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| Foto: Juan Arturo Gómez Tobón

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Las víctimas olvidadas de la volqueta bomba en Apartadó

Un vehículo que hizo explotar el Quinto frente de las FARC hace 20 años hizo que las vidas de 40 familias dieran un giro inesperado. Veinte muertos y la indiferencia del Estado son las historias que aún se cuentan.

28 de febrero de 2017

Sintió un estruendo que lo levantó por los aires. Y alcanzó a pensar que era el fin. Cuando abrió los ojos se percató de que su mundo había sido borrado de tajo. Y gritó: “¿Dios mío, dónde estoy?” Jairo Hincapié Villegas hace parte de las 40 víctimas sobrevivientes que dejó el atentado con una volqueta cargada con 100 kilos de dinamita, metralla y escombros. En este acto demencial, atribuido al Quinto Frente de las FARC, salieron afectadas dos manzanas completas y según la cifra oficial, murieron 20 personas. Pero para Hincapié hubo también desaparecidos, “fueron muchos los que salieron en átomos volando, de ellos ni un recuerdo queda”.

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El 27 de febrero de 1997, al frente del comando de Policía y a un costado del hotel El Pescador, el corazón de Apartadó, Antioquia, fue sacudido con la explosión. Eran las 9:05 de la mañana. Muy cerca estaban hospedados los dirigentes del grupo político Esperanza Paz Y Libertad. En cuestión de un segundo la onda explosiva arrasó con edificios, locales comerciales y dejó semidestruida la estación de Policía. Hoy, 20 años después, los sobrevivientes de aquella mañana quieren reunirse con las FARC y aún esperan la ayuda del Estado.

Un atentado más en contra Esperanza Paz y Libertad

Para Mario Agudelo, desmovilizado del EPL, el atentado iba dirigido contra la dirigencia de Esperanza Paz y Libertad, quienes por razones de seguridad se hospedaban en el hotel El Pescador, al frente del Comando de la Policía. “Para las FARC los Esperanzados éramos considerados traidores de la revolución y la orden era aniquilarnos. En ese exterminio sistemático tenemos documentadas 17 masacres y 732 asesinatos entre desmovilizados y seguidores políticos, pero en el atentado del 27 febrero no murió nadie de nosotros”.

La vida cambia en un segundo

Para Jairo Villegas, uno de los sobrevivientes, aquello fue el juicio final. El aire se tornó de un gris oscuro. Era, dice él, el color de la muerte mezclado con un olor a pólvora revuelto con sangre. “La Policía disparaba, la gente pedía auxilio, traté de pararme, no pude, gateando entre los escombros busqué mi negocio y ya no estaba, el fruto del trabajo de 15 años se había esfumado”.

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“Nuestra tragedia pronto se olvidó, la solidaridad duró poco, se nos cerraron las puertas de los bancos. De tanta promesa por parte de Álvaro Uribe, quien era el gobernador, y de Ernesto Samper, como presidente, sólo nos quedan las palmaditas en la espalda y el ‘tranquilo, mijo, no los dejaremos solos’”.

Dos meses después de estar internado en un hospital en Medellín, Villegas regresó a Urabá y en la verada El Porroso, de Mutatá, fue retenido por las FARC. Ni los guerrilleros la podían creer cuando Villegas les contó su historia. Ellos guardaron siempre un silencio cómplice, sólo le dijeron: “Siga tranquilo”. Jairo aún guarda la bala de fusil que les pidió como prueba de aquel encuentro. Ella es evidencia fiel de los hilos que tejen la maraña del destino. Ahora, en medio de los acuerdos de paz, espera mirar de frente a sus victimarios y poder reconocer en su mirada el arrepentimiento. Ese día enterrará el proyectil con la seguridad de que su perdón aportará a la paz de Colombia.

Para Luis Carvajal, hijo de una de las víctimas mortales, volver al lugar donde creció y no encontrar nada es doloroso. Su padre era conocido como el carpintero del pueblo, fue lanzado a la calle desde un tercer piso por la explosión. Don Luis murió cuatro días después en una clínica en Medellín. Aunque han pasado 20 años, a Luis le cuesta aceptar la muerte de su progenitor: “En sus 72 años de vida lo único que empuñaron sus manos fue un serrucho”.

“Todo lo perdimos, 48 años de trabajo de mis viejos se esfumaron en un instante, a nadie le importó nuestra desgracia; nos tocó malvender el lote donde quedaba la carpintería y el almacén de mi hermano para pagar las deudas y el préstamo en el banco”, prosigue Luis.

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Aquel jueves de 1997, Alberto Vélez García llegó al relleno sanitario con su volqueta cargada de escombros y allí, como de la nada, le salieron diez hombres armados. Al ver los brazaletes supo que eran de las FARC. Cuando lo llevaban para al monte a punta de empellones, vio a dos jóvenes que de forma meticulosa y con sumo cuidado cubrieron con los escombros una caneca metálica y dos tubos de PVC.  “El pánico se apoderó de mí. Pensé, es una bomba y supe que mi vida iba ser un infierno desde aquel día”.

Según el señor Vélez, la vida le dio un giro brusco esa mañana. Las FARC lo persiguieron por años porque dio retratos hablados de los guerrilleros; los paramilitares ordenaron su muerte y el capitán de la policía de apellido Bolaños lo asedió por meses para que se declarará culpable. “Fue tal tortura psicológica, que por años me sentí culpable y el temor de que mis hijas perdieran la vida me obligó a desplazarme al departamento de Caldas”.

“Yo ya perdoné, aunque perdí todo y casi pierdo mi familia. Prefiero ver a las FARC sentadas en un escritorio, que matando gente inocente con volquetas bombas”.

Para Alberto Vélez el dolor mayor es que el Estado no los reconozca como víctimas. “Llevamos 20 años esperando, para el Gobierno es como si nuestro sufrimiento no existiera. Ya de las 40 víctimas censadas en 1997, han muerto cinco. Ellos se fueron sin ser oídos y sin conocer el arrepentimiento de quienes nos hicieron tanto daño”.

En un acto para recordar a quienes murieron, Ángela Hernández, directora de la Unidad para las Víctimas Urabá-Darién, ofreció disculpas en nombre del Estado. “Ellos han sentido que los han olvidado”. Hernández, ante la solicitud de los damnificados de ser reconocidos como Sujeto de Reparación Colectiva, se comprometió con el acompañamiento en el proceso y verificar la viabilidad de ser incluidos en los registros de la Unidad, para poder avanzar en el proceso de reparación integral. Y así poder cerrar un circulo de dolor del que muy pocos se acuerdan.

Crónica de Juan Arturo Gómez Tobón.