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REINSERCIÓN

Vida nueva

La droga y el alcohol son los principales pero no los únicos males de los albergues de desmovilizados. ¿Está colapsando este modelo de reinserción?

6 de marzo de 2005

Teusaquillo es un tracional barrio bogotano de casas antiguas estilo inglés donde habita gente acostumbrada a vivir en medio de la austeridad. Pero la vida del barrio ha empezado a cambiar. Por lo menos 17 de esas casas son hoy albergues de desmovilizados. Los vecinos han protestado. Miran con desconfianza a los casi 500 muchachos que se mueven por sus calles. Se quejan de que delinquen y que son alcohólicos y drogadictos. No quieren tenerlos allí. La escena se repite en otras ciudades como Medellín, Cúcuta, Cali.

La desmovilización es un hecho y la sociedad colombiana tendrá que afrontarla, pues la reincorporación de los ex combatientes, sean guerrilleros o paramilitares, es definitiva para la seguridad del país. Cuesta mucho dinero -200.000 millones en 2005- y, en lo fundamental, se está haciendo con los impuestos de todos los colombianos.

Por eso resultan tan preocupantes las noticias de los últimos días. Quince desmovilizados desertaron el 26 de enero de un albergue de Bogotá y se incorporaron al Bloque Centauros de las AUC. Hasta ahora han desertado del programa 250 muchachos, muchos de los cuales han regresado a las filas de los grupos armados. Hace 15 días 60 de ellos marcharon por las calles de Bogotá, encapuchados, gritando que el gobierno los traicionó porque después de dos años tienen que abandonar los albergues. Y la semana pasada varios reinsertados y policías resultaron heridos, luego de que los agentes intentaron detenerlos pues estaban tomando y escuchando música a todo volumen y los vecinos se quejaron.

¿Qué está fallando en el programa de reinsersión? ¿Está el gobierno en capacidad de reincorporarlos? ¿Son los albergues una bomba de tiempo?

Las desmovilizaciones individuales son una estrategia de guerra. El objetivo es quitarles gente a los grupos armados y recibir de los desertores información valiosa. Además es una propaganda formidable mostrar cifras de miles de personas que no creen más en las armas.

La realidad detrás de las estadísticas es más complicada. A muchos les dan información equivocada cuando quieren desertar. Es el caso de Alberto*, quien a los 15 años, siendo guerrillero de las Farc, se quiso entregar en el batallón de Barrancabermeja. Se presentó en la puerta de la guarnición, pero el soldado que estaba de guardia le dijo que no, que si no traía un fusil no lo recibían. Desconsolado se fue para su casa, temeroso de que la guerrilla lo matara. Entonces se entregó a la Defensoría del Pueblo y allí se inició un proceso en el que lleva tres años. De hecho, los 6.049 desertores que hay hasta ahora sólo han entregado menos de 700 armas, según cifras del Ministerio de Defensa.

En esta primera fase también se presentan muchos problemas jurídicos. El gobierno quiere que los muchachos den información, pero justamente ésta termina incriminándolos en delitos graves. A las Fuerzas Armadas les queda muy mal decirles que oculten información sobre crímenes cometidos, pero la ley sólo permite que se les indulte por concierto para delinquir. Un desmovilizado le contó a SEMANA desde la cárcel La Picota que al momento de su entrega le dijeron que entre más contara, más beneficios recibiría. Entonces confesó haber puesto un carro bomba -que no explotó- en el sur de Bogotá. Ahora le espera una condena de 30 años, como mínimo. Obviamente, se siente traicionado.

Quienes no confiesan este tipo de crímenes reciben un documento que certifica que son desmovilizados y pasan a los albergues del Ministerio del Interior. Allí los recibe Juan David Ángel.

Para todos los desmovilizados es familiar el nombre de Ángel, director del Programa de Reincorporación. Es la antítesis de un burócrata. Un paisa frentero que atiende personalmente la reinserción desde una modesta oficina del centro de Bogotá. Hasta hace pocos años era un empresario metido en sus negocios, hasta que se convirtió en uno de los sobrevivientes de la bomba del club El Nogal. Ese hecho le dio un giro a su vida de yuppy. Ahora cada día tiene decenas de citas con muchachos que vienen a quejarse, y tiene que lidiar con más de dos tutelas mensuales que instauran los desmovilizados. Defiende con pasión todo lo que está haciendo el gobierno, pero habla en voz alta y en tono de reclamo sobre los múltiples líos que se presentan porque "este no es asunto sólo del Estado sino de la sociedad".

Los albergues se habían convertido en su peor dolor de cabeza. Estas casas administradas por fundaciones o empresas prestan el servicio de alojamiento, alimentación, asistencia social y sicológica a los muchachos durante dos años, mientras escriben un proyecto para recibir ocho millones de pesos, una especie de capital semilla para un negocio o empresa. Pero este modelo colapsó.

El consumo de droga y alcohol se disparó. Según Ángel este es un mal "endémico y masivo entre los reinsertados", quienes son muy jóvenes. Un 78 por ciento tiene menos de 25 años y ninguna claridad sobre su futuro. Un 16 por ciento sufre de depresión profunda y 40 por ciento siente delirio de persecución. Quizá por eso los albergues se han convertido en guetos. Ángel admite que "lo que fracasó es el tiempo de dos años de permanencia...por eso ahora ellos están en albergues durante los primeros seis meses únicamente". Y al siguiente año de ser subvencionados, deberán vivir por su cuenta como cualquier ciudadano. Pero ellos no son cualquier ciudadano. Un 80 por ciento son campesinos, la mayoría analfabetos. Dos años no son suficientes para hacer la primaria, el bachillerato, aprender un oficio y, además, salir a trabajar.

SEMANA habló con cinco desmovilizados; todos ellos ingresaron como menores de edad al Icbf e hicieron el tránsito al Ministerio del Interior. Hasta ahora ninguno ha logrado estudiar juiciosamente el bachillerato. Han recibido cursos desde croché hasta pintura de brocha gorda. Pero muchos no quieren ser futuros obreros. Quieren ir a la universidad, ser profesionales, y dicen estar dispuestos a combinar su estudio con el trabajo.

Es el caso de Leonardo, un muchacho que estaba en un albergue cuando llegó un panadero a buscar un aprendiz. A dedo, fue seleccionado y empezó a trabajar en la panadería. Luego lo inscribieron a varios cursos de repostería. Su suerte de panadero parecía estar echada hasta que un día se rebeló y abandonó los panes. Furioso les gritó a los del albergue: "No quiero ser panadero. Mi sueño es ser abogado".

Esa aspiración de los reinsertados coincide con las recomendaciones que hace más de cuatro años hizo el Departamento de Planeación Nacional, que calculó que la reinserción puede oscilar entre uno y ocho años, dependiendo del caso, si se quiere que los muchachos lleguen a tener una vida digna. Planeación recomendó altas dosis de educación formal y alternativas de empleo. Muy pocos de sus consejos han sido acogidos. Lo que hoy existe, según una promotora social que trabaja con desmovilizados, es "un programa de pobres, para pobres, con resultados pobres".

Ángel no comparte estas críticas. "El programa ofrece 35 opciones de formación en oficios con cursos de 500 horas. No podemos sostener a estos muchachos durante cuatro o seis años, mientras hacen una carrera en la universidad. Les va a tocar como al resto de los colombianos que trabajan mientras estudian".

Lo que sucede en la práctica es que los muchachos suelen improvisar un proyecto sin posibilidades de éxito, reciben el dinero y éste se les esfuma. Según Planeación Nacional, el 45 por ciento de sus empresas fracasan. Por eso recomienda que no se subsidien a cambio de nada sino que se les dé empleo y educación formal. Que el Estado mismo sea el que los contrate mientras estudian, como está ocurriendo en Medellín con la reinserción del Bloque Cacique Nutibara, que hasta ahora ha arrojado resultados positivos. En ese sentido la vinculación de las alcaldías y gobernaciones es central para que la reinserción funcione.

Eso les ayudaría a establecer un proyecto de vida y a garantizar un mejor tránsito a la vida democrática. Eso implica mucho más que un albergue. Lo que el gobierno tiene realmente que demostrarles a la insurgencia y a la sociedad es que la vida civil tienen oportunidades, no para ser un pobre más entre los pobres. El reto de la reinserción es demostrar que se saca gente de la guerra para convertirlos en ciudadanos de primera. Ellos vienen de organizaciones jerarquizadas, con un fuerte sentido de pertenencia. Ahora están lejos de sus familias y se sienten por fuera de la sociedad. Su integración no se logra sólo con dinero, por más que las cifras de recursos entregados sean alentadoras. Puede decirse que es mucho pedir. Pero la diferencia entre hacer bien esta reincorporación y hacerla mal es crucial para definir cómo será el país después de la guerra.