Por el otro lado, es necesario resaltar un factor de acción: si se asume que el tema de las drogas no debería ser un juego de suma cero (como lo ha sido hasta el momento), se hace urgente precisar como abordar su re solución en una forma por la cual los costos no recaigan unilateralmente sobre los países de la región.

Si, en consecuencia, se sostiene que se está ante un fenómeno que debe resolverse mediante un juego de suma variable, entonces es prioritario pensar y elaborar las tareas más importantes para emprender una acción regional e internacional común. En ese contexto, no todas las iniciativas serían únicamente latinoamericanas. EE.UU. no es un actor menor en este asunto. Todo lo contrario. No es posible obviarlo; lo cual no indica que sea fácil involucrarlo en una estrategia concertada y simétrica.

De hecho, existen áreas de cooperación y de conflicto frente a EE.UU. en cuanto a los narcóticos. En otras palabras, prevalece una combinación de "consensos" y "disensos" en este aspecto de las relaciones entre América Latina y EE.UU. La sincronía de elementos compatibles tendientes a un posible acercamiento más eficaz y, al mismo tiempo, de otros abiertos al enfrentamiento y las fricciones, con lleva a la necesidad de precisar en qué terrenos y con qué intensidad América Latina deberá materializar y fortalecer una mayor coordinación intrarregional, tanto hacia "adentro", como hacia "afuera". La vulnerabilidad del área ante el fenómeno de las drogas se torna cada vez más preocupante y aguda. No es desertable que los grados y niveles de conflicto vis-á-vis EE.UU. puedan elevarse en un futuro no muy lejano. Y ello, sin duda, afectará el devenir democrático y la seguridad latinoamericanos.

La intervención --via justificación del "narco-terrorismo"-- no debe ser vista como un fantasma conspiratorio. La ascendente militarización del combate contra las drogas y la presunta urgencia de respuestas (y soluciones) "rápidas, firmes y efectivas" abren compuertas difíciles que pueden afectar la soberanía nacional de diversos países latinoamericanos. En particular en la región andina --y en especial en Colombia yo Perú-- se podrían sembrar las semillas de una especie de enfrentamiento militar novedoso: el narco-conflicto de baja intensidad.--